sábado, 24 de febrero de 2018

Carbono Alterado


Cada nuevo título de ciencia-ficción, ya sea novela, película o serie, es siempre bienvenido. Aunque los recibimos con idéntica amplitud de brazos que las space operas, los viajes en el tiempo, los superhéroes o los estrafalarios inventos de un mad doctor, los futuros distópicos siempre generan un interés especial. En parte porque recogen prácticamente la totalidad de elementos que definen el género, al menos en potencia, y porque poseen un componente ilimitadamente flexible de análisis sociológico.

Un futuro distópico es el contexto donde transcurre la serie Altered Carbon, uno de los estrenos recientes más importantes de la plataforma Netflix. Basada en la novela homónima de Richard K. Morgan (ganadora del premio Philip K. Dick en 2003), se sitúa unos cuatro siglos de un futuro donde los avances tecnológicos han permitido al ser humano aproximarse a su ancestral anhelo de inmortalidad.

Porque en este futuro, los humanos están compuestos básicamente de dos partes: la pila, un dispositivo que permite conservar y transferir la información genética, la personalidad, la memoria -en definitiva, lo que algunos osados definirían en un conato de reduccionismo y en una palabra: alma- de un individuo; y la funda, la carcasa clónica e intercambiable que hace posible el contacto con el mundo exterior, la experiencia más cercana a la vida tal como la conocemos.

A pesar de que cuenta con más elementos característicos de la ciencia-ficción -mundos colonizados, inteligencia artificial-, sin duda el descubrimiento del DH es el que vertebra la trama principal y los giros argumentales. También da muchísimo juego a nivel narrativo; el hecho de que una misma personalidad pueda tener cualquier apariencia genera confusión y recelo tanto a los personajes como al espectador. Además, potencia algo siempre presente en las distopías: la diferencia entre clases sociales. Los más desfavorecidos sólo pueden aspirar a mantener su pila y, con suerte, implantarla en alguna funda accesible recién sacada del desguace; lo de elegir género o rango de edad es algo inconcebible para sus bolsillos. En cambio, los ricos pueden disponer de un ejército de clones impolutos en el armario, preparados para convertirse en el armazón de su díscola consciencia cada vez que deciden convertir su vida en un videojuego. O bien elegir entre un extenso catálogo de humanoides perfectos. No es de extrañar que, por la longevidad consecuencia de esta enorme ventaja, se les conozca como Mats, apócope de Matusalens. Precisamente la religión, algo crucial en muchas otras historias distópicas clásicas, se trata muy de soslayo, teniendo en cuenta la importancia de la dicotomía cuerpo-alma (o funda-pila) tan presente en esta esta historia.

Desconozco si la novela explota el enorme potencial de este planteamiento, pero lamentablemente la serie se queda a medio camino. Sin ir más lejos, la trama detectivesca, que se antojaba como la principal, no tiene la fuerza suficiente. A grandes rasgos y sin pretensión de crear spoilers, esta trama principal nos cuenta la historia de Takeshi Kovacs (interpretado por el neo Robocop Joel Kinnaman), un ex-revolucionario que es resucitado por el muchimillonario Laurens Bancroft (el perenne Marco Antonio James Purefoy) para investigar una presunta conspiración que desemboca en su propia muerte. O la muerte de su funda número x. Muchos estímulos iniciales que se van desmigajando por culpa de una dispersión producto de querer mezclar (que no sumar) demasiadas cosas.

Otro de los lastres de esta serie es el poco carisma de los personajes. No llegas a empatizar con ninguno al nivel mínimo requerido, ni con los protagonistas ni con los antagonistas. El elenco, salvo los dos mencionados, apenas son conocidos, pero aunque la mayoría están muy correctos hay un evidente problema de miscasting. Una historia sin personajes pierde mucho como historia. Ésta los tiene, pero son demasiado planos. Quizá la presencia de actores más reconocidos hubiera ayudado a la inmersión del espectador, pero posiblemente su contratación hubiera ido en detrimento de la excelente exposición artística de la serie. La irregularidad de la trama se compensa, en parte, con una puesta en escena espectacular, que nos impresiona a pesar de que nuestros ojos, con tanto bladerunners y ghostintheshells, ya empiezan a estar acostumbrados a las luces de neón. La factura es impecable, y demuestra la dimensión presupuestaria que están alcanzando las series hoy en día.

