sábado, 3 de mayo de 2014

El Día de los Batracios


Aquel martes de abril amaneció verde. Verde y extraño. La porción de cielo que se filtraba por las persianas permanecía azul, parcialmente emborronado por nubes grises, y las paredes de mi habitación seguían siendo del color indefinible de la suciedad. Pero había algo en el ambiente de un color más verde de lo habitual.

Los inquietos nubarrones se apresuraron en marchar, como si tuvieran otra misión que cumplir en algún lugar lejano, y el sol reconquistó monótonamente una vez más su trono. Antes de salir de casa y recibir directamente el fulgor de sus rayos, atendí distraídamente al noticiero mientras desayunaba: la peseta se revalorizaba de nuevo en relación al euro, las tropas neosoviéticas habían invadido Luxemburgo y un científico loco, el Dr. Von Mustard, había sido detenido por la Interpol por razones que el hastío y el zápping me impidieron conocer.

Casi olvidé las gafas de sol antes de pisar la calle. Suponían un atuendo imprescindible para aquel día radiante y absolutamente veraniego. Además, aparte de la protección contra los letales rayos solares, me permitían el aleve escrutinio del resto de transeúntes. En un primer momento pareció que la discreta opacidad de aquellos instrumentos oculares me jugaba una mala pasada; a través de aquellos cristales, los escasos rostros que podía contemplar a aquellas aún tempranas horas se grababan en mis retinas con una tonalidad verdosa realmente inquietante.

En la boca del metro, un chavalín -de apariencia también muy verde- ocupaba el lugar habitual del repartidor de periódicos gratuitos que, cada jornada laborable, a la entrega del diario nos deseaba los buenos días. Este muchacho, en cambio, repartía, también gratuitamente y a modo de promoción, un nuevo producto; un aperitivo de un llamativo envoltorio verde fosforito cuyo nombre me resultaba familiar, probablemente debido al acribillamiento mediático. Al tratarse de algo gratis, el pobre repartidor se vio fuertemente asediado. Los recolectores, una vez conseguido, devoraban aquel producto con avidez, como si de una sustancia nueva, adictiva -y quizá peligrosa- se tratase...

Por supuesto yo también obtuve mi correspondiente unidad, pero me la guardé con cautela en el bolsillo del pantalón; prácticamente acababa de desayunar tres tostadas de mermelada de albaricoque siberiano -los neosoviéticos dominaban por aquel entonces el mercado de productos de primera necesidad- y, sinceramente, las corrosivas reacciones de los flamantes consumidores que acababa de presenciar en la calle me dieron un poco de repelús.

En el trabajo pasé toda la mañana con aquel producto en el bolsillo. Sin embargo, a pesar de la incomodidad y de la mala imagen que me otorgaba un objeto de aquellas dimensiones a la altura de la entrepierna, apenas reparé en él debido a los acontecimientos que presencié durante las horas siguientes. Si nada más despertarme tuve una sinestésica sensación de "verde" alrededor, dicha sensación sin duda se acrecentó más tarde. Ya no sólo veía al resto de mis compañeros con la tonalidad de piel un poco más verdosa, sino que comenzaba a vislumbrar unos ojos saltones que no recordaba en la mayoría de ellos. Mi horror subió muchos enteros cuando, a la hora autoimpuesta del café y cuando tocaba la protocolaria tertulia política o futbolística, un par de colegas al abrir la boca para conversar exhibieron una lengua larga y delgada; y maldijeron al no disponer de moscas o libélulas en la máquina de vénding.

Media hora más tarde, casi todo el mundo en aquella oficina ya caminaba dando saltos y muchos hacían consultas o daban órdenes croando. El ambiente cada vez era de un color más verde, empezaba a ponerme muy nervioso. Debido a estos nervios, y a que el café, seguramente por aquel extraño comportamiento de mis acompañantes, no me había sentado demasiado bien, recordé el revolucionario aperitivo que llevaba en el bolsillo. Aparte de los nervios realmente tenía hambre y, sin pensarlo mucho, abrí el paquete y me lo zampé vorazmente, en menos de dos mordiscos. El sabor era tan exquisito que me hizo olvidar por un momento las extrañas vivencias experimentadas desde que empezó el día. Me sentó francamente bien, hasta el punto de que dejé de ver a mis compañeros comportarse de una forma inusual. Todo lo que hacían, saltar, croar, cazar moscas con la lengua, me parecía ya de lo más natural.

Aliviado e inusitadamente relajado, me repantigué en mi silla y examiné desinteresadamente el envoltorio de aquel milagroso aperitivo. Cumpliendo los pronósticos no entendí demasiado bien los ingredientes, pero fui incapaz de reprimir un salto casi olímpico cuando croé, con la voz más grave que había salido nunca de mis cuerdas vocales, al leer el nombre del polémico y enigmático Dr. Von Mustard.