lunes, 31 de diciembre de 2018

Bandersnatch



Hasta la fecha, todo lo que nos ha ofrecido la serie 'Black Mirror' me ha dejado satisfecho; eso con el riesgo que conlleva de no alcanzar las enormes expectativas que va generando temporada tras temporada. Cierto es que hay capítulos mejores que otros, y los últimos, los de la cuarta temporada, acusaron cierto desgaste en su capacidad de sorpresa e innovación. Por eso tal vez los creadores han decidido seguir innovando, aportando elementos hasta ahora nunca vistos a nivel de público de masas.

A estas alturas sabemos todos lo que es Bandersnatch; una película interactiva, donde los acontecimientos se suceden en función de las decisiones del espectador en momentos puntuales. No es una forma nueva de contar una historia, y el propio contenido de la película hace referencia constantemente a ello, puesto que ya lo hemos visto en novelas o videojuegos. Pero en televisión, por cuestiones creativas o tecnológicas, probablemente sea la primera vez, a este nivel.

Como experimento es muy interesante y aplaudo la iniciativa, sin duda. Pero como experiencia no me ha resultado todo lo gratificante que me hubiera gustado. Esto se debe a su propia concepción, de híbrido entre una película y un videojuego. Me encanta ver series y películas, pero como una actividad pasiva, permitiendo que el autor me cuente su historia al completo y sin tener la sensación de que me dejo algo por descubrir. Que se puede llegar a consumir todo el material "rebobinando" y regresando a un nodo de decisión anterior? Por supuesto, pero eso me resulta caótico. También te obliga a volver a visionar pasajes ya visitados, con el tedio que supone. Tampoco los videojuegos creados como película interactiva me interesan en absoluto. Estar viendo una historia relajado, como mero espectador, pero continua y paradójicamente alerta por los momentos donde pueda aparecer un nodo de decisión, con el mando de la consola en la mano sin utilizar, no es divertido. O juegas, de manera totalmente activa, o ves una película, de manera pasiva.

A pesar de mis fobias, considero que Bandersnatch es un grandísimo producto. Especialmente brillante es la conexión entre el contenido y el continente. Porque el contenido, la historia del joven programador Stefan Butler, se fusiona de manera magistral con el juego interactivo con el espectador. Stefan está programando un videojuego basado en la toma de decisiones, inspirado a su vez en una novela del estilo Elige tu propia aventura. Y nosotros, como un ente superior, tomamos ciertas decisiones por él. Esta integración entre contenido y continente, entre historia y formato, es tan perfecta que mitiga parcialmente el poco atractivo que me produce semejante formato.

La reflexión sobre el libre albedrío, sobre los infinitos y potenciales universos paralelos a expensas de nuestras decisiones, sobre quién toma realmente las decisiones, sobre si somos personajes de un videojuego o no, está a la altura de los mejores capítulos de Black Mirror, y eso son palabras mayores.

Además, cómo no me va a gustar Bandersnatch, si el juego homónimo lo está programando en mi querido ZX Spectrum 48K!


lunes, 13 de agosto de 2018

El Señor del Tiempo

I.

Lidio Piscolabis solamente fue consciente unas pocas horas antes del Cataclismo de la huella que los rayos ultravioleta procedentes del Sol le habían dejado grabada en la muñeca de su brazo izquierdo. Su absurda manía de conservar, y utilizar, el extraño artilugio encontrado hacía unos años en el baúl de su abuelo Diógenes había sido la causa de esa desagradable distorsión estética. El artilugio en cuestión era un mecanismo portátil y circular que permitía calcular el paso del tiempo y conocer, en todo momento, la hora del día en que se encontraba su propietario. Naturalmente aquél era un artefacto obsoleto, y de cuya ciencia y funcionamiento nadie recordaba nada pues se había perdido cualquier resquicio de documentación de fabricación; algo totalmente lógico dado el avance tecnológico que se disfrutaba en la época. Eran objetos objetivamente útiles, porque funcionaban y daban una respuesta correcta a sus requerimientos, pero completamente subyugados por la nueva tecnología.

En la Era de la Tecnología Sideral, literalmente todo el mundo, todos los habitantes de la Tierra, podían conocer la hora exacta -conocida precisamente como Hora Sideral-, de cualquier huso horario, de manera instantánea y con una precisión de microsegundos gracias a Internet-LXXVII. La conexión a la red de redes era universal y gracias a ella funcionaban prácticamente la mayoría de resortes y aparatos de la vida cotidiana de la Civilización. La interconexión (que no interacción) entre usuarios era uno de los tres pilares básicos de la supervivencia humana, junto al agua y la sobrasada. La impuntualidad había pasado a ser un mero mal recuerdo del pasado.

Pese a su futilidad Lidio era feliz con su viejo cachivache. Sin él podía conocer en todo momento la hora, como todo el mundo, pero por algún extraño fetichismo le gustaba contemplar en su muñeca aquel circulito con números alrededor que representaban las arbitrarias veinticuatro unidades temporales en las que alguien había decidido que se dividiera el día. Le resultaba relajante el movimiento rítmico y coordinado de esas dos agujas, una más corta y lenta para las lánguidas horas y otra más larga y dinámica que aguantaba el ritmo de los inquietos minutos. Resultaba una experiencia entre mágica y vintage.

Algunas leyendas modernas citaban artilugios similares de mayores dimensiones, que acostumbraban a colgarse de una pared. Pero por lo que se había averiguado no quedaba ninguno que conservara sus dos agujas con la suficiente disciplina como para expresar la hora del momento de manera exacta.