Altered Carbon es una idea que debe ser explotada un poco más. En esta primera temporada se esfuerzan en explicar demasiadas cosas, cuando lo que deberían haber hecho es ahondar en la premisa inicial. Están a tiempo de corregirlo pero mucho debe mejorar la segunda temporada, si llega a producirse, para que se convierta en una serie de culto de las que tanta necesidad tenemos.

sábado, 10 de febrero de 2018

La gracia del chiste


Hace muchos años, cerca del 2077 d.C., existía la profesión de payaso, el vestigio de un antiguo oficio que consistía en hacer reír a un público inconsciente pero abiertamente predispuesto a ello. Desde los albores de la civilización, en toda sociedad siempre había habido alguien, profesional, amateur o esclavo, dedicado a esa tarea, que la convertía en una necesidad imperiosa para la evolución cultural.

En 2077 aún quedaban reductos de esa profesión. Los primeros videolibros recogen algunos aspectos de la vida de Pocho, uno de los últimos payasos que se recuerdan y cuya biografía supone el mejor ejemplo de las causas de la extinción de estos humoristas y del sentido de humor como se conocía entonces.

Pocho era un payaso de la llamada Escuela Clásica, de los que escribían sus notas con bolígrafo verde y bebían a morro del botijo. Su vida personal era una auténtica tragedia, pero eso no impedía que siempre intentara optimizar su ingenio en su labor de hacer un poco más felices a los demás. Pero en esta empresa tenía un serio problema; su ingenio era tan elevado que el sentido de humor derivado de él era inaccesible para la mayoría de receptores de sus gracias. Analizados con los filtros adecuados, sus chistes tenían objetivamente mucha gracia, pero el abuso del doble sentido, unido a su neutra reputación y su escasa conexión con el público le privaban de aportar los matices necesarios para que su obra pudiera ser disfrutada en su plenitud.

La consecuencia más cruel de la desesperante improductividad de su desempeño fue verse obligado a explicar sus chistes, aportando a regañadientes el susodicho filtro, la interpretación relativamente retorcida que incluso suponía un valor añadido al ingenio de sus chanzas. Naturalmente, el hecho de desvelar a posteriori el doble sentido o el juego de palabras constituyentes de la broma desvirtuaba por completo su trabajo. Cumplía con su contrato, pero no al nivel de excelencia que su talento prometía.

Para evitar ese tipo de humillaciones comenzó a rebajar el nivel intelectual de sus chistes. Éstos se volvieron más simples, más directos, con referencias indisimuladas a la escatología o a la burla de personajes famosos. Y así mejoró su reputación, en cierto sentido. Pero Pocho, en su labor de procurar la felicidad a los demás, con este cambio de rumbo era menos feliz. Le daba la sensación de que lo que estaba haciendo podía hacerlo cualquiera. Y efectivamente luego resultó que así era.

En una sociedad con una comunicación prácticamente neuronal, bromas de otros autores parecidas a las que Pocho inventaba a desgana circulaban entre los cibercerebros de todo el mundo. Chistes fáciles y chabacanos, en el subsótano del nivel de los de Pocho, eran cada día, cada minuto, la sensación del momento. Y triunfaban, la gente los adoptaba con júbilo, lo que generaba pingües beneficios a sus poco talentosos autores.

Probablemente la sociedad era más feliz con este nuevo sentido de humor pero los payasos de la Escuela Clásica, como Pocho, habían perdido su función en esa estructura social; sin la motivación de proveer risas ajenas, su vida carecía de sentido. Tras muchos años de descorazonador camuflaje entre advenedizos del chiste fácil, Pocho optó por retirarse. En su nota de suicidio dejó un mensaje envuelto en un sarcasmo tal que, a día de hoy, 717 años más tarde, nadie ha conseguido descifrar.

Un chiste que ¿afortunadamente? nadie jamás podrá explicar.