viernes, 28 de abril de 2017

Las consecuencias de alimentar a parásitos insaciables


Dos años después de jubilarse, había encontrado un nuevo y adictivo pasatiempo; nuevo para él, pues hasta aquel momento nunca se le había pasado por la cabeza dedicar un instante a semejante actividad, pero en absoluto para la sociedad, ni siquiera para su extremadamente tranquilo vecindario. Y adictivo, porque podía pasar horas enteras practicándolo sin apenas darse cuenta del transcurso de las mismas. Se acostaba por las noches deseando que llegara la mañana del día siguiente para proseguir; había llegado a un punto en que arrojar migas de pan a las palomas del parque constituía la única razón de su existencia.

De joven le costaba entender el ocio de aquellos viejos con tiempo libre infinito, consistente en alimentar a unos parásitos que lo único que hacían era defecar, procrear y picotear cualquier partícula pseudocomestible que rondara por el asfalto. Sin embargo, una tarde que estaba aburrido como una ostra viuda encontró en el suelo, junto a una papelera del parque, un pequeño bizcocho levemente mordisqueado y observado por una paloma de aspecto famélico. Casi por inercia, como el "señor" que les devuelve la pelota extraviada a los niños que juegan en el patio del colegio, agarró el bizcocho, pellizcó unas migajas y se las lanzó a la paloma. La satisfacción inicial por aquella acción no fue muy alta, pero sí lo suficiente como para que le entraran ganas de repetirla. Contra todo pronóstico aquello le resultaba divertido.

Semanas más tarde se convirtió en cliente preferencial de la panadería. Y todo el pan que compraba lo dedicaba a alimentar a sus flamantes amistades. Tal era la obsesión por su nuevo hobby que prácticamente se olvidaba él mismo de comer. Acudía al parque con tres kilos de pan -y algún croissant que otro para su clientela más golosa- dispuesto a repartirlo entre la población columbina del lugar. Su preocupación por que cada una de las aves que habitaban el recinto recibiera idéntica ración rozaba el paroxismo. A pesar de ser legión y casi idénticas, comenzaba a reconocerlas e incluso se atrevió a ponerles nombre a muchas de ellas. Las llamaba, las adulaba, les dedicaba tiernas palabras, pero las palomas iban a lo suyo, a comer las migas de aquel pan recién hecho y a decorar las distintas superfícies del parque y de toda la ciudad con sus gentiles excrementos. Él se había acostumbrado a su compañía y ellas, más por el interés de su aparato digestivo que por otra cosa, a la de él.

A veces la voracidad de las mimadas palomas le jugaba una mala pasada y recibía picotazos en las manos antes de que le diera tiempo de separar los proyectiles en forma de miga de pan. Lejos de molestarle, le impulsaba a realizar su labor con mayor diligencia, pensando erróneamente que el hambre de sus presuntas amigas cada vez era mayor. En una ocasión llegaron a arrancarle por completo la uña del dedo índice; el inmenso dolor fue rápidamente sustituido por el asombro -y el pavor- al contemplar la vehemencia con la que bebían del minúsculo charco de sangre producto de su reciente y pequeña mutilación.

No obstante, este insólito comportamiento no le desmotivó. Sentía que las palomas lo necesitaban -y era cierto-, pero realmente era él quien las necesitaba a ellas. No le importaban los picotazos cada vez más frecuentes con los que le recompensaban por su prolongado altruismo. Al contrario, se esforzaba por cuidarlas más, convencido de que la hostilidad se debía a que no las estaba alimentando convenientemente. Mientras, ellas ya no se conformaban con las manos; los brazos, el cuello y la cara se convirtieron también en objetivos. Un día en que no pudo comprar croissants y tuvo que sustituirlos por magdalenas, las palomas más golosas se aliaron y se concentraron en arrancarle la carne del antebrazo izquierdo, dejándole parte del radio al descubierto. No fue un ataque gratuito; realmente querían probar aquella carne humana y reseca.

Con tan opípara alimentación durante tanto tiempo, las palomas eran cada vez más grandes y fuertes, detalle que él obviaba pues sólo se fijaba en la agresividad que mostraban, sin duda motivada por un hambre atroz. Pudo ver con su ojo derecho cómo le arracaban el ojo izquierdo y lo devoraban entre tres en apenas dos segundos. La ropa tampoco suponía ningún tipo de protección, pues cada noche volvía a su casa con ella hecha jirones, así que el abdomen, las piernas y los genitales también se convirtieron en víctimas de aquellos picos implacables. Cada vez había menos carne en aquel cuerpo, entre la escasa alimentación y los bistecs que le seccionaban los colúmbidos. Cuando le arrancaron la nariz de cuajo comenzó a darse cuenta por fin de que no era el pan calentito que les traía puntualmente cada mañana lo que degustaban con mayor placer. Ni siquiera los croissants. Pero era demasiado tarde y no pudo escapar, principalmente porque ya no le quedaban dedos en los pies. Perdió el equilibrio y cayó al suelo, quedando a merced de una bandada de aves caníbales que por mucho pan y víscera humana que hubieran comido, seguían insaciables y agradecieron la generosidad de su benefactor dejándole literalmente en los huesos.


sábado, 8 de abril de 2017

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