El suyo era un modelo de pulsera y su sincronización con la Hora Sideral estaba más que contrastada. Pero aquel día, unas pocas horas antes del fenómeno conocido como Cataclismo, Lidio se sintió avergonzado por su culpa. La huella que la irradiación solar había forjado en su muñeca le hizo darse cuenta de que él era el único que utilizaba aquel, en aquellos tiempos inútil, ornamento. Porque realmente era lo que era, un elemento esencialmente decorativo, dado que su utilidad se había reducido al mínimo -en el sentido cuántico- en el entorno tecnológico con el que convivía. Lo peor de todo era que la posible mejoría estética que podría otorgarle el aparato había pasado a ser un estigma denigrante cuando se lo quitaba. Nadie más, posiblemente en toda la superficie del planeta, lucía en su muñeca una marca semejante. Porque todos podían conocer la hora exacta simplemente parpadeando. Hasta el día del Cataclismo.

Los historiadores recuerdan el Cataclismo como el fenómeno que tuvo lugar el 30 de Octubre de 2077, tras el cual Internet-LXXVII, la red de redes, se colapsó en todo el mundo. Aunque se desconocen de manera fehaciente los orígenes del mayor desastre tecnológico de la Historia de la Humanidad, la teoría más difundida sugiere que fue ocasionado por una zarigüeya que royó el cable principal que comunicaba los servidores de la Universidad de Stonfard, California con el mundo exterior. Prácticamente todas las averías fueron reparadas en cuestión de minutos -u horas, nadie lo pudo cronometrar-, pero los temporizadores que determinaban la Hora Sideral jamás fueron restablecidos.

En los instantes iniciales, Lidio Piscolabis apenas se apercibió del terrible acontecimiento a escala mundial que acababa de producirse. La humillación de la huella en su muñeca le había obligado a volver a colocarse el ornamento sobre ella, con el fin de ocultar aquel estigma atroz; como efecto colateral, eso le permitía conocer la hora sin necesidad de estar conectado a la red. Entonces le sucedió algo por primera vez en su vida: una ancianita, de unos 133 años, 4 meses y 8 días, así, a ojo, le preguntó qué hora era. Absolutamente estupefacto, y condicionado por el desagradable suceso reciente con el ornamento de su muñeca, Lidio acudió a dicho aparato y le concedió a la viejecita la información requerida. Nueve minutos, dieciocho segundos más tarde, un corpulento veinteañero, que Lidio reconoció como uno de los principales artífices de la chanza colectiva en que sus vecinos habían convertido el punto de unión entre su mano y su antebrazo, le realizó idéntica consulta. Hasta tres personas más, que reconocieron el artilugio otrora motivo de mofa, le preguntaron la hora mientras enfilaba el camino a su casa.

II.

Asombrado, un poco asustado y buscando una distracción, Lidio Piscolabis encendió el televisor. A aquella hora debía comenzar su programa favorito, El Tiempo es Orégano, un concurso con un formato nada revolucionario donde los participantes debían responder el máximo número de preguntas de cultura general en un tiempo limitado. Inicialmente le extrañó que el programa comenzara un minuto, seis segundos más tarde de lo habitual, pero lo que acabó por desconcertarle fue que la duración de las pruebas, fijada cada una en unos rigurosísimos noventa segundos, se convirtió en algo totalmente aleatorio. Especialmente grave era el hecho de que los responsables de producción, que se jactaban del mastodóntico presupuesto que manejaban, fueran incapaces de justificar aquel imperdonable desajuste.

Por temor a sufrir algún tipo de acoso, al día siguiente, domingo, Lidio permaneció en el cobijo de su hogar. No podía salir al exterior, pues tanto si llevaba su antiguamente incomprendido artilugio como si no, la marca en su muñeca delataría su codiciada posesión(1). Podía recurrir a la manga larga y vestir como le obligaban en la oficina, pero el calor aquel día era acuciante y cubrir los brazos no suponía lo más apetecible. Tampoco le esperaba ninguna cita importante en el mundo exterior, así que se entretuvo -no sin inconfesable regocijo- con los despropósitos horarios de una desquiciada parrilla televisiva.

Al día siguiente acudió al trabajo ataviado con su chaqueta favorita, una americana de la célebre fibra sintética de Marte, adquirida en un mercadillo a buen precio. Pasó bastante desapercibido y sin sobresaltos hasta que llegó al edificio de oficinas donde trabajaba, cuyas puertas se encontraban inusualmente cerradas. Con extremo disimulo consultó su ahora inseparable artilugio; sin duda era la hora de siempre pero parecía que había llegado antes de tiempo, teoría que desmintió la presencia de varios de sus compañeros, algunos de los cuales aseguraban llevar horas allí esperando. Todos ellos mostraban un aspecto demacrado, insomne, como si estuvieran inmersos en un jet lag perpetuo.

Fue en el momento en que Lidio se remangó de nuevo la chaqueta para corroborar que la hora era la correcta cuando apareció su supervisor, el señor Brewster, y le pilló con las manos en la masa. O en la manga. Su informal interrogatorio fue breve pero suficiente para comprender la extrema importancia de la bagatela con la que su subordinado Piscolabis cubría su muñeca; se trataba nada menos que de la única fuente fiable del paso del tiempo que quedaba en el planeta Tierra. Quien poseyera aquel objeto, tendría el control absoluto de la cuarta dimensión...

