sábado, 28 de junio de 2014

Inter vs Vanguard

La televisión. El invento más influyente del siglo XX. El medio de comunicación más completo, más directo, más universal, cuya jubilación, anunciada a partir del auge de Internet, se está retrasando más de lo esperado. Odiada e idolatrada casi a partes iguales, sin duda la aversión hacia la televisión se debe, no al medio en sí, sino al uso que se hace de él. Que las cadenas prácticamente sólo ofrezcan propaganda política, diversión estéril y publicidad es más culpa de la sociedad en su conjunto que del medio.

A esta reflexión se le podrían dedicar muchas páginas. Pero hoy me invade la nostalgia y quiero evocar una época en la que la televisión, contando únicamente con dos ó tres canales, era aún más importante en nuestras vidas que en la actualidad. Era una época en que los chavales podíamos merendar o hacer los deberes mientras veíamos con obvia naturalidad a Epi y Blas compartir dormitorio. Es muy sintomático que lo retro esté muy de moda últimamente; tal vez significa que, a pesar de que la oferta de entretenimiento y su propagación ha crecido exponencialmente, la creatividad de hoy en día no es suficiente para saciar nuestro apetito cultural y lúdico. Pero, de nuevo, no hablaré de la programación televisiva de entonces, sino del armazón tecnológico; no hablaré de la televisión, sino de los televisores.

A principios de los 80 mi familia era humilde, como casi todas y como lo sigue siendo ahora. Sin pasar apuros económicos, nos subíamos al tren de los avances tecnológicos cuando podíamos, antes o después que la mayoría. Sin darle más importancia, ni antes ni ahora, a este hecho, el primer televisor que recuerdo era un Inter pequeñito, de pulgadas suficientes para que una familia de dos adultos y tres críos muy pequeños pudieran disfrutarlo. En blanco y negro, por supuesto, y con los botones suficientes (dos) para sintonizar aquellos (dos) canales que nos ofrecía la televisión pública. De un orgulloso color rojo, disponía tanto de antena de cuernos como de aquella tan extraña circular que parecía diseñada para pasar el rato dándole vueltas, porque su efectividad era más que dudosa. Las dos ruedas de sintonización eran deliciosamente rústicas pero, con la escasez de canales de entonces, su frecuencia de uso se presumía escasa.

En aquella época la televisión en color era ya una realidad muy consolidada y poco tardamos en poseer una flamante Vanguard. (1) Más grande y de un amaderado color marrón, permitía la sintonización de la friolera de 8 canales y además para pasar de uno a otro, una vez estuvieran ya sintonizados, sólo tenías que apretar un botoncito junto a la pantalla. Cierto es que por aquel entonces entre la oferta televisiva sólo disponíamos de las dos cadenas de Televisión Española, la Primera y la Segunda y, aquí en Catalunya, TV3 (y un poquito más tarde el Canal 33). No obstante, cambiar de canal pulsando aquellos extremadamente ruidosos botones, aún teniéndose uno que levantar del sofá, era un placer hasta entonces inusitado. Recuerdo que en la parte inferior de los botones existía un pequeño panel que, al abrirlo, nos ofrecía un dispositivo ultramoderno de sintonización compuesto por un pivote de plástico que debías insertar en el orificio correspondiente al canal y hacerlo girar. Para las retinas más sibaritas, tanto la Inter como la Vanguard, disponían de los controles de brillo y contraste. En la segunda además podías controlar el color (lo que conocemos ahora, mucho más culturizados, como saturación).

