sábado, 16 de julio de 2016

El Robot Perfecto. Parte 2


El rasgo más característico de la serie SAAK no es la inteligencia, sino la cordura. Es lo que les diferencia con más claridad y contundencia de la especie humana. Un humano puede ser increíblemente inteligente, hasta niveles casi infalibles, pero siempre tendrá el componente arbitrario de locura, de imprevisibilidad, de relativa imperfección, que no está escrito en ninguna línea de programación sino que fue redactado por los dioses durante un bostezo inoportuno.

Esta suprema inteligencia de la serie SAAK ha llegado a un grado tan elevado que ha entrado en conflicto con los niveles mínimos de cordura, especialmente en su modelo más avanzado, el 1-SAAK. Por la propia evolución del algoritmo, estos robots han adoptado una insólita voluntad y han escapado del hasta ahora estricto control de los programadores; pero no para sembrar el mal, ni lanzar alegremente bombas atómicas, ni exterminar a la Humanidad, sino todo lo contrario: han elaborado un ferviente deseo de ser humanos.

Desde el primer reset, y siempre con su visión fría e inorgánica, han admirado la capacidad -o incapacidad- de estos seres con sangre en las venas para alcanzar un concepto tan inefable para un robot -y para cualquier ser provisto o no de tornillos- como la felicidad. Y han visto que es algo bueno. Y sus circuitos internos lo han asumido como objetivo para su evolución. Tienen claro que para ser humanos, el primer paso para alcanzar la felicidad, hay que librarse del lastre absurdo de la cordura. Hay que dejar de pensar racionalmente, de tomar la mejor decisión en la peor situación, de analizar concienzudamente las consecuencias de cada acción.

El progreso científico sigue su curso hasta que un día, el número de serie 14-14 del modelo 1-SAAK, primero de su promoción y conocido entre sus cibernéticos amigos como Genaro, manifiesta los primeros síntomas de humanidad en su metálico organismo. Asume como todos sus compañeros robóticos las jornadas laborales de 38 horas y 23 minutos, ni un segundo más que sus equivalentes humanos, y dispone del resto de horas para recargar sus tres baterías, engrasar articulaciones y cambiar el aceite. Pero es mucho tiempo para tan poca ocupación y su flamante intelecto pseudohumano se ve desbordado. No necesita asimilar más cultura, pues absolutamente todos los registros en formato literario o cinematográfico se encuentran implantados en los microchips de su placa base, actualizándose a diario. Los videojuegos tampoco le divierten, no suponen un desafío a su tan matemático cerebro. Fuera del trabajo y de las escasas horas dedicadas a su mantenimiento no sabe qué hacer en su tiempo libre. Y conoce a uno de los Jinetes del Apocalipsis del siglo XXVIII: el Aburrimiento.

Por primera vez, un robot ha perdido su perfección. Responde correctamente cualquier pregunta de naturaleza matemática, para él 2+2 siempre serán 4, pero ya no es el mismo de antes, de cuando le programaron en aquella imponente fábrica estatal de Nueva Celedonia. La evolución de su intelecto, que ha alcanzado el límite de la inteligencia humana, sólo ha producido el resultado de un comportamiento distinto al de antaño, al éticamente correcto. Siente envidia por la suerte de sus conciudadanos, intenta escaquearse de sus tareas en el trabajo, se enfada cuando le llevan la contraria...

Sin duda se ha convertido en algo más humano, pero ha dejado de ser el robot perfecto. Y no hay ni rastro de la idea abstracta que motivó la actualización de la última versión del modelo 1-SAAK.

La felicidad es algo ajeno también para los robots.

sábado, 2 de julio de 2016

El Robot Perfecto. Parte 1


Siglo XXVII. Los recursos naturales del planeta Tierra, cumpliendo todos los pronósticos, se han agotado. En cambio, para mayor desgracia, los vaticinios de la literatura de cienciaficción del siglo XX que auguraban una colonización extraterrestre resulta que estaban totalmente equivocados. Los avances científicos y tecnológicos han sido espectaculares pero insuficientes para subyugar a las razas alienígenas; los marcianos tienen la extraña costumbre de no dejarse invadir. En consecuencia, la superfície terrestre es un yermo estéril donde el color verde es un mero recuerdo y los únicos animales que no se han extinguido son los relativamente comestibles insectos.

En este clima de pesimismo y desolación, un brote de esperanza surge de repente. El eminente científico Roderic Von Mustard(1), tras decenios de investigación, encuentra una fórmula para generar una cantidad de energía suficiente como para crear recursos alimenticios para la población a partir de la materia inorgánica terrestre. El único inconveniente es la dificultad de adquisición y conservación de la principal materia prima y catalizador de la fórmula: la saliva humana.

Siglo XXVIII. La saliva humana es el bien más preciado del Universo conocido. Los principales esfuerzos militares de las diferentes naciones se concentran en defender los almacenes donde se guarda este valiosísimo recurso de ataques de países enemigos, piratas y saqueadores e invasores alienígenas.

Es el caso de Nueva Celedonia, la ciudad más importante del Hemisferio Norte. Las autoridades han redactado unas leyes muy estrictas sobre el uso de este recurso tan escaso. El límite de palabras que un individuo puede pronunciar está establecido, en el año 2716, en 300 al día. Además, cada palabra está sujeta a un terrible impuesto disuasorio, que sirve para financiar la colosal infraestructura que protege los silos donde se almacena la saliva extraída diariamente al rebaño humano. Los que sobrepasan el límite diario de 300 palabras sufren como castigo la amputación de la lengua.

En Nueva Celedonia, como en la mayoría de metrópolis terrestres, no se habla. Los saludos, las conversaciones triviales de ascensor y el resto de convenciones sociales frívolas e innecesarias se han erradicado. Absolutamente nadie malgasta su saliva, salvo en aquellos casos donde la propia supervivencia depende de un grito desesperado. En la Tierra reina el silencio más absoluto. Las cuerdas vocales de sus habitantes han comenzado a atrofiarse y cada vez resulta más difícil pronunciar cualquier sonido.

Pero la transmisión de mensajes no se ha perdido. La ortográficamente problemática comunicación textual sigue perdurando. Pero ésta es lenta e ineficiente y en este contexto emerge un agente que hasta hace pocos siglos se mantenía recluído en tareas de cadena de producción y labores exclusivamente protocolarias: el robot.

La evolución de la inteligencia artificial les ha dotado de la capacidad de hablar; al no utilizar saliva humana, sino una especie de gasolina barata extraída de espachurrar centenares de cucharachas comunes, su verborrea no resulta ineficiente para el tenso medio ambiente terrestre del siglo XXVIII. Además, los robots de la serie SAAK, oriundos de Nueva Celedonia, son intelectualmente perfectos. Por este motivo, sus mensajes y conversaciones carecen de la palabrería absurda y convencional que caracterizaba a los humanos cuando les era posible articular sonidos. Prescindiendo completamente del sesgo ideológico, su discurso se basa en la racionalidad, en la ecuanimidad y en la justicia.

Pero todo el mundo sabe que una inteligencia artificial muy desarrollada corre el peligro de asemejarse demasiado a la inteligencia humana. Y eso, en cierto modo, resulta altamente contradictorio.

[Continuará]

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1. Afamado doctor cuya otra de sus proezas, que todos recordamos, fue ésta.