sábado, 23 de febrero de 2019

El vagón

La historia narrada a continuación pasó hace apenas dos horas, pero que según como se mire sucedió hace décadas. Y comenzó con una situación de lo más cotidiana...

Siempre me he considerado un privilegiado por no tener la obligatoria costumbre de utilizar el transporte público. Lo que implica que tampoco tenga la necesaria costumbre de correr hacía un vagón de metro que esté a punto de abandonar el andén. Pero aquella noche de jueves invitaba a que la espera entre un tren y el siguiente fuera tediosamente larga, circunstancia que se alió con las ganas de volver pronto a casa. Así que, con la nocturnidad como aliada en la misión de evitar la humillación de exhibir mi paupérrima forma física, corrí con toda la dignidad que me permitían unos zapatos de un par de días de antigüedad y me introduje en el vagón dos décimas de segundo antes de que comenzaran a cerrarse las puertas.

Mi entrada no fue todo lo triunfal que tan titánico esfuerzo merecía. Un tipo corpulento, de camisa verde desabrochada y melena extraña, me obstruía el paso y no tuve más remedio que empujarlo levemente. Por fortuna su respuesta se limitó a un breve gruñido y no tuve que demorar con discusiones absurdas la tarea de buscar un rincón donde pasar los siguientes tres minutos de viaje de la manera más confortable posible.

Porque sólo me quedaba una parada por delante. Siguiendo una arrebatadora estadística, los transbordos en las líneas del metro te juegan malas pasadas y te fuerzan a invertir más tiempo recorriendo andenes, pasillos y escaleras entre líneas que dentro del propio tren. Un incentivo claro para prescindir de este medio de transporte y acelerar el envejecimiento de la suela de los zapatos.

A pesar de la abundancia de asientos libres, decidí realizar de pie mi pasatiempo favorito en estas situaciones: diseccionar, de una manera medio veleidosa, medio quirúrgica, al resto del pasaje. Por fortuna para mi innata misantropía y por desgracia para mis lúdicas necesidades, a aquella hora el vagón se encontraba prácticamente vacío y sólo pude contabilizar cinco individuos más.

El pasajero que sin duda llamaba más la atención, por lo menos para mi lasciva mirada, era una mujer escultural, de sinuosa silueta, que optaba como yo a no depositar sus nalgas en los impredecibles asientos del vagón y que desentonaba demasiado en aquel ambiente en las antípodas del glamour. Mis ojos recorrieron disimuladamente sus curvas a modo de ingenuo escáner, hasta que se detuvieron abruptamente en una minúscula verruga que brotaba de la punta de su perfecta nariz. Con gran injusticia porque apenas era perceptible, aquel corpúsculo en el centro de su bello rostro suponía un borrón en una auténtica obra de arte.

A continuación inspeccioné al caballero que se encontraba nerviosamente sentado en un asiento a la izquierda de aquella voluptuosa señorita. Tenía el aspecto del típico doctor chiflado, con zapatos descuartizados y cordones deshechos, un traje gris desgastado y una pajarita púrpura que culminaba cual guinda la parafernalia de su atuendo; su estilo no era admirable pero sí coherente. Pero lo que le convertía en un sujeto digno de intriga era la bolsa de deporte que colgaba de sus manos cansadas, totalmente negra y con forma de bola de bolos. Una pesada esfera, contundente y deportiva, hubiera sido el inquilino más probable de aquel recipiente, pero todo indicaba que no era así. Sobre todo porque parecía que algo se movía en su interior.

A la izquierda del doctor chiflado, más allá del hueco impuesto por dos asientos vacíos, reposaba sus metálicas posaderas un viejo androide, de aquellos a los que la obsolescencia se le reflejaba en los oxidados circuitos que daban forma a sus rostros. Parecía estar sumergido en una somnolencia a modo de stand by de la cual con total seguridad despertaría cuando anunciaran su estación por la megafonía interna del vagón.

A mi lado se encontraba todavía el cachas melenudo que me había dificultado el acceso. En aquel esperpéntico encuentro inicial no me había percatado de lo feo que era. Y lo más inquietante era que, cada segundo que pasaba, los rasgos de su cara se constreñían ligeramente, dándole una apariencia más terrorífica aún. Por suerte dejaría aquel vagón en breve y evitaría conocer el desenlace de la metamorfosis y la definitiva manifestación de su extrema fealdad.

