viernes, 14 de agosto de 2015

Los exabruptos de la Mandrágora


Si había algo de lo que Rolencio Smith estaba seguro era de su amor por su novia Sybil. Era un muchacho extremadamente inseguro y ella significaba todo para él; por eso era capaz de cualquier cosa por tener la certeza de que su incondicional amor era correspondido. Le agasajaba con toda clase de gestos y obsequios, pero la reciprocidad que ella le mostraba le resultaba insuficiente. A pesar de todo, Rolencio era moderadamente feliz.

En los escasos momentos que Rolencio no dedicaba a venerar a su amada se veía obligado a realizar tareas más terrenales. Como hacer la compra. Su itinerario por la frutería siempre estaba de lo más predestinado: las alcachofas -que tanto le gustaban a Sybil-, el brócoli -o brécol, como le gustaba llamarlo a Sybil-, etc. Cuando se disponía a realizar el pago de tan objetivamente abyecta mercancía, vio que junto a la caja estaban expuestos unos bonitos boniatos. En su ránking de tubérculos favoritos el boniato ocupaba el primer puesto por lo que, en un alarde de temeridad y disimulando como si estuviera cometiendo el peor crimen del mes de agosto, agarró el que parecía más lozano y saleroso y lo introdujo en la cesta.

Durante el camino de vuelta a su casa no podía dejar de pensar (aparte de en Sybil) en cómo cocinaría aquel suculento boniato. En muy pocas ocasiones se podía permitir un lujo como aquél, así que, nada más llegar, aprovechando que Sybil aún no había vuelto del trabajo, entró en la cocina, encendió el fuego y puso encima una sartén. La impaciencia y su escasa pericia culinaria lo empujaron a elaborar aquella receta tan básica. Sacó el boniato de la bolsa y lo estaba colocando sobre la sartén cuando de repente escuchó un escalofriante alarido.

Rolencio detuvo el proceso de elaboración de aquel suculento manjar, buscando una explicación a aquel inexplicable sonido. Superada la estupefacción inicial, retomó la operación Asado de Boniato. De nuevo, cuando su mano se aproximaba a aquella candente sartén, el gritó volvió a escucharse. Advertido, esta vez prestó más atención y tuvo la absurda sensación de que el sonido procedía de lo que su mano derecha sujetaba, que no era otra cosa que lo que se disponía a achicharrar: el boniato. O lo que parecía un boniato.

Tras observarlo muy atentamente, ya sin la presión en la tienda con los fruteros, suspicaces ante la presencia de potenciales amigos de lo ajeno, su sobresalto fue mayúsculo. Aquel tubérculo tenía cuerdas vocales. Y ojos, y un conato de extremidades. Aquella cosa no era un boniato; era una mandrágora.

"Rayos y centellas!" tradujo claramente Rolencio. Semejante interjección había salido de un pequeño orificio que podía ocupar perfectamente la posición de una boca. Sin salir de su asombro, apagó el fuego, retiró cautelosamente la sartén y sentó, de la mejor manera que se puede sentar a un pariente cercano de la patata, en la mesa de la cocina a la mandrágora. "Cáspita!", profirió alegremente el ex-tubérculo. Se le veía enojado. Sin embargo, la incredulidad de Rolencio dio paso a la hilaridad ante la ridiculez de tales exabruptos. Jovial, le dio un pellizco en lo que parecía un rechoncho cogote y soltó una carcajada al escuchar como insulto-respuesta la expresión Botarate. Aquella criatura fantástica era muy divertida.

Se convirtió en su secreto, en su afición culpable. No quería que nadie conociese la existencia de aquel ser misterioso, ni siquiera su querida Sybil. Construyó para él -o ella, había llegado a la conclusión de que estaba ante algo descaradamente hermafrodita- un pequeño apartamento en el cajón de sus calcetines suplentes, los proscritos, los desparejados. Y cada noche, furtivamente, en un diálogo esperpéntico desde el punto de vista de la cultura occidental, charlaban sobre la vida, sobre sus vidas. De esta manera Rolencio averiguó el origen de su extravagante vocabulario. La Mandrágora le explicó que durante muchos años había estado viviendo con un sheriff nonagenario, un tal August Littleonion, quien presumía de tener la más sublime mala leche al oeste del Mississippi. La Mandrágora le confesó que, en su humilde objetivo de convertirse en un ser malvado, adoptó las malas costumbres del anciano, o al menos las que su limitada anatomía le permitía. Y dentro de ese catálogo de vicios perversos lo único accesible a su vegetal naturaleza eran las palabrotas. Así que se convirtió en un experto en palabras malsonantes del siglo XIX.

La compasión de Rolencio no podía alcanzar mayores cotas. No era en absoluto aceptable que aquella criatura, que no tenía más poder que el que le otorgaba el lenguaje, sufriera de un léxico tan paupérrimo y obsoleto. Decidió aleccionarle, ofreciéndole un idioma más actual, menos ridículo, pero a su vez no tan maligno. Le enseñó lo que era la amabilidad, la cortesía, el romanticismo.

Y tuvo éxito. La Mandrágora abandonó el lenguaje soez y casposo y de su particular boca sólo salían bellas palabras. Se convirtió en un auténtico rapsoda y era algo de lo que Rolencio se sentía muy orgulloso.

Un día muy temprano, haciendo la colada, Sybil se topó con un nuevo calcetín desparejado. Ante la imposibilidad de contraer matrimonio con otro sujeto de la cesta de la ropa, su destino estaba claro, el cajón de los calcetines suplentes de Rolencio. Al abrir el cajón, encontró un cuerpo extraño que a esas horas de la mañana roncaba con estruendo. Al agarrarlo se despertó y su primera reacción instintiva fue recitar unos versos de una hermosura superlativa y que su amo actual, un tal Rolencio, le había hecho memorizar.

La muchacha quedó embelesada. Su habitual frialdad e indiferencia quedaron enterradas por los sentimientos que le produjeron las palabras que aquella patata con ojos le había recitado por sorpresa. No quería saber nada más de ese chico inseguro que le compraba alcachofas. Su único deseo era escuchar las palabras que le susurraba una mandrágora, pérfida, malévola, ex-esclava de un sheriff arcaico y de un chaval bondadoso, cándido y, como hubiera dicho ella misma en otra época, un absoluto gaznápiro.