Mientras que la Inter cumplía con su misión en el pequeño cuarto de estar, fue la Vanguard la que inauguró el uso abusivo del salón como centro de ocio familiar. La desgracia de la pobre Inter de aparecer en nuestras vidas demasiado pronto se vio compensada con creces con la adquisición de mi "juguete" favorito de la infancia, un Sinclair ZX Spectrum 48k. La Vanguard pasó a presidir -y gobernar dictatorialmente- el salón, mientras que la denostada Inter deambulaba entre la cocina y mi habitación. En la cocina un servidor veía con una pobre conexión de antena los resúmenes de la jornada de liga que ofrecía el Estudio Estadio los domingos por la noche. Y en mi habitación disfrutaba como el enano que era con el Manic Miner o el Sabre Wulf en blanco y negro. En muy contadas ocasiones la Vanguard se dignaba a ser conectada al Spectrum y así supe que Quasimodo, del Hunchback II de Ocean, era verde.

Este panorama se vio sensiblemente alterado cuando, allá por verano de 1986, entró en escena un nuevo sujeto en el ecosistema: un vídeo VHS Panasonic. Un aparato enormemente influyente en nuestro entretenimiento, en nuestra formación, en nuestras vidas, para nosotros y para todos aquellos que aún recordamos aquellas visitas (casi diarias) al videoclub con la esperanza de ver que la película que anhelábamos tuviera la tarjetita de "disponible". Sin duda las aventuras en el videoclub merecerían un artículo retronostálgico propio.

La novedad que aportó el vídeo fue el -indispensable hoy en día- mando a distancia. Si sintonizábamos en la televisión el canal del vídeo (yo contaba con menos de diez años y viendo la destreza de mi progenitor con este tipo de tecnología todavía me pregunto cómo lo conseguimos), podías cambiar de canal... sentado cómodamente en el sofá!

Probablemente debido a la defunción de la Vanguard, a principios de los 90 adquirimos una Sanyo de 25 pulgadas y con mando a distancia. Estoy seguro de que la Inter duró mucho más y que nos deshicimos de ella por problemas de espacio. Se trataba sin duda de una máquina maravillosa e irrepetible y estoy convencido de que si algún día me reencuentro con ella seguirá mostrándome la famosa nieve y esos canales, ahora tan abyectos, pero entrañablemente mal sintonizados.

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(1) Resulta curioso comprobar cómo tendemos a emplear el género femenino al designar un aparato, el televisor, con género caprichosamente masculino. La razón seguramente será que el nombre del medio, televisión, se impuso al del aparato. O tal vez a algún extraño Complejo de Edipo aplicado a las ondas hertzianas, quién sabe.

viernes, 20 de junio de 2014

American Gods


Puedo decir que he leído relativamente poco a Neil Gaiman. Tampoco es que él sea demasiado prolífico, no es Stephen King, pero teniendo en cuenta su estilo, su temática y mis aficiones, podría considerarse que estoy en deuda con su obra.

Lo conocí en mi época pratchettiana -la cual no ha muerto, sólo está vigorosamente aletargada- gracias a la divertidísima Buenos Presagios. Una novela que me encantó pero que, al estar escrita junto al maestro Terry Pratchett y al estar un servidor terryblemente influenciado, no supe reconocer el talento de Gaiman. Por aquel entonces me sonaba su nombre por las novelas gráficas de Sandman, un género que aún no había llamado mi atención. Hoy en día sigo sin haber leído nada del Hombre de Arena, cuando tenga listo el clon que cumpla con mis obligaciones profesionales prometo ponerme con ello.

Aparte de Good Omens, he podido leer Los hijos de Anansi y algunos cuentos de Objetos frágiles. Con respecto a estos últimos no puedo decir que quedara muy satisfecho. Quizás esté acostumbrado a otros ejemplos más ágiles, más dinámicos, como los relatos de Isaac Asimov o de Philip K. Dick, auténticos paradigmas para mí de lo que es un cuento en los siglos XX y XXI. Sin embargo me sirvieron para consolidar mi idea del principal defecto de Gaiman: el excesivo toque onírico de sus narraciones. Lo noté con Los hijos de Anansi, una novela que me entusiasmó en su primera parte, una mezcla de humor, misterio y fantasía, pero que me hizo naufragar en su conclusión, demasiado poética y surrealista. Mi opinión en general es muy buena, pero teniendo en cuenta los momentos de euforia que llegué a experimentar durante las desventuras iniciales de Gordo Charlie, en el desenlace la decepción llamó tímidamente a mi puerta.