A mi otro lado, sentado justo enfrente del taciturno robot, había un dandy engominado, de traje carísimo y corbata de lunares, la cual no se había permitido el lujo de aflojar a pesar de que probablemente su jornada laboral ya hacía horas que había concluido. Así como el sujeto de mi izquierda era quizás el más feo que había visto nunca, el tipo de la corbata de lunares poseía la cara de peores pulgas de la ciudad. Me devolvió la mirada con un instinto asesino que los lóbulos de mis orejas se estremecieron.

Pese a la escasa afluencia de pasajeros, con aquel maleducado escrutinio conseguí mi propósito y resulté entretenido durante los teóricos tres minutos de viaje. Mi parada sin duda debía de estar cerca. Consulté mi reloj de pulsera y extrañamente sólo había transcurrido, más o menos, un minuto y medio. Probablemente las ganas de llegar a casa habían ralentizado el tiempo; es lo que sucede cada vez que esperas con avidez la sucesión de un evento. El tren circulaba a la velocidad acostumbrada, al menos ésa era la sensación, y no se habían producido paradas inesperadas. Así que aquel alargamiento del tiempo se trataba obviamente de una experiencia subjetiva.

Al cabo de (muchos) segundos, volví a mirar mi reloj. Mostraba la misma hora que en la vez anterior. En un primer momento pensé en un nuevo contratiempo, mi viejo reloj se había parado, pero al observar la inquietud del resto del pasaje me di cuenta de que allí estaba pasando algo más; más extraño que una percepción personal del paso del tiempo o la avería de un reloj de pulsera.

El tren circulaba en todo momento a través de la oscuridad, era imposible que hubiera atravesado alguna estación sin detenerse sin que nos hubiéramos dado cuenta. La exuberante señorita me miró con el fin de compartir conmigo su perplejidad. Yo, tras 1,6 segundos concentrado en su verruga, le devolví la mirada, levantando las cejas y arrugando la barbilla. Tanto el yuppie como el musculoso de la camisa verde también comenzaban a ponerse nerviosos. Rompimos el hielo y la desconfianza y revelamos, con tremenda y colectiva estupefacción, que a todos se nos había parado el reloj y que nuestros teléfonos móviles estaban encendidos pero inservibles, como congelados.

El tiempo pasaba y la anunciada próxima estación no llegaba. Sólo el presunto científico y el robot andrajoso permanecían impertérritos; uno seguía concentrado en su sospechosa bolsa de deporte y el otro no acababa de encenderse. Pero su letargo, al menos el del científico, no se prolongaría mucho más. El poco agraciado musculitos soltó una especie de estruendoso aullido. En ese momento me fijé en su cara, totalmente desfigurada; sus orejas eran más puntiagudas de lo normal y en sus manos había brotado un vello inusitado. Provocaba auténtico pavor.

Poco tardamos en darnos cuenta de que estaba tan asustado como nosotros. Porque del desconcierto inicial habíamos pasado directamente al pánico. El tren seguía avanzando a una velocidad constante, sin encontrar ningún motivo para detenerse. Las puertas que separaban los vagones estaban bloqueadas y era inconcebible intentar abrir las laterales de acceso. El ejecutivo agresivo recurrió a una de nuestras escasas tablas de salvación accionando el freno de emergencia, pero no funcionó en absoluto.

Cómo habían podido desaparecer las estaciones? El tren no circulaba a tanta velocidad como para hacer inapreciable su aparición. Pero a través de las ventanas sólo contemplábamos las paredes de un túnel interminable. La bella verrugosa, el hombre feo, el yuppie y un servidor dedicamos unos instantes a elaborar estrambóticas teorías. La más plausible fue que habíamos sido víctimas de un secuestro y nuestros captores nos estaban conduciendo a través de un túnel secreto a un zulo donde nos retendrían a cambio de una suculenta recompensa. Si estábamos en lo cierto, tarde o temprano recibiríamos la terrible confirmación.

Me tapé la cara con las manos; estaba atrapado en aquel vagón sin frenos, ignorante de mi destino, con cinco individuos a cual de ellos más estrafalario.