El señor Brewster, con sus ojos flotando sobre dos balsas de ojeras, de manera sospechosamente generosa se hizo cargo de la situación. Se puso en contacto con el bedel para que abriera ipso facto las puertas del edificio e informó al resto de compañeros que, a partir de entonces, lo que determinaría el horario de entrada y salida sería aquel círculo con números de Piscolabis. Tal era el caos aquellos días que la insólita y exclusiva puntualidad de aquella empresa le hizo aumentar exponencialmente su eficiencia, cobrar una enorme popularidad y, al cabo de tan sólo una semana -y ocho horas y cuatro minutos-, convertirse en líder mundial del sector. Tanto Lidio -ascendido a un puesto en el que su única tarea consistía en comunicar lo que decía la tímida pero resolutiva esfera de su brazo- como Brewster se convirtieron en multimillonarios en cuestión de días. Las ojeras de éste último desaparecieron, no así su avaricia.

Las lascivas miradas hacia su -ahora- preciada posesión de todos los que le rodeaban habían erigido una muralla de desconfianza en la personalidad de Lidio. Por todas esas innumerables presiones tomó una decisión: registrar la patente sobre la información que daba su artilugio. A partir de ese momento, él sería el único propietario legal de la hora exacta en el mundo.

III.

Además de las suculentas ventajas financieras, tener el control absoluto de la hora le otorgaba otros privilegios. Por ejemplo, tenía la capacidad de parar o avanzar el tiempo a su conveniencia, puesto que la hora mundial era impuesta por aquellas dos insignificantes manecillas dispuestas al alcance de su mano, las cuales podía manipular -siempre con moderación y discreción- para llegar puntual a una cita, o acortar un evento tedioso o alargar uno entretenido. Él sí que tenía, de verdad... el tiempo en sus manos.

Las amenazas, en el más amplio sentido de la palabra, sobre Lidio se incrementaron. La economía mundial dependía en gran medida de las veleidades del muchacho y los magnates que estaban viendo tambalear sus fortunas decidieron actuar. Contrataron a los más eminentes ingenieros para que diseñaran algún aparato que pudiera realizar idénticas funciones que el del tal Piscolabis. No tardaron en reproducir cientos de inventos, de diversos tamaños y colores, que funcionaban con la misma eficiencia. Pero a todos ellos les faltaba algo: la hora homologada. Y esto sólo lo podían conseguir a través de contratos leoninos con Piscolabis, el cual exprimía las cuentas bancarias de los empresarios a un nivel que descartaba cualquier posible rentabilidad de aquellos nuevos contadores de tiempo.

El planeta giraba a la velocidad que marcaba Lidio Piscolabis. Como dulce venganza, obligaba a las corporaciones que pagaban sustanciosos royalties por utilizar su hora a incluir un sello en sus documentos con el logotipo de su flamante megacorporación, la mayor multinacional jamás concebida: un círculo similar a la huella que los rayos del Sol le habían grabado en la muñeca. Todo se movía según marcaban aquellas dos agujas de diferente longitud pero coordinadas a la perfección. Aguja Corta no daba un paso hasta que Aguja Larga hubiera completado el consensuado periplo de sesenta minutos. Hasta que, tras varios años de cronodictadura de Lidio Piscolabis, Aguja Corta se despistó...

Probablemente las baterías se agotaron; o se deterioró por la humedad, por el calor, o por -irónicamente- el paso del tiempo; o tal vez fue provocado por el boicot electromagnético de alguno de sus infinitos enemigos. Aguja Corta no lograba interpretar el número de vueltas que daba Aguja Larga y tardaba en reaccionar. A primera vista parecía que Aguja Larga tardaba más de lo habitual en dar cada una de sus vueltas, pero eso era imposible de verificar pues precisamente era ella la que marcaba el paso de los minutos, el transcurrir del tiempo. Entonces las más terribles sospechas se confirmaron: Aguja Larga se detuvo por completo. Aguja Corta, desconcertada, también se sumió en el más inexpresivo de los letargos.

Y así fue, años después del Cataclismo, como el tiempo se paró. El pasado se fundió con el futuro, los viajes temporales se hicieron posibles por primera vez e inevitables, el plano de la realidad se dobló por la mitad para que un agujero de gusano lo atravesara.

Entre corrientes de aire inexistentes, máquinas paradas, humanos congelados, todo un ecosistema detenido como en un fotograma, una zarigüeya anciana y moribunda agonizaba recordando el desagradable sabor a azufre de aquellos cables que mordisqueó, una vez, hacía muchos años, en la Universidad de StonfardCalifornia.

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(1) Es menester recordar que en la segunda mitad del siglo XXI, debido al cambio climático, el verano era permanente. Por eso durante todo el año se acostumbraba a tomar el sol y llevar ropa de manga corta.

viernes, 6 de julio de 2018

Cómo nos las apañamos después de la bomba


Los que disfrutamos consumiendo ficción ambientada en el futuro tenemos una idea más o menos propia de cómo será ese futuro, en forma de cínico eufemismo de cómo nos gustaría que fuese. Al no estar condicionado por el incontestable testimonio -interpretable pero indudablemente determinante para nuestro presente- de la Historia, los escenarios son prácticamente ilimitados. Y uno de los que tienen más "éxito" es el futuro post-nuclear; el resultante de la caída de la bomba atómica, arma principal de la Tercera Guerra Mundial.

La novela Dr. Bloodmoney, o cómo nos las apañamos después de la bomba, de Philip K. Dick, no tiene otro objeto que la descripción, con algún oportuno prefacio, de una de estas sociedades producto de la devastación atómica. Un escrutinio no excesivamente minucioso pero sí lo suficientemente detallado como para que las consecuencias de la caída de la bomba en la naturaleza, la economía, la industria y, sobre todo, en la psicología humana, tengan un admirable nivel de verosimilitud.

