sábado, 12 de julio de 2014

Un caracol gigante


Aquel 21 de julio, lunes, amaneció diferente en la pequeña y pacífica localidad de Gasteroptown. Fue José María, el madrugador panadero, el primero en descubrir lo que rompía la dulce monotonía de aquel monótono, y al alimón dulce, pueblo. Cuando, camino a sus quehaceres, pasó por la Plaza Mayor y vio lo que allí había plantado, el sobresalto le obligó a soltar los dos sacos de harina que cargaba. Lo que vio era una gigantesca estructura en forma de concha de caracol, justo en el centro de la plaza. La sorpresa no era sólo esa enigmática presencia, sino el hecho de que el día anterior aquella plaza se encontraba totalmente despejada; la protocolaria superstición condujo a pensar al pobre José María que la colocación de un objeto de tales dimensiones en tan pocas horas se presumía tarea divina, alienígena o peligrosamente demoníaca.

Lo primero que hizo el panadero fue alertar al sheriff del pueblo, Gustavo Reguillo. Éste, aún en el sexto sueño de la madrugada, en cuanto recibió la llamada se levantó de la cama de un salto y se vistió, no sin antes asegurarse de haberse colocado sus calcetines de la suerte del revés. Aquella, lo presentía, iba a ser una memorable jornada.

Cuando Reguillo llegó al lugar de los hechos, las marujas tituladas del pueblo ya habían estado escrutando minuciosamente el gigantesco molusco. Las conclusiones que habían conseguido extraer habían sido pocas, pero los chismorreos numerosos. Prescindiendo de la aportación detectivesca de las marujas oficiales, el sheriff se dispuso a inspeccionar el terreno. Sin duda se trataba de una concha de caracol de unos 15 metros de altura, aparentemente vacía, y sin rastro de nada que pudiera haberla colocado justamente allí. Por suerte su repentina aparición no había generado víctimas personales y apenas escasos daños materiales. Entre las pocas cosas que se habían roto con el aterrizaje del molusco destacaba un contenedor de plástico pseudoclandestino del grupo revolucionario BÚHO (1).

Mientras inspeccionaba la zona, apartando alcahuetas a su paso, Reguillo no encontró pistas relevantes, pero sí fue pensando en sospechosos, o al menos en alguien a quien preguntar. Anotó en su mugriento bloc de notas tres nombres.

El primero de la lista era el Doctor Alvar Ikoke; el típico científico chiflado que no puede faltar en cada pueblo y que debe aportar las dosis exactas de culpabilidad en los conflictos, diversión científica en los momentos de tedio y creación accidental de superhéroes cuando la creatividad de los guionistas no encuentra recursos en los caprichos de la genética. El Dr. Ikoke, experimentando con caracoles y babosas, había logrado fabricar un extraño ungüento que hacía las delicias del lobby de las marujas, cuyo cutis experimentaba una mejoría para ellas -no así para sus congéneres- muy satisfactoria. Esto le había supuesto al doctor unos sustanciosos emolumentos, por lo que su adoración hacia gasterópodos como el coloso de la Plaza Mayor se presumía mínimamente justificada. Tras ser interrogado, aseguraba no conocer la procedencia del misterioso caracol gigante, pero sus tics nerviosos y sus guiños indiscriminados fueron anotados en el bloc roñoso del sheriff Reguillo.

El segundo sospechoso era Narciso Daucus, líder de BÚHO. Reguillo pensó que este grupo, que defendía a ultranza a hermafroditas como los caracoles, podía haber encontrado en ese gigantesco molusco al tótem de su conato de religión. Daucus destacaba por su talante rebelde y proactivo pero confesó, con lágrimas llenas de barro del pantano de las sanguijuelas, y muy a su pesar, que no tenía nada que ver con la concha misteriosa de la Plaza Mayor. El sheriff le creyó, pero no dejó de guardar disimuladamente una muestra de ADN de aquellas sospechosas lágrimas.

El tercer nombre de la lista era Humberto García. Reguillo no tenía motivos objetivos para pensar que él fuera el responsable, pero era el típico ciudadano inocente de todo; vivía con su madre, sus vecinos tenían buen concepto de él, saludaba a todo el mundo... Si no hubiera sido por su tendencia a llevar los pantalones a ras de las axilas hubiera pasado totalmente desapercibido, incluso para el ojo clínico de Marujas Corporation. Su descarada inocencia era lo que le concedía ese aura de culpabilidad en muchos crímenes. De manera injusta el sheriff lo tenía en su lista permanente de sospechosos, como si deseara que alguna vez se equivocara con el cambio en la charcutería para que su trasero probara el pétreo colchón que le esperaba en el calabozo. Tras superar el interrogatorio, una vez más, García fue (inicialmente) descartado.

Era ya muy tarde, casi las doce de la noche, cuando el sheriff Reguillo dio por concluídas sus pesquisas. Los tres sospechosos habían dado muestras de no tener relación con la aparición repentina de aquel enorme objeto en la principal plaza del pueblo. Decidió descansar, quizás al día siguiente los sospechosos mostrarían algún signo de debilidad o bien las marujas ofrecerían alguna pista peregrina.

Martes, 22 de julio. El madrugador panadero José María fue el único testigo de la terrible devastación del pueblo de Gasteroptown. Una gigantesca babosa, surgiendo pausada e inesperadamente de una concha de caracol que tranquilamente reposaba en la Plaza Mayor del pueblo, impregnó de babas las calles y devoró comercios, casas, edificios gubernamentales y parques con sus columpios y toboganes. Sólo un habitante del municipio pudo escapar para dejarnos este testimonio que ahora les relatamos. Un tal Humberto García, vecino paradigmático, a quien cualquiera que lo hubiese tratado hubiera asegurado que se trataba de una persona absolutamente normal.

Aunque, curiosamente y a modo de anécdota, tenía una extraña afición por los caracoles. Y por la ingeniería genética.

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(1) Benefactores Unidos de los Hermafroditas Ostentosos: una asociación en defensa de seres hermafroditas, con un talante díscolo pero aparentemente conciliador y ecologista. La tilde en la U del acrónimo es por motivos caprichosamente ortográficos.