Pasaron incontables minutos, calculados a ojo en ausencia de relojes funcionales, el tren seguía sin detenerse y el paisaje inalterable. En el interior del vagón el ambiente era cada vez más tenso, no teníamos noticias del exterior por parte de presuntos secuestradores y empezamos a contemplar la posibilidad de que el origen de todo no estuviera fuera, sino dentro. Teniendo en cuenta que el robot estaba dormido, el ejecutivo lucía unas exonerantes aureolas axilares, la verruga de la top model latía con más vehemencia que su corazón, el peludo inquilino transpiraba cataratas de aminoácidos, y que yo estaba simplemente acojonado, el centro de atención se situó en el incomprensiblemente impasible doctor chiflado, más pendiente de su extravagante bolsa de deporte que de los propios acontecimientos.

Sin duda fue la empatía de tantas horas de cautiverio lo que provocó la compenetración con la que los cuatro pasajeros oficialmente despiertos dirigimos nuestras miradas y nuestras sospechas hacia aquel presuntamente inofensivo individuo. Aquella bolsa tan celosamente guardada, de forma y comportamiento tan inexplicable, tendría forzosamente que ser la explicación de nuestra situación. La cordura se extinguía por momentos, pero, agonizante, aún estaba presente en aquel lugar y, blandiéndola como último recurso, fue como acometimos el primer intento de acceder a aquella bolsa, mientras el aparentemente enclenque científico se defendía, resistiéndose a desvelar su contenido con uñas, dientes y plumas estilográficas. Precisamente fue durante el forcejeo entre la inferioridad del doctor por un lado, y la superioridad del hombre feo y un servidor por el otro, cuando sucedió algo que turbó la tensa inactividad de las últimas horas. El timbre de un teléfono móvil sonó.

Si el tiempo ya parecía estar detenido, en aquel momento se detuvo aún más. Todos nos quedamos inertes, hieráticos, paradójicamente estupefactos ante una situación cotidiana que rompía la incoherencia de aquel entorno tan surrealista. La misión de descubrir qué escondía la bolsa del científico quedó abortada. Lo que importaba era aquel mensaje del mundo exterior que habíamos recibido.

Era el teléfono del yuppie. Nervioso, sudoroso hasta límites inexplorados por la civilización humana, descolgó como si de un teléfono fijo ciberpunk se tratara. El número que mostraba la pantalla era irreconocible. Nadie contestó.

Ese hombre, hasta aquel momento tan mustio como un cardo podrido y tan engreído como un junco desafiante a las débiles brisas de las marismas, se derrumbó. En un inusitado ejercicio de sincera locuacidad nos contó que se llamaba Arnold Mondayface y que trabajaba en una importante empresa financiera, de ésas que no tienen contacto con la economía real y lo único que hacen es mover cifras nominales de un sitio para otro. Se ganaba bien la vida, pero él en su vida no había ganado.

Su pagano pragmatismo le había ayudado a llegar a la conclusión de que el tren realmente no se movía. Las leyes de la física dictaban celosamente en contra de su teoría, pero su desesperación, condimentada con severas dosis de histerismo, le empujó a proferir un alarido aun mayor que el aullido con el que el peludo hombre feo había obsequiado a nuestros tímpanos unas horas antes. Además, aunque a aquellas alturas empezábamos a acostumbrarnos a la presencia de fenómenos imposibles, nos sorprendió que dos greñas rebeldes brotaran de la fronda de su cabellera y provocaran el hecho inaudito de que el impoluto caballero procediera al vil acto de despeinarse. Fuera de sí, con el rostro rojo como un semáforo nihilista con hemorroides y los ojos casi tan fuera de las órbitas que temíamos por la continuidad de sendos nervios ópticos, abrió una de las ventanas y asomó la cabeza a través de ella. Tenía que comprobar que, efectivamente, aquel maldito vagón no se estaba moviendo.

Y como ya sucedió con la desconcertante llamada perdida anterior, otra travesura tecnológica cambió drásticamente el rumbo de los acontecimientos. Las luces en el interior del vagón se apagaron durante unos segundos... el tiempo suficiente para que el señor Mondayface pudiera desaparecer sin despedirse.