Estamos ante una novela coral, como otras obras de Dick, aunque tal vez en este caso este aspecto sea más acentuado. Y esto hace que no exista una única línea argumental, o un único protagonista que constituya la pauta sobre la que se defina el viaje del héroe de toda historia. A grandes rasgos podríamos citar a tres personajes principales, más por su trascendencia que por una cuota de presencia no superior a la del resto del elenco. Por un lado tenemos al Doctor Dinero de Sangre, el Dr. Bloodmoney que da nombre al libro y cuyo apellido real es el resultado de su germanizaciónBluthgeld. Sin duda es el personaje esencial durante los primeros capítulos, donde vemos a una sociedad americana traumatizada por el fracaso de unos experimentos atómicos en un pasado reciente, de los que Bruno Bluthgeld es el único responsable, pero ajena a lo que va a suceder en la elipsis literaria que nos conduce a los capítulos siguientes; el acontecimiento conocido como la Emergencia, que acaba con gran parte de la vida en el planeta y convierte a los supervivientes o bien en mutantes (prácticamente toda la fauna) o en absolutos desgraciados.

Después está Stuart McConchie -la facilidad de Dick para inventar nombres tan mundanos como carismáticos no deja de resultar asombrosa-, un comercial de raza negra -este último rasgo no trivial y sujeto a la polémica de quien tenga ganas de ella- que parecía ser el protagonista en las primeras páginas pero que no es tal y que consigue que, tras varias apariciones y desapariciones, el lector mantenga cierta empatía con él. Es lo que tiene solidarizarse con quien el hambre obliga a comer una rata. Una rata cruda. Una rata cruda y viva.

La tercera parte del triunvirato aporta de manera más flagrante el componente de ciencia-ficción que nos empujó a leer esta novela. Hoppy Harrington -de nuevo, nombre maravilloso- es un focomelo, denominación a medio camino entre la ciencia y el escarnio de cierto tipo de mutante resultado del experimento fallido de Bluthgeld cuya principal característica es la ausencia de extremidades. No sabemos si esta importante tara física es la causa de unos poderes innatos y muy prometedores, pero poco importa. Hoppy tiene poderes telequinéticos, puede reparar cualquier cosa, predecir el futuro... y hacer imitaciones.

La historia está enfocada en la radical evolución de estos tres personajes, muy diferentes entre sí pero cuya convergencia acaba siendo natural y muy interesante. Todo esto a pesar del contexto, donde puede dar la impresión de que el panorama que dejaría una bomba atómica a finales del siglo XX sería demasiado desolado y aburrido. Por eso, la banda sonora que aporta otra de las piezas imprescindibles de este puzzle, Walt Dangerfield, ameniza tanto al lector (no ya por la música citada, obviamente inaudible para el lector, sino por su mera presencia) como a los desesperados supervivientes en toda la superficie del globo. Se trata de un astronauta que, justo en el momento de la mencionada Emergencia, embarca en un cohete rumbo a Marte junto a su mujer con la peregrina misión de establecer una colonia. Su mujer fallece y él queda orbitando alrededor de la Tierra con el único medio de comunicación a distancia en todo el planeta y una colección inagotable de discos. La desesperación en la superficie es tal que prácticamente las transmisiones de Dangerfield constituyen el máximo aliciente en las miserables vidas de los humanos.

No queremos olvidarnos de otro ingrediente imprescindible en este cóctel lleno de mutantes y fenómenos paranormales: Bill Keller, el hermano ¿siamés? de Edie Keller, hija ¿consecuencia de una relación de adulterio? de Bonnie Keller, el personaje femenino más importante de la historia. Bonnie es una mujer realizada, con iniciativa y talento, un marido en buena posición -George, que acabará siendo el director de la escuela en West Marin, uno de los asentamientos supervivientes a la Emergencia- y amiga del infame doctor Bluthgeld. Sin embargo, su infelicidad inconfesada, antes y después del fatídico evento, la empuja a cometer justificadas infidelidades, una de las cuales desemboca en la concepción de la pobre Edie. Ésta nace con un hermano gemelo, al que nadie conoce porque se encuentra literalmente dentro de ella y porque ella es la única capaz de comunicarse con él. Sólo el doctor Stockstill, antiguo psiquiatra, llega a comprender la situación y a advertir que si Bill sale del cuerpo de Edie supondría su final. Lo que el ex-psiquiatra no sabe es que Bill tiene la capacidad de intercambiarse con otros cuerpos, ya sea el de una lombriz o el de un focomelo... Esta trama alternativa quizá no esté suficientemente explotada, pero en la actual crisis creativa en cine y televisión tendría un potencial enorme.

En esta novela, Philip K. Dick parece disculparse por proponernos un planteamiento donde, tras el cataclismo nuclear, la sociedad será más mezquina y traicionera que nunca, con un sistema de justicia prehistórico y una civilización pendiente de un hilo. De lo único que se le puede acusar es de ser demasiado optimista pues, para nuestra desgracia (o no, dado su talento para inventar mundos futuros no lejanos pero mejores que éste), esa sociedad sería sensiblemente mejor que la que seguro nos aguarda.

sábado, 5 de mayo de 2018

sábado, 7 de abril de 2018

Conversaciones con un troll en el fondo de un pozo


Cuando la señorita Bubblemint despertó, únicamente vio una cosa: oscuridad. Al frente, a su derecha, a su izquierda. Sólo al girar el cuello noventa grados hacia arriba contempló un círculo de luz y entonces fue consciente de su situación. Aquellos campesinos analfabetos la habían arrojado al fondo de un pozo.

