sábado, 15 de febrero de 2014

El Hombre Pollo


Sólo unos pocos lúcidos madrugadores, que salen de sus domicilios para cumplir con sus obligaciones aún iluminados gracias a la luna, han podido contemplar no sin dificultades su presencia. Han observado cómo una corpulenta silueta, de un perturbador color anaranjado, penetra fugazmente en las casas de aquellos osados que dejan abiertas sus ventanas. Su permanencia en la estancia apenas supera el segundo de duración, tiempo suficiente para provocar un respingo de ahogo en la desprevenida víctima y su consiguiente despertar.

Casi todas las versiones de los testigos coinciden en que el misterioso ser supera los dos metros de altura, se desplaza con una agilidad envidiable y ostenta una frondosa cresta de gallo. Por otro lado, los infelices que, debido a la (in)oportuna intervención de este personaje, han visto truncado su periplo por los brazos de Morfeo aseguran que el causante material de la interrupción de tan onírico viaje ha sido un grito agudo y gutural, inaudible no obstante para el resto de testimonios.

Este ser madrugador, este hombre pollo, es el arquitecto de nuestro primer pensamiento del día. Es el que condiciona nuestro estado de ánimo, el que nos insufla energía o desánimo, el que nos reseca el paladar tras una armoniosa y prolongada retahíla de ronquidos, el que determina la temperatura de las babas de nuestra almohada. Nos rescata de pesadillas abyectas y nos priva abruptamente del triunfal colofón de placeres a los que sólo gracias a nuestros sueños podemos acceder. Con una sutil mezcla de crueldad y generosidad, nos propina un par de bofetadas en la consciencia y nos devuelve, sin pasar por la casilla de salida, a esta cosa indefinible que llamamos realidad.