Creo que leí antes las aventuras de los hijos del Señor Nancy que American Gods porque éste aún no había salido en edición de bolsillo. Y fue cuando lo descubrí en la librería, en su flamante -o no- edición de bolsillo, cuando lo compré sin dudarlo, consciente de que se trataba de una absoluta garantía.

Sabía que me encontraría irremediablemente con esos momentos oníricos, firma personal del autor, que tanto éxito tienen entre sus innumerables fans. Pero por diversos motivos estos pasajes se hacen aquí mucho más digeribles. En primer lugar, es una obra más larga, más densa, con muchos personajes y muchos sucesos. Esto hace que el protagonista, nuestro querido Sombra, pase mucho tiempo despierto. También tiene bastantes referencias a elementos de diversas culturas populares, para mí, junto a lo rocambolesco de la trama, lo mejor del libro.

La trama principal, que espero no estropear demasiado a quienes no hayan leído la novela, trata de una guerra inminente entre los dioses antiguos, que las culturas europeas, africanas y asiáticas trajeron a los Estados Unidos, y los dioses modernos, los dioses de la tecnología. Como ya nos enseñó Pratchett en su Dioses Menores, la fuerza de un dios reside en la fe de sus creyentes y estos cada vez más adoran a sus televisores o sus teléfonos móviles, dejando de lado a sus Odines o sus Horuses. Interesante papel de pseudoárbitro juegan los dioses autóctonos, los que ya estaban allí cuando vikingos o esclavos africanos trajeron sus propias deidades.

Entre toda esta tensión pre-conflicto bélico se encuentra Sombra, un eslabón que puede hacer que la cadena se rompa o se mantenga firme. Entre tanta apoteosis divina aporta el factor terrenal, más cercano al lector. Es un personaje tosco, simple, con una profundidad en su personalidad desconocida hasta para él y cuya mayor proeza -y casi su objetivo en la vida- son unos juegos de magia con monedas. El lector se identifica rápidamente con Sombra porque también está intrigado, expectante ante una respuesta a tantas cosas fantásticas que le suceden. Sombra es paciente con estas respuestas, lo han contratado para un trabajo y no hace preguntas. Sabe, como el lector, que unas cuantas páginas más adelante se le revelarán todas (o casi todas) las respuestas.

Lo mejor, como he comentado, es la referencia a las muchas culturas -religiones, mitologías, etc.- que hace de manera más o menos directa y/o gratuita. Y lo hace a través de unos personajes entrañables, con una personalidad muy definida (y a menudo doble o triple). Personajes como los funerarios de Cairo, los rusos del ático de Chicago, el dios Araña o la señora Pascua no son meras alusiones, tienen su influencia en la trama. Es una delicia reconocerlos o molestarse en buscar -invocando a los nuevos dioses de Google- su correspondencia en el olimpo de turno. Tanto la satisfacción por reconocer al señor Ibis o a Low Key Lyesmith, como el aprendizaje de pequeños elementos de culturas antiguas, aportan un valor añadido a una historia ya de por sí interesantísima.

A diferencia de su spin off, American Gods tiene un final redondo, altamente satisfactorio. De esos que, aunque no es un libro especialmente breve, te dejan con ganas de más. Tiene tanto potencial que las secuelas como Los hijos de Anansi resultan muy probables, aunque parece que todo dependerá -creo que afortunadamente- de la inspiración de Gaiman, más que de las presiones comerciales de las editoriales. De momento lleva tiempo circulando el rumor de una serie basada en esta novela, producida nada menos que por HBO. Una noticia que sin duda hay que seguir y que no me disgusta en absoluto.


