domingo, 19 de febrero de 2012

Los diez céntimos


Era la primera vez, en mucho tiempo, que compraba un billete del metro de esa ciudad. Estaba en la estación del aeropuerto, abarrotada de gente, delante de la máquina expendedora sin saber qué billete comprar. El primer intento fue fallido, a la máquina no le gustaba mi tarjeta. Con la esperanza de que el problema no fuera de la tarjeta sino de la máquina, busqué otra disponible. Como es tradición, un turista extranjero, probablemente del este de Europa pero expresándose en un digno castellano, observó mi cara de autóctono de cualquier lugar por dónde voy y me hizo una pregunta de la cual, por descontado, un servidor ignoraba la respuesta. Finalmente accedí a una máquina y pude comprar el billete. Al recogerlo, encontré una moneda de diez céntimos en la cápsula del cambio. Tras un segundo de duda, al no tratarse de una moneda de cobre cuya única función es ocupar espacio en el monedero, la recogí.

Cuando la toqué, sentí una vibración extraña y fugaz, que justifiqué con cierta electricidad estática presente allá donde fuera, y le resté importancia.

En plena multitud y dado su escaso valor, me daba miedo volver a abrir la cartera para depositar la recién adquirida moneda, así que la metí en el bolsillo del abrigo. No soy en absoluto partidario de ello, pero debo decir que en ocasiones me hubiera resultado útil tener alguna moneda a mano para desembarazarme de pedigüeños y sospechosos usuarios de cabinas telefónicas.

Casual ¿y felizmente? la ciudad donde había llegado está plagada de mendigos y, cómo no, uno de ellos tenía más necesidad de realizar una llamada telefónica que de una ducha o un bocadillo. Normalmente soy esquivo a este tipo de donaciones, no por falta de generosidad, sino por temor de que, en el momento de extraer la cartera, el receptor de mi limosna tenga más energía que la que dicta su apariencia, me arrebate el portabilletes y se lance a la carrera sacándome unos metros aprovechando mi estupefacción.

A este individuo de barba gris, jorobado y con un gorro de color verde chillón, no lo olvidaré jamás. En el momento en que cometí la heroicidad de darle aquellos misteriosos diez céntimos que legítimamente no me pertenecían, sus ojos taciturnos pasaron del blanco y negro al color. Sin darme ni las gracias, siguió con su ardua tarea de recaudación. La sensación que tuve en ese instante fue muy extraña, como si me desprendiera de algún objeto cuyo valor fuera muy superior a lo marcado en el reverso de la moneda.

Hoy he comprendido la razón de esas raras sensaciones. He podido ver al mismo indigente del gorro verde siendo protagonista del informativo de televisión, al haber sido agraciado con el mayor premio de lotería que nunca se ha concedido.