A aquel pozo se le podía calificar como seco obviando los cinco centímetros de barro que cubrían el fondo donde en aquellos momentos reposaban las posaderas de la señorita Bubblemint. Con un metro y medio de diámetro, tampoco parecía demasiado profundo, pero las paredes eran lo suficientemente resbaladizas como para descartar por completo la escalada. Mientras sus pensamientos alternaban entre lo injusta de su presencia allí y algún método rocambolesco para salir, comprobó que no era la única inquilina de aquel inhóspito lugar.

Ya le había parecido que el espacio en aquel fondo era considerablemente más estrecho del que se presumía en la superficie, pero fue cuando la luz de la luna asomó por el orificio cuando descubrió al troll más feo que había visto en su vida. No era de extrañar que inicialmente lo confundiera con sedimentos acumulados durante siglos en aquella sima. Cuando aquella criatura abrió los ojos, dos zafiros reflejaron la luz del exterior e iluminaron la estancia con una paradójicamente hermosa tonalidad azulada.

- Me... me llamo Cilindrus -pronunció tímidamente el troll cuando se percató de la expresión horrorizada de la señorita Bubblemint-. No dengas miedo, no dengo hambre. Además, sólo como gnomos y no dienes aspecdo de gnomo. Disculpa que hable en voz dan baja pero, por un lado, no veo necesario gridar y, por odro lado, si hablo con mi dono habidual provocaría más de un desprendimiendo. Lo cual, dadas las circunsdancias, no sería algo deseable.

- Soy Wilma. Wilma Bubblemint. -La insólita amabilidad de Cilindrus la había tranquilizado. Y el hecho de no tener nariz irracionalmente le hacía parecer un poco más inofensivo.

- Qué de ha pasado? -preguntó Cilindrus- No predendo ser indiscredo pero... cómo has acabado en esde pozo seco y maloliende?

- No recuerdo exactamente cómo he llegado aquí. Lo último que recuerdo es la imagen de unos campesinos enloquecidos, yendo a por mí, acusándome de haber matado algunos bueyes -lo desesperada de su situación le hizo no importarle explicar su desgracia a un desconocido de granito-. Lo cual, obviamente, es rotundamente falso. Soy incapaz de hacer daño ni a una libélula escarlata.

- Es evidende considerando du anadomía -comentó jocoso el troll, intentando desdramatizar el relato-. Y en qué se basan para acusarde precisamende a di de semejande fechoría?

- No te lo vas a creer -por fin una minúscula sonrisa asomó en el rostro de la señorita Bubblemint-. Estaba solamente de paso en el pueblo y probablemente desperté algún tipo de envidia pues fui acusada por el Gremio de Madrastras y Marujas de... brujería.

- Dienes razón, no me lo voy a creer -los zafiros de Cilindrus se iluminaron fugazmente-. No he conocido a muchas brujas en mis dresciendos años de vida pero aposdaría mi muslo derecho, que es de mármol de Carrara, que dienen una apariencia dodalmende opuesda a la duya.

- Por lo visto no tenían suficiente con el indisimulado desprecio y algún que otro insulto. Aprovecharon la inexplicable muerte por aplastamiento de cráneo de varias reses para declararme culpable de ellas y condenarme sin juicio alguno. El castigo, acabo de comprobar, termina en el cadalso de este pozo. Sin duda están alienados... cómo podría alguien como yo machacar la cabeza de bueyes de una tonelada?

- Por supuesdo, no hay más que verde -los ojos del troll se volvieron a iluminar-. Es una dremenda injusdicia. Esde lugar dan siniesdro es para seres deformes como yo, y no para criaduras dan dulces y delicadas como .

- Eres muy amable, Cilindrus. Y tú, también estás cumpliendo una condena aquí abajo?

- Oh, lo mío no es una condena. Conozco muy bien el fanadismo de los habidandes de ese pueblo, por eso no me exdraña lo que de ha sucedido y por eso dampoco se me ocurriría inderacduar con nadie de allí. Simplemende me caí, jugando, yendo a buscar un boomerang que me había lanzado mi primo Prismus desde Remolacha Amarga.

- Remolacha Amarga? Esa region debe de estar a seis ó siete leguas!

- Más o menos. Ésa es la fuerza que denemos los drolls remolachamarguianos al lanzar el boomerang. Por esa razón es aldamende improbable que mi primo o mi familia me encuendren. -los zafiros del troll parecieron humedecerse.

- Lo siento mucho -la señorita Bubblemint sintió auténtica lástima por aquel ser tan amable y tan feo-. Si pudiera ayudarte de alguna manera...

- Como habrás imaginado, llevo meses indendando salir de aquí sin éxido. He sobrevivido gracias a un par de ladas de gnomos en conserva que llevaba en el bolsillo y casi había perdido la esperanza. Hasda que aparecisde dú.

- Claro, Cilindrus. Entre los dos conseguiremos salir de aquí! -la euforia de la señorita Bubblemint se debía más a una voluntad de animar al desgraciado troll que a una esperanza real.

El troll esbozó lo más parecido a una sonrisa.

- Esdoy seguro. Pero andes debo informarde de una cosa, que seguramende ya sabrás. Faldan pocas horas para el amanecer y, en ese momendo, como buen droll, me converdiré en piedra. La única compañía que dendrás hasda que anochezca de nuevo serán los kilos de barro que rebozan nuesdros draseros y una roca inerde sin nariz.