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Imagen: Derek Charm
http://www.superpunch.net/2011/10/art-inspired-by-neil-gaimans-american.html

sábado, 14 de junio de 2014

El funcionario Judas


Trabajar como funcionario tenía muchas ventajas, pero también muchos inconvenientes; una vida laboralmente tranquila y con completa estabilidad suponía un precio a pagar demasiado elevado. Las duras pruebas de oposición al puesto, que Judas Treulosziege había tenido que superar, eran prácticamente una propina miserable en la cuenta que le tenían preparada sus mefistotélicos empleadores.

La función principal del funcionario Judas, papeleos varios y obvios aparte, era la de conducir a las demás bestias de su comarca a la finalidad de su existencia, a su puesto exacto en la cadena (generalmente alimenticia) de aquella estructurada sociedad. Atraídos por el buen hacer y la dialéctica de Judas, los miembros de la Comunidad Ovina seguían sus pasos sin pensárselo dos veces, consolidando sin darse cuenta el cliché del borreguismo. En el proceso acudían a un edificio muy siniestro del cual, paradójicamente, Judas salía con una espléndida sonrisa en el rostro que animaba a sus congéneres a imitarlo. Cuando estos atravesaban el lugar no corrían la misma suerte, pues jamás lograban completar el itinerario de aquel guía tan simpático que les habían asignado. El recinto en cuestión era -como habrán deducido- un matadero, del cual salían unos alaridos de muerte y desesperación que atormentaban las entrañas del aparentemente apacible trabajador del Estado.

A pesar del sufrimiento infinito de Judas, aquel vil negocio seguía creciendo. Ya no eran sólo cabras y ovejas las víctimas de su forzosa traición; cerdos, patos, avestruces, e incluso algún caballo, eran convencidos para cruzar aquel auténtico corredor de la muerte. Judas no podía soportarlo más, el implacable mazo de la conciencia le aporreaba las sienes con más fuerza cada día que pasaba.

Ya había tenido suficiente. Disfrutaba de un sueldo respetable y de una vida cómoda y segura, pero el hecho de ser testigo día tras día de aquel sufrimiento ajeno superaba el umbral de su resistencia. Estaba completamente hundido, así que tomó una determinación, una decisión, con pocas probabilidades de éxito, que arriesgaría esa vida tan confortable pero que sin duda lo liberaría de aquella pasiva condena. Decidió que en su siguiente turno advertiría, disimuladamente o como pudiera, a sus próximas víctimas de hacia qué fatídico destino les estaba guiando.

Le tocó trabajar el jueves por la mañana; desde hacía dos semanas, el jueves era el día de recolección de matería prima para la fabricación de calzado, un sector en alza. El matadero se llenó de serpientes, caimanes y cocodrilos, todos distribuídos religiosamente en filas gracias a la promesa de una suculenta (pero falaz) recompensa. Judas fue asignado a la fila de los cocodrilos jurásicos, unos reptiles mastodónticos cuyos dientes afilados resultaban legendarios.

No podía, ni deseaba, echarse para atrás en su revolucionario plan, así que aprovechó un momento en que su supervisor alertaba a una boa constrictor de la fila de al lado sobre los efectos perjudiciales del tabaco para acercarse al líder de aquellos gigantescos cocodrilos y comunicarle lo que les iba a pasar si seguían sus instrucciones. Aquel macho alfa de tres metros, en aquel momento plantígrado además, lo comprendió inmediatamente y, para proteger su huida y la de su grupo, atacó al primer componente de su insospechado y recién creado grupo de enemigos que se interpuso en su camino.

Judas Treulosziege falleció dos horas más tarde, por graves heridas de garra de reptil en cuello, tórax y rabadilla. Los que lo vieron exhalar su último aliento comentaron que su rostro esbozaba una enigmática sonrisa. Pero lo que más importaba era que, por culpa de su torpeza, aquel día se fabricaron cuatro pares de zapatos menos.