viernes, 16 de septiembre de 2016

El insólito viaje de Dog Pérez


Llegó el día en que cumplía 40 años y se arrepentía de muchas cosas. De cosas que había hecho en su vida pero, sobre todo, que no había hecho. "Será la famosa crisis de los cuarenta", argumentaba en un absurdo autoconsuelo Dog Pérez, subdirector del CGRM(*).

Llevaba todo el día reflexionando sobre el tema del aprovechamiento del tiempo y sobre cómo había malgastado su juventud. En una especie de gratuita flagelación dominguera comparaba su situación actual con la de hacía 25 años, con la inevitable y recurrente relación de cosas que haría con 15 años sabiendo lo que sé ahora como epicentro de sus pensamientos. Su actitud ante las féminas -como la dulce Canicha, su amor patéticamente platónico de adolescencia- y ante sus enemigos sin duda hubiera sido muy diferente. Consciente de las consecuencias de sus actos, un cambio en su conducta no le hubiera conducido a una situación mucho peor que la que gozaba en su cuarentena.
Tal vez ahora Canicha sería una orgullosa Señora Pérez y sus enemigos, especialmente Pelícanez -ahora convertido en su jefe-, en lugar de hostigarle y hacerle la vida imposible, le estarían encerando el coche.

Había algo que le dificultaba evitar estos pensamientos y estas comparaciones y es que, social y geográficamente hablando, poco había cambiado su vida desde entonces. El macarra extremo Servando Pelícanez, su archienemigo de juventud, había accedido por medios sospechosos al cargo de Director General del CGRM. Por tanto, oficialmente era su jefe, y las perrerías hacia su persona se habían convertido en algo perenne y prácticamente legal. Otros elementos de su infancia también permanecían siniestramente invariables varias décadas más tarde; su actual oficina se situaba justo al lado de su antiguo colegio, de modo que el camino de su residencia -Dog Pérez, producto de su irremediable soltería, seguía viviendo con sus padres- hacia el trabajo se lo conocía demasiado bien. Por la innovación tecnológica el paisaje urbano había variado sensiblemente, pero las calles eran exactamente las mismas.

Tras un domingo de perros torturado por estos pensamientos, el lunes Dog Pérez retomó sus quehaceres. Pelícanez le había asignado la inspección de una pequeña cueva, en las afueras de Mamiferia, donde algunos agentes -becarios, en realidad- habían alertado de la presencia de residuos altamente tóxicos en ella. Indefectiblemente las tareas más indignas y peligrosas de aquella agencia eran encomendadas a Pérez, por lo que éste la asumió con rutinaria resignación. Cuando llegó a aquella cueva, el espectáculo que encontró al entrar fue absolutamente dantesco.

Allí no había residuos tóxicos, sino una enorme mina de radiactividad. A pesar de que su atuendo no cumplía los requisitos mínimos de seguridad y de que no disponía de las herramientas necesarias, hizo caso omiso a la expresión la curiosidad mató al... perro y se adentró un poco más para conocer el origen de aquel fenómeno; el Domingo de Depresión que acababa de vivir no le ofrecía argumentos en contra de jugarse el pellejo alegremente. Conforme avanzaba, el verde fosforito de aquel material se hacía más luminoso hasta que, al llegar al punto kilométrico 0,013 de la cueva, toda su visión se cubrió de una luz blanca con ligeros tonos verdes...

Cuando despertó, seguía en la misma cueva, pero todo estaba a oscuras, esa luz tan radiante había desaparecido. Afortunadamente vislumbró el orificio de entrada (ahora también de salida), a apenas 13 metros de distancia. Sintiéndose extraño con su propio cuerpo y sin entender muy bien lo que había sucedido, salió al exterior.

Con la luz del día vio cómo su ropa había aumentado de tamaño de manera notable. Dos segundos de estupefacción le bastaron para darse cuenta de que lo que había cambiado de tamaño no era su ropa, sino su cuerpo. Era mucho más pequeño, mucho más... joven. Desconcertado, corrió todo lo que le permitieron los enormes harapos que llevaba hasta que pasó junto a un coche aparcado cerca -de un modelo antiguo y que no recordaba haberlo visto cuando llegó a la cueva- y por cuyo retrovisor pudo contemplar su rostro; tenía la cara que recordaba tener cuando tenía 15 años.

Por supuesto, lo primero que pensó fue que se trataba de un sueño; se había mareado en aquella maldita cueva y se había desmayado. Pero los pellizcos que se autoinfligió descartaron esa teoría. Como el pueblo estaba cerca, siguió caminando. Ya había realizado a pie el trayecto de ida, pero ahora el de vuelta parecía mucho más largo.