- De acuerdo. Mientras estés "durmiendo" intentaré pensar en un plan para escapar, no te preocupes. -Y guiñó un ojo a su nuevo amigo y compañero de fuga.

Mientras charlaban de temas más triviales, los zafiros de Cilindrus poco a poco se iban apagando. La luna dejaba de iluminar el lecho del pozo y daba paso a un cielo cada vez más claro. Cilindrus, encantado con su nueva amiga, no le quitaba zafiro de encima... hasta que por fin la luz del día asomó por la boca del pozo. Todo el cariño que el troll había acumulado hacia la señorita Bubblemint en las últimas horas se resquebrajó cuando gracias al primer rayo de sol descubrió una diminuta verruga en su perfecta nariz.

No pudo reaccionar, en seguida se convirtió en una horrible estatua de piedra. Segundos más tarde, la señorita Bubblemint no tardó en invocar el Hechizo del Martillo Demoníaco, que hizo aparecer un poderoso martillo capaz de hacer añicos tanto un troll convertido en piedra como el cráneo de un buey. Y así fue cómo, gracias a una montaña de gravilla producto de un troll triturado y en posesión de dos excelentes zafiros por los que conseguiría un buen pellizco, la señorita Bubblemint consiguió escapar de aquel pozo seco y maloliende.


sábado, 24 de febrero de 2018

Carbono Alterado


Cada nuevo título de ciencia-ficción, ya sea novela, película o serie, es siempre bienvenido. Aunque los recibimos con idéntica amplitud de brazos que las space operas, los viajes en el tiempo, los superhéroes o los estrafalarios inventos de un mad doctor, los futuros distópicos siempre generan un interés especial. En parte porque recogen prácticamente la totalidad de elementos que definen el género, al menos en potencia, y porque poseen un componente ilimitadamente flexible de análisis sociológico.

Un futuro distópico es el contexto donde transcurre la serie Altered Carbon, uno de los estrenos recientes más importantes de la plataforma Netflix. Basada en la novela homónima de Richard K. Morgan (ganadora del premio Philip K. Dick en 2003), se sitúa unos cuatro siglos de un futuro donde los avances tecnológicos han permitido al ser humano aproximarse a su ancestral anhelo de inmortalidad.

Porque en este futuro, los humanos están compuestos básicamente de dos partes: la pila, un dispositivo que permite conservar y transferir la información genética, la personalidad, la memoria -en definitiva, lo que algunos osados definirían en un conato de reduccionismo y en una palabra: alma- de un individuo; y la funda, la carcasa clónica e intercambiable que hace posible el contacto con el mundo exterior, la experiencia más cercana a la vida tal como la conocemos.

A pesar de que cuenta con más elementos característicos de la ciencia-ficción -mundos colonizados, inteligencia artificial-, sin duda el descubrimiento del DH es el que vertebra la trama principal y los giros argumentales. También da muchísimo juego a nivel narrativo; el hecho de que una misma personalidad pueda tener cualquier apariencia genera confusión y recelo tanto a los personajes como al espectador. Además, potencia algo siempre presente en las distopías: la diferencia entre clases sociales. Los más desfavorecidos sólo pueden aspirar a mantener su pila y, con suerte, implantarla en alguna funda accesible recién sacada del desguace; lo de elegir género o rango de edad es algo inconcebible para sus bolsillos. En cambio, los ricos pueden disponer de un ejército de clones impolutos en el armario, preparados para convertirse en el armazón de su díscola consciencia cada vez que deciden convertir su vida en un videojuego. O bien elegir entre un extenso catálogo de humanoides perfectos. No es de extrañar que, por la longevidad consecuencia de esta enorme ventaja, se les conozca como Mats, apócope de Matusalens. Precisamente la religión, algo crucial en muchas otras historias distópicas clásicas, se trata muy de soslayo, teniendo en cuenta la importancia de la dicotomía cuerpo-alma (o funda-pila) tan presente en esta esta historia.

Desconozco si la novela explota el enorme potencial de este planteamiento, pero lamentablemente la serie se queda a medio camino. Sin ir más lejos, la trama detectivesca, que se antojaba como la principal, no tiene la fuerza suficiente. A grandes rasgos y sin pretensión de crear spoilers, esta trama principal nos cuenta la historia de Takeshi Kovacs (interpretado por el neo Robocop Joel Kinnaman), un ex-revolucionario que es resucitado por el muchimillonario Laurens Bancroft (el perenne Marco Antonio James Purefoy) para investigar una presunta conspiración que desemboca en su propia muerte. O la muerte de su funda número x. Muchos estímulos iniciales que se van desmigajando por culpa de una dispersión producto de querer mezclar (que no sumar) demasiadas cosas.

Otro de los lastres de esta serie es el poco carisma de los personajes. No llegas a empatizar con ninguno al nivel mínimo requerido, ni con los protagonistas ni con los antagonistas. El elenco, salvo los dos mencionados, apenas son conocidos, pero aunque la mayoría están muy correctos hay un evidente problema de miscasting. Una historia sin personajes pierde mucho como historia. Ésta los tiene, pero son demasiado planos. Quizá la presencia de actores más reconocidos hubiera ayudado a la inmersión del espectador, pero posiblemente su contratación hubiera ido en detrimento de la excelente exposición artística de la serie. La irregularidad de la trama se compensa, en parte, con una puesta en escena espectacular, que nos impresiona a pesar de que nuestros ojos, con tanto bladerunners y ghostintheshells, ya empiezan a estar acostumbrados a las luces de neón. La factura es impecable, y demuestra la dimensión presupuestaria que están alcanzando las series hoy en día.