El hueco de la ventana era suficiente amplio como para que la totalidad de los michelines de Mondayface la atravesaran; sin embargo, se hacía muy raro pensar que la determinación de arrojarse a un suicidio -probable, dada la dramática existencia del sujeto, pero tan esperpéntico- coincidiera con un apagón dudosamente programado.

Tras inspeccionar escrupulosamente el recinto durante muchos, muchos minutos, así, a ojo, sin hallar más evidencias de la anatomía del otrora antipático ejecutivo, los tres seres aún racionales que aún permanecíamos allí acordamos un período de reflexión. El tren seguía desplazándose hacia adelante, a la velocidad prevista, y el paisaje, así como los dos sujetos impasibles del vagón, continuaba invariable. Aquellos sujetos probablemente no eran conscientes de que con tal impasibilidad corrían el riesgo de convertirse en los principales sospechosos de causar el extraño fenómeno que indefectiblemente nos ocupaba, pero en caso de que lo barruntaran no parecía preocuparles, ni a al doctor ni al robot. Entre otras cosas porque sí eran plenamente conscientes de que, en caso de que uno de ellos fuera el responsable del desaguisado, ni el bruto de la camisa verde, ni la top model de la verruga, ni un servidor, seríamos capaces de desenmascararlo(s). Y si era eso lo que pensaba uno de los dos, o incluso los dos, no les faltaba ni un ápice de razón.

Aburrido y trastornado, el hombre rudo de la camisa verde, de rostro desfigurado y vello hasta en las palmas de las manos, decidió dejar a un lado su aversión a los clichés sociales y contarnos su historia, que incluía entre otras cosas que se llamaba Roland Lacombe y que era nada menos que un hombre lobo. Una especie oficialmente extinguida y que no formaba parte de otra cosa que no fuera mera leyenda. Si la mayoría de nosotros nos encontrábamos desubicados, sin explicación a lo que sucedía dentro y fuera del vagón, él lo estaba y sufría muchísimo más, puesto que su aspecto extraño y deforme se debía a que, justo a la hora en la que el metro abandonaba la última estación que habíamos conocido, comenzaría su transformación en licántropo. Dicha metamorfosis se había detenido, por las mismas enigmáticas razones por las que los relojes no avanzaban o la siguiente estación nunca llegaba.

La bella señorita tomó el testigo en la ronda de confesiones, eso sí, a cuentagotas. Su insaciable coquetería la limitó a revelar únicamente que su nombre era Wilma Bubblemint y que su edad era una cifra sorprendente. Ni el señor barbudo ni un servidor osamos indagar más en su biografía, más forzados por la situación que por ausencia de una curiosidad morbosa. Y fue precisamente la curiosidad lo que, transcurridos unos segundos de solemne silencio, impulsó a la señorita Bubblemint, tras recordar al señor Mondayface y su incomprensible desaparición, a emularlo fugazmente y asomar, durante un segundo, la cabeza fuera de la ventana que tenía más cercana. El sobresalto por la evaporación del yuppie despeinado fue elevado pero fue superado con creces cuando el cuello de la chica devolvió cráneo y envoltorio al interior del vagón.

Su rostro había envejecido prácticamente un siglo; la imagen de un cuerpo joven y escultural con la cabeza de un esqueleto era dantesca. Toda la vitalidad que irradiaba la muchacha se esfumó y falleció, instantánea y técnicamente, de vieja.

Las reacciones del pasaje que aún quedaba dentro de aquel tren mortífero fueron de lo más variopintas: yo me quedé completamente congelado, sin capacidad alguna de interacción con el entorno; el robot permanecía impávido en su perenne letargo; el presunto doctor mostraba síntomas de nerviosismo y delatoras gotas de sudor comenzaban a deslizarse por sus sienes, lo que no impedía que siguiera aferrándose a su bolsa como un hóbbit corrupto a su anillo; y Lacombe, casi literalmente, explotó.