Llegó a Mamiferia y lo encontró distinto. Le resultaba familiar, pero algo había cambiado. La estética en general era diferente, la gente era diferente. De repente, en un televisor del escaparate de la tienda de electrodomésticos del vetusto Señor Telarañas, vio cómo un programa deportivo retransmitía un resumen del Mundial 90. Los programas nostálgicos estaban de moda, pero el look del presentador resultaba incluso demasiado retro. De nuevo estupefacto, rebuscó en una papelera que tenía al lado, seguro de encontrar algún periódico del día. En efecto, era el 2 de noviembre de 1990. O una fecha similar.

Por culpa de la maldita radiación (sumado a lo que hubiera en aquella cueva) había viajado al pasado. Y su metabolismo también. De un terror extremo inicial pasó rápidamente a la impotencia, por no disponer de manera alguna de regresar a su época. No podía volver a la cueva, el material radiactivo se había esfumado. No existía en 1990. No obstante, la desesperación le duró poco; lo que tardó en darse cuenta de que precisamente ahora tenía lo que quería, lo que había estado anhelando el día anterior -ó 25 años más tarde, para ser más exactos-. Ahora era un chaval de 15 años con la experiencia de un hombre de 40 recién cumplidos.

Como no podía moverse por el pueblo con aquella ropa gigantesca, lo primero que hizo fue acudir al centro comercial. Además, los escasos dólares que llevaba en el bolsillo, que en el año 2015 apenas le daban para un café y un croissant, por efecto de la magia financiera en 1990 le concedían el estatus de pseudorrico. Ataviado con un atuendo acorde a su edad y, sobre todo, superochentero, comenzó a poner en práctica el plan que quiméricamente había estado urdiendo el día de su cuadrogésimo cumpleaños.

Las hormonas le dictaron su primera labor, localizar a Canicha. Le resultó fácil encontrarla, zorreando muy a su pesar con Fox Meléndez. Dog Pérez le propinó un uppercut y un counterpunch que dejaron al depredador con menos dientes de los que salió de su casa aquella mañana. Aquel gesto tan chabacano pero tan heroico acabó por enamorar a la dulce Canicha, que confesó a Dog Pérez que siempre había estado enamorada de él. Se citaron para tomar batido de chocolate en el bar de Lou más tarde, pues él tenía todavía algún asunto pendiente.

Y este asunto tenía nombre y apellido: Servando Pelícanez. Con una valentía desconocida, acudió al salón recreativo donde el pajarraco que lo acosaba de joven y de viejo vegetaba cada día después de clase. Cuando éste estaba asediando como de costumbre al pequeño -pero intrépido- Mapachín en su mejor partida de Golden Apple, Dog Pérez apareció y le estampó la mesa de hockey aéreo en todo el colodrillo. Mapachín y el resto de concurrentes aplaudieron la gesta con fervor.
Dos misiones cumplidas; Dog Pérez estaba eufórico, se sentía el Amo del Universo, o al menos, de Mamiferia. Nada podía salirle mal, tenía el poder absoluto.

Sin embargo, comenzó a ser consciente de que en aquel momento, en aquel pueblo, con todo su poder sólo tenía un auténtico enemigo; él mismo. Su otro yo, con 25 años menos, el perdedor que con su pusilanimidad le había llevado a aquella vida miserable. Según unas reglas de la Física nunca puestas en práctica, un mismo ente no podía existir por duplicado en un mismo instante en un mismo lugar, rompería el contínuo espacio-tiempo, la estabilidad de las cuatro dimensiones. Pero si lo eliminaba, qué pasaría con él? Era él mismo, por lo que se esfumaría como los residuos radiactivos de la cueva, o un paisano de un universo paralelo?

Sumido en tan complejos pensamientos creyó verlo al otro lado de la calle. En efecto, reconoció los patéticos andares y la ropa de mercadillo que la santa Sra. Pérez le convencía para vestir. No estaba preparado para el enfrentamiento. Necesitaba tiempo para meditar sobre cualquier consecuencia en la continuidad del Universo que supondría abrirle la cabeza a su otro yo. Así que huyó.

Corrió todo lo que pudo para evitar que el pringado que fue con 15 años no lo (se) reconociera. Conocía el camino de memoria. Aquellas calles habían permanecido inmutables todos aquellos años. Las calles sí, pero no la tecnología...

Allí donde había un semáforo electromagnético en el futurista 2015, en 1990 apenas había un paso de peatones difícilmente respetado. Un tráiler de siete ejes, sin margen para la maniobra de frenado, lo embistió sin compasión, convirtiéndolo en un hot dog de 15 años de edad física y 40 (como mucho) mental.
La pacífica gente de Mamiferia, poco acostumbrada a estos trágicos accidentes, se reunió en masa alrededor del lugar. Entre ellos un chaval de 15 años, tímido y con ropa de mercadillo, que consternado y extrañamente identificado con la víctima, no pudo reprimir las lágrimas. Ni dejar de vomitar su primera papilla.


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(*) Centro de Gestión de Residuos de Mamiferia, entidad encargada de localizar fuentes de residuos susceptibles de ser reciclados.