Altered Carbon es una idea que debe ser explotada un poco más. En esta primera temporada se esfuerzan en explicar demasiadas cosas, cuando lo que deberían haber hecho es ahondar en la premisa inicial. Están a tiempo de corregirlo pero mucho debe mejorar la segunda temporada, si llega a producirse, para que se convierta en una serie de culto de las que tanta necesidad tenemos.

sábado, 10 de febrero de 2018

La gracia del chiste


Hace muchos años, cerca del 2077 d.C., existía la profesión de payaso, el vestigio de un antiguo oficio que consistía en hacer reír a un público inconsciente pero abiertamente predispuesto a ello. Desde los albores de la civilización, en toda sociedad siempre había habido alguien, profesional, amateur o esclavo, dedicado a esa tarea, que la convertía en una necesidad imperiosa para la evolución cultural.

En 2077 aún quedaban reductos de esa profesión. Los primeros videolibros recogen algunos aspectos de la vida de Pocho, uno de los últimos payasos que se recuerdan y cuya biografía supone el mejor ejemplo de las causas de la extinción de estos humoristas y del sentido de humor como se conocía entonces.

Pocho era un payaso de la llamada Escuela Clásica, de los que escribían sus notas con bolígrafo verde y bebían a morro del botijo. Su vida personal era una auténtica tragedia, pero eso no impedía que siempre intentara optimizar su ingenio en su labor de hacer un poco más felices a los demás. Pero en esta empresa tenía un serio problema; su ingenio era tan elevado que el sentido de humor derivado de él era inaccesible para la mayoría de receptores de sus gracias. Analizados con los filtros adecuados, sus chistes tenían objetivamente mucha gracia, pero el abuso del doble sentido, unido a su neutra reputación y su escasa conexión con el público le privaban de aportar los matices necesarios para que su obra pudiera ser disfrutada en su plenitud.

La consecuencia más cruel de la desesperante improductividad de su desempeño fue verse obligado a explicar sus chistes, aportando a regañadientes el susodicho filtro, la interpretación relativamente retorcida que incluso suponía un valor añadido al ingenio de sus chanzas. Naturalmente, el hecho de desvelar a posteriori el doble sentido o el juego de palabras constituyentes de la broma desvirtuaba por completo su trabajo. Cumplía con su contrato, pero no al nivel de excelencia que su talento prometía.

Para evitar ese tipo de humillaciones comenzó a rebajar el nivel intelectual de sus chistes. Éstos se volvieron más simples, más directos, con referencias indisimuladas a la escatología o a la burla de personajes famosos. Y así mejoró su reputación, en cierto sentido. Pero Pocho, en su labor de procurar la felicidad a los demás, con este cambio de rumbo era menos feliz. Le daba la sensación de que lo que estaba haciendo podía hacerlo cualquiera. Y efectivamente luego resultó que así era.

En una sociedad con una comunicación prácticamente neuronal, bromas de otros autores parecidas a las que Pocho inventaba a desgana circulaban entre los cibercerebros de todo el mundo. Chistes fáciles y chabacanos, en el subsótano del nivel de los de Pocho, eran cada día, cada minuto, la sensación del momento. Y triunfaban, la gente los adoptaba con júbilo, lo que generaba pingües beneficios a sus poco talentosos autores.

Probablemente la sociedad era más feliz con este nuevo sentido de humor pero los payasos de la Escuela Clásica, como Pocho, habían perdido su función en esa estructura social; sin la motivación de proveer risas ajenas, su vida carecía de sentido. Tras muchos años de descorazonador camuflaje entre advenedizos del chiste fácil, Pocho optó por retirarse. En su nota de suicidio dejó un mensaje envuelto en un sarcasmo tal que, a día de hoy, 717 años más tarde, nadie ha conseguido descifrar.

Un chiste que ¿afortunadamente? nadie jamás podrá explicar.


lunes, 29 de enero de 2018

La cuarta de Black Mirror


Si por casualidad en tu entorno social se detecta que eres aficionado a las series, pasa muy poco tiempo hasta que alguien te pide que le recomiendes una. Semejante reto tenía una resolución excesivamente fácil hace apenas 10 años, cuando bastaba con mencionar Los Soprano o Breaking Bad para que tu reputación de gurú seriéfilo incluso se reforzara. En 2018 la situación ha cambiado radicalmente; la inabarcabilidad de la oferta de series actual sólo provoca mermas en la puntería de las recomendaciones. Y lo que es peor; la buena fe con la que propones un producto audiovisual que conoces y que consideras que el receptor del consejo va a disfrutar no se ve correspondida con la mínima obediencia propia del consumidor ocasional de series que ha solicitado dicha recomendación.

Últimamente a los consumidores rándom de series les suelo recomendar, con todo lujo de advertencias, Black Mirror. Porque la oferta, como he dicho antes, es tan variada y, en muchos casos, conozco tan poco el grado de frikismo del solicitante, que opto por sugerir una con un registro medio-alto, no asequible para todos los públicos, con el fin de establecer un filtro para futuras sugerencias. Y, sobre todo, la recomiendo porque me gusta mucho.

