sábado, 23 de febrero de 2013

El fantasma de Rogelio Gustaffson (final)


Primera parte

Segunda parte

El fax de Industrias Jeckyll mostrando la firma de Rogelio Gustaffson fue muy claro. El anciano del 4º1ª, intencionadamente o no, había recogido el fármaco que contenía una fórmula experimental de éxito dudoso. Al doctor Mecoleon le atraía este tipo de descubrimientos revolucionarios, por una extraña afición más del tipo sensacionalista que científica, por eso realizó el pedido de este producto que aún estaba en fase embrionaria. La descripción del experimento alertaba de una posible afección a la personalidad y la calificaba como altamente peligrosa en manos inadecuadas. Una visita al señor Gustaffson se antojaba poco menos que oportuna.

El anciano, literalmente, alucinaba con lo que Mecoleon le contaba. Su inaudita y reputada lucidez le hacía acreedor de cierta credibilidad al juramento de que él jamás había recogido un paquete a nombre de otro vecino, y ni mucho menos había implantado sus iniciales en ningún mugriento albarán procedente de Londres, Inglaterra.

Al doctor Kasimir Mecoleon no le quedó otro remedio que aceptar la creíble versión de Gustaffson. Sin embargo, al volver a casa, un descuidado comentario del otrora silencioso Robert, su díscolo gólem, le dejó cierta e incrementalmente intrigado...

Las comadres Aubergine y Courgette, una vez aclarada la presencia de la secreción ectoplásmica en la puerta del vecino, estaban prestas y dispuestas al despelleje semanal del vecindario. La señora Aubergine, no obstante, notaba cómo su fiel cuervo Henry se encontraba aquella apacible tarde demasiado perturbado. La sospechosa eyaculación fantasmal había hecho elucubrar al córvido sin mucho fundamento y ahora parecía poco menos que hipnotizado. De repente, añadiendo leña al fuego de aquella inocua tensión, la pacífica y rutinaria reunión de las dos alcahuetas se vio abruptamente truncada por una serie de golpes desesperados en la puerta.

Mientras tanto, en la sexta planta, el lobo humano Lacombe continuaba dándole vueltas al extraño incidente del ave fénix en forma del felpudo de su puerta. Estaba inspeccionando distraidamente el artefacto por enésima vez cuando una extraña presencia en la superfície del objeto le sobresaltó sobremanera. Bajó rápidamente en busca del biólogo Mecoleon al piso inferior, donde el gólem extraño que allí vivía lo recibió con su albornoz rosa de pelo de erizo. Éste le explicó que su amo también se encontraba, sin aparente motivo, visiblemente alterado y que había salido corriendo de la vivienda sin dar ningúna explicación.

Quien aporreaba con frenesí la puerta de la señora Courgette no era otro que precisamente el doctor Mecoleon, quien no tenía mejor cosa que hacer a esas horas que frustar las aspiraciones de las dos brujas en concretar el organigrama oficial de las relaciones amorosas entre los miembros del inmueble. Henry salió volando sobresaltado en cuanto vio asomar por la puerta el impávido rostro del científico. Estaba el doctor explicando a las dos brujas el frívolo comentario de su criatura cuando se reanudó el aporreamiento de la remilgada puerta de Vanesse Courgette. Henry el cuervo, nuevamente, dio un respingo desde su escondrijo. Esta vez era Rolando Lacombe quien, más pálido que de costumbre, accedía a aquel apartamento con la escasa esperanza de encontrar una explicación a la nueva vuelta de tuerca a los extraños fenómenos demasiado habituales últimamente en aquella comunidad.

El tremendo estruendo en el piso de al lado interrumpió abruptamente la merecida siesta de sobremesa de Rogelio Gustaffson. Cuando despertó, al abrir los ojos, lo que vio le impulsó a vencer sus achaques y a correr despavorido en busca de auxilio y, nada más salir de su domicilio, la primera oferta de socorro que halló fue la del 4º2ª, la puerta de la señora Courgette...

Allí, en ese piso, estaban todos: el doctor Kasimir Mecoleon con el trivial relato de su gólem; el licántropo Rolando Lacombe con unas muestras extraídas de una alfombra; el señor Gustaffson víctima de una espantosa visión; el cuervo Henry contradiciendo su naturaleza al mantener un secreto; y dos brujas estupefactas, sin entender un ápice de lo que allí sucedía. Armados con un inusitado valor del cual, hasta aquel momento, no habían tenido ocasión de hacer alarde, se dirigieron todos para poner fin a aquella situación hacia el piso de enfrente, el centro de los extraños acontecimientos de las últimas semanas, la residencia de Rogelio Gustaffson... y su armadillo cojo y tuerto, Antonio.

Porque Antonio era una bestia torpe e inmunda pero con el paso de los años había adquirido una única habilidad: reproducir la firma de su entrañable amo, el señor Gustaffson. Así se había apoderado del suero de Industrias Jeckyll, el cual, aún en fase experimental, comprobó que concedía una doble personalidad y unos poderes inauditos al organismo donde fuese inoculado. Gracias al mejunje Lacombe pudo ver cómo se reparaba su felpudo, el cual estaba en unas condiciones tan catastróficas que Antonio se dejó media pezuña en la operación, abandonando descuidadamente la prueba en el mismo lugar del crimen. El viejo armadillo también confiaba en la discreción de Robert cuando lo reparó, pero tal confianza era muy aventurada ya que, a su manera, restándole importancia y unos días más tarde, el gólem confesó la presencia de Antonio la noche de autos. Para acabar de atar cabos, fue Henry quien sospechó en primera instancia de la insólita presencia de la mascota de Gustaffson fuera de su domicilio, en contra de su costumbre, cuando derribó a la señora Courgette portando el ectoplasma. Pero fue Rogelio Gustaffson quien, al despertarse de su proverbial siesta, contempló en primera persona los terribles efectos del suero importado de Inglaterra sobre su animal de compañía.

Al encontrar a Antonio inconsciente junto a los últimos restos de la jeckyllicina se resolvieron todos los enigmas. Los golpes, los aullidos, las buenas y absurdas obras comunitarias, todo tenía explicación. Al día siguiente Rogelio Gustaffon internó al armadillo en una lujosa clínica de rehabilitación, donde pudiera pasar sus últimos años de la manera más agradable posible.

Y la paz volvió a aquella peculiar comunidad de propietarios.

Era jueves por la noche. Todos dormían. Todos descansaban. Algunos roncaban, pero un cuervo, que dormía siempre con un ojo abierto y tenía las orejas bien escondidas, escuchó cómo algo parecido a un aullido, muy tenue, ahogado, salía del 4º1ª, del piso de Rogelio Gustaffson.

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