Nadie llega a ser realmente consciente del dolor infinito que supone una metamorfosis de hombre a lobo si no se es uno de ellos. Y Rolando Lacombe era presa de ese sufrimiento estratosférico de manera permanente y, lo que era peor, ignorante de cuándo la agonía tocaría a su fin. La mezcla de incertidumbre y estupefacción por el rumbo de aquel ingobernable vagón, unida a las muertes de Mondayface y la señorita Bubblemint arrojaban poco optimismo al desenlace. Por eso rogó, suplicó, imploró, que si algún alma caritativa aún permanecía en aquel siniestro vagón pusiera fin a aquella tortura inconmensurable. Yo, en mi estado catatónico, era incapaz de mover un músculo, y mucho menos de pensar en alguna manera de ejecutar a sangre fría a un ser vivo. El científico chiflado optó por exhibir una voluntad indisimulada de obviar lo que sus sentidos le reclamaban como justificación de su inacción. Mientras tanto, en esta tensa espera, cada milésima de segundo suponía para el licántropo un suplicio indecible.

La tensión extrema que se respiraba se vio truncada con un nuevo giro de los acontecimientos. De repente, el viejo androide en-presunto-modo-de-reposo sacó un trabuco láser de no sé sabe dónde y ajustició al hombre lobo. Literalmente lo pulverizó, así como a la teoría de que sólo las balas de plata acaban con la vida de estos mutantes legendarios.

De nuevo necesité unos minutos para asimilar lo que acababa de suceder. Huelga decir que en ese intervalo de tiempo el tren tampoco alcanzó mi estación, por lo que mis problemas, una vez más y de momento, no los había solucionado Maese Tiempo.

Nunca pensé que describir el paisaje en el que me encontraba con la frívola expresión de panorama desolador me produjese tanto desasosiego. A la incertidumbre de conocer el final, si existía, de aquel trayecto se sumaba la purga que se estaba produciendo de pasajeros que morían de manera a cuál más cruel. Además, sólo quedábamos tres, y uno de ellos era un robot insensible y, presuntamente, sin consciencia, lo que le convertía en la víctima menos apetecible para el sádico marionetista que controlaba nuestros destinos.

Qué estaba pasando realmente? A aquellas alturas resultaba demasiado obvio que no éramos víctimas de un secuestro; y que tampoco se trataba de un fallo técnico de las instalaciones. Y si simplemente se limitara a una percepción subjetiva y todo fuera una ilusión, una alucinación, un sueño? Un sueño muy real, y diabólicamente largo.

Cuando pude recuperar la concentración, observé al androide. Unos minutos antes acababa de realizar el primer movimiento desde que fui consciente de su presencia, cuando entré en aquel tren infernal hacía ya horas. Me quedé mirándolo fijamente, intentando localizar la más mínima vibración que delatase que su hibernación era fingida. Puedo decir que esa suspicaz curiosidad fue la que me salvó la vida. O la vida tal y como la conocía.

No pude evitar fijarme en que la luz de los pilotos repartidos estratégicamente -o caprichosamente- por toda su anatomía ofrecían un fulgor notablemente más apagado. Su cuerpo comenzó a temblar, cada vez más deprisa, mientras saltaban chispas de todas sus articulaciones. La extraña magia de aquel vagón de metro había paralizado la transformación orgánica de un hombre lobo, pero no había conseguido detener el deterioro de la máquina.

"He fra-ca-sa-do". De pronto se escucharon esas palabras desde la megafonía del vagón. La ilógica de su semántica frustraba cualquier atisbo de esperanza que pudiera aportar la cotidianidad de un presunto mensaje desde el exterior.

No tardé en darme cuenta de que no era un agente externo el que intentaba transmitirnos con sumo desacierto su preocupación por nuestra seguridad ante puertas correderas, escalones o carteristas. La voz provenía del último aliento de nuestro compañero de pasaje, el androide moribundo, quien, en un acto de inusitada generosidad pre mortem, nos acabó liberando de aquella prisión móvil y nos relató todo lo que había causado nuestro cautiverio en una especie de prefacio a su epitafio.

Se llamaba Makharius-14 y era el último ejemplar de su especie. Tan obsoleto -él utilizó el término exclusivo- era que los materiales en los que se basaba su batería, su única fuente de energía, hacía años que se habían extinguido y sustituido por otros más sostenibles pero totalmente incompatibles con su modelo. A pesar de su indudable obsolescencia, su IA era muy avanzada y había llegado a adquirir consciencia de su propia existencia, lo que le procuraba pánico a la muerte/desguace y un instinto de supervivencia casi humano. En los últimos meses había estado estudiando múltiples versiones de la teoría de cuerdas, progresando a una velocidad tal que había conseguido reproducir un modesto agujero de gusano. Su objetivo era encontrar la manera de detener indefinidamente el tiempo, de poder vivir para siempre. Y ese agujero de gusano lo había construido en un túnel del metro, justo entre la parada donde yo me subí aquella noche de jueves y la parada más cercana a mi casa.