Los resultados de recomendar Black Mirror han sido por regla general poco satisfactorios. Quiero creer que mi fracaso se debe al impacto del capítulo inicial, el famoso del cerdo, y no a una presunta debilidad de mi criterio. Me gusta, y eso que el formato no es el que me puede resultar más atractivo a priori. Para mí, el formato ideal de una serie tiene que estar estructurado en base a una trama principal que se repita en todos los capítulos y lo suficientemente fuerte como para que las tramas paralelas y secundarias supongan un mero ornamento. Las películas compuestas por segmentos, tipo Creepshow o Cuentos Asombrosos no son mi ideal de experiencia cinematográfica, aunque al final reconozco que me acaban gustando. Como los relatos breves de ciencia-ficción. Prefiero las novelas, a priori de nuevo, pero luego disfruto muchísimo (más) con los cuentos de Asimov o Dick. A mi edad tal vez es probable que deba reajustar ciertos parámetros en mis apriorismos...

Como fanático de la ciencia-ficción, siempre me he sentido frustrado por no haber coincidido temporal y geográficamente con las emisiones de series como The Twilight Zone, The Outer Limits o Doctor Who. Cierto, con los medios actuales podría poner solución fácilmente a ello, pero casualmente mis clones están ocupados en otros menesteres.




A falta de The Twilight Zone, bueno es Black Mirror. Y aunque la ciencia-ficción de mediados del siglo XX me entusiasma, una actualización a los tiempos actuales puede resultar un ejercicio apasionante. Y eso es lo que propone esta excelente serie británica. Británica al 100% en sus inicios, cuando la albergaba Channel 4. Ahora lo es sólo en parte; tras la adopción/rescate de la plataforma estadounidense Netflix, gran parte del reparto y las localizaciones siguen siendo de nuestra querida Pérfida Albión, pero los contenidos y el mensaje, sobre todo de la cuarta temporada, denotan una clara influencia yanki.

De entrada, las tres primeras temporadas de Black Mirror me parecieron excelentes. De lo mejor que nos ha podido ofrecer la televisión moderna en los últimos años. Incluso con el cambio de idiosincrasia al pasar a Netflix, la calidad del producto pudo ser diferente pero en ningún caso peor. Luego no era de extrañar que los fans de las series en general y en concreto de esa sci-fi, no de navecitas ni marcianitos, sino de esos futuros distópicos pseudoapocalípticos, tuviéramos marcada la fecha de finales de diciembre de 2017 en nuestra agenda. Cuando llegó la fecha, nos sentamos delante de ese espejo negro con ganas, con expectación. Y con una lupa escrutadora.

Porque la temporada 4 de Black Mirror es fantástica, como las anteriores. Buscamos una idea, un concepto, un mensaje y nos lo da, sin concesiones, sin derecho a reclamar. Ideas diferentes a aquellas que nos ofrecía Rod Serling, más basadas en la evolución más o menos verosímil de esa tecnología a veces desconcertante que disfrutamos actualmente. Pero son 4 temporadas y ya no es lo mismo. Se han mostrado demasiadas cartas de un producto que se basa en gran parte en la sorpresa y en la escasa concesión a la anticipación. Si no se han visto las temporadas anteriores -algo semánticamente posible-, si nos desproveemos de ese inevitable contexto, los sentimientos hacia cualquier capítulo de ésta se magnifican; el grado de satisfacción puede ser equiparable al de cualquiera de una temporada anterior. Pero tras más de una docena de capítulos llegamos a un punto en que se resiente nuestra capacidad de sorpresa y de desvincularnos del sentimiento de haberlo visto antes. Ciertos elementos altamente atractivos y factores indudables del éxito de la serie se mantienen, pero tras tres temporadas la alerta del espectador está demasiado arriba como para provocar la euforia que sentía cuando le embargaba la inexperiencia y la candidez. Porque innovar es la tarea más complicada en el mar de tiburones del planeta Series en el que navegamos.

Aparte de la irremediable omisión de la frescura de este tipo de producto, se acusa también cierto desgaste en otro aspecto en el que destacaba; la crítica a la sociedad en la que vivimos, hipnotizada por las nuevas tecnologías, ha perdido mordacidad. O bien la metáfora está definida de una manera demasiado lejana como para sentirnos identificados, o bien la alusión a esas tecnologías que nos están reblandeciendo el cerebro es simplemente accesoria. La invitación a la reflexión que nos ofrecían las temporadas anteriores se ha difuminado sensiblemente.

Por capítulos, no hay ninguno malo, pero tampoco ninguno excelente. Quizá mi favorito sea el primero, USS Callister, por su fantástica producción y por su tramposa evocación al sentimiento friki. La historia también es divertida aunque, de nuevo, resulta ligeramente familiar. El segundo, Arkangel, quizá sea el que, a pesar de su planteamiento -y sobre todo, desarrollo- algo extremo, más invite al debate. Crocodile nos da buenos momentos de tensión y algún giro inesperado y Hang the DJ plantea un futuro distópico muy curioso. Lástima del desenlace. En cambio, Metalhead puede ser el más flojo en su conjunto, pero su desenlace nos deja ¿buen? sabor de boca. Por último, Black Museum es el más completo y tal vez el que nos exponga los avances tecnológicos más atractivos, aunque para mi gusto le sobra un giro argumental, ó dos.

Por supuesto, si en el futuro siguen grabando y emitiendo capítulos y temporadas, contribuiré humildemente a mejorar su audiencia. Con el escaso tiempo de que disponemos y la feroz competencia seriéfila, su rápido consumo, por la agilidad de las tramas y el relativamente bajo número de capítulos, hace que no suponga mucho esfuerzo dedicarle parte de nuestra atención. Y por supuesto que la voy a seguir recomendando. Aunque nadie me haga caso.