Ese jueves, cuando apenas le quedaba una barrita de batería, puso en práctica su experimento, su plan desesperado. Y casi le salió bien. Manteniéndose en stand by para conservar el máximo de energía, manipuló el tren, conduciéndolo al agujero de gusano y consiguió detener el tiempo, los relojes, los teléfonos móviles, incluso la transformación de un licántropo. Pero no contaba con que los materiales extintos de los que se componía su organismo jugaban bajo otras normas. Para él sí transcurría el tiempo.

Nos confesó al doctor y a mí, no sin pesar, que tuvo que sacrificar al señor Mondayface para mantener su coartada. Conectándose a la instalación eléctrica del tren, de la misma manera que a la megafonía como nos había mostrado minutos antes y a la propia dirección que nos condujo al agujero de gusano, manipuló su teléfono móvil en un primer momento y posteriormente provocó un apagón y aprovechó la alevosía de la oscuridad para arrojar al ejecutivo por la ventana. Del compasivo asesinato del señor Lacombe fuimos testigos y nos aseguró, y le creímos, que de la muerte de la señorita Bubblemint no tuvo nada que ver.

Tras su penitente revelación, su último gesto fue redireccionar el tren, sacarlo de aquel bucle cuántico y conducirlo, por fin, a la siguiente estación.

Cuando se abrieron las puertas, en el vagón sólo quedaba un robot con una batería agotada y difícilmente restaurable; el cadáver hecho fosfatina de un hombre lobo; un cráneo de bruja pegado a un cuerpo exuberante pero inerte; y un servidor. Porque el doctor chiflado, como si para él sólo hubieran transcurrido los tres minutos protocolarios entre estación y estación, salió despavorido en cuanto se abrieron las puertas. Nunca más volví a saber de él. Ni supe cuál era el contenido de aquella enigmática bolsa de bolos.

Salí por fin de aquel metro, exhausto, tenso por los momentos vividos pero relajado porque todo había terminado. Sin embargo, lo que me encontré en la estación no mitigó la inquietud experimentada en las últimas horas.

Todo estaba distinto. La decoración era completamente diferente, futurista como en las películas de ciencia-ficción de los años 70. Incluso el nombre de la estación había cambiado, ahora se llamaba Steven Spielberg. En un primer momento pensé que podría tratarse de una estratagema comercial de promoción de su próxima película, pero al subir las escaleras y salir al exterior lo entendí todo.

La estación se llamaba así en memoria del famoso director fallecido hacía unos años. En la calle no había semáforos pues, como todo el mundo se desplazaba en bicicleta o patinete y, como para esos vehículos los semáforos suponían un mero adorno, éstos se acabaron extinguiendo. La gente vestía la moda de los años 90 y los restaurantes eran mayoritariamente vegetarianos. Como se suele hacer en estos casos, me acerqué a una papelera y escarbé en busca de un periódico del día, o del día anterior. O del mes anterior, daba lo mismo. Tenía una terrible intuición y sólo deseaba conocer el año en el que me encontraba. Al final encontré un panfleto de una organización religiosa que seguía recurriendo para su proselitismo al atávico método de la saturación por acumulación de papel que me informó de la fecha aproximada.

Tuve que retener a mis ojos para que no se salieran de sus órbitas. Aquel panfleto anunciaba un evento 184 años más tarde de cuando me subí a aquel fatídico vagón. Un trayecto de tres minutos, que para nosotros, los pasajeros, fueron dos, tres horas, en el mundo exterior se tradujo en casi dos siglos. Todo era distinto, no conocía ese mundo. Mi familia, mis amigos, ya no estaban allí. Habían muerto. Y yo no era más que un troglodita desconocido en un planeta desconocido.

Por ese esfuerzo, por esa carrera absurda por subir a ese vagón de la noche de los jueves.