viernes, 13 de octubre de 2017

Atún



sábado, 9 de septiembre de 2017

Camaleón



martes, 29 de agosto de 2017

A la séptima va la vencida


Considero éste un buen momento -un día después de visionar el último capítulo de la penúltima temporada- para actualizar mis impresiones sobre la serie de la HBO Juego de Tronos. Son ya siete años, que se nos hubieran pasado sin apenas darnos cuenta si no fuera por la evidente e inevitable transición de la infancia a la edad adulta de alguno de sus actores/actrices. Y eso, supongo, no es mala señal.

Porque, sin ser la mejor serie de la Historia, las elipsis entre temporadas se hacen demasiado largas. Por diversas circunstancias que no vienen al caso, es la única serie de la actualidad que no veo del tirón. Mi cultura seriéfila se ha consolidado gracias a la posibilidad de poder ver un capítulo y, si me apetece, el siguiente a continuación, a través de inicialmente copias de seguridad y, en la actualidad, mediante plataformas de televisión de pago como Netflix o la misma HBO. Incluso en aquellos casos de emisión y/o publicación semanal, rara es la vez que veo una serie cuya última temporada pendiente a la que tengo acceso no está completa. Esa rara vez sucede con Juego de Tronos.

Como he dicho, no es la serie perfecta. A lo largo de las seis primeras temporadas se suceden capítulos con momentos épicos, de los que te dejan boquiabierto, con otros de mayor tedio. Y en parte tiene su lógica, ya que abarcar todo lo que se pretende abarcar tiene su coste en términos de necesidad de aclarar conceptos, explicar tramas, dar respiro a personajes y espectadores, etc. El principal defecto es que la historia se desarrolla en un escenario demasiado grandilocuente y, o bien estás extremadamente atento, o tienes el apoyo de los libros en los que, al menos en los comienzos, se basa el guión, o tienes el tiempo disponible para repetir el visionado de capítulos y captar detalles rebeldes pero cruciales, o bien sacrificas la asunción de esos detalles, de esas piezas del rompecabezas, en pos de avanzar en la trama principal. Mi caso es éste último.

Todo esto se ha revertido hasta cierto punto en esta última temporada. Ha habido muy buenas en general, pero no recuerdo ninguna que me dejara un nivel de satisfacción tan alto a nivel global como esta séptima. Posiblemente el motivo sea tan simple como, valga la redundancia, la simplificación. Se ha reducido notablemente el número de personajes, unos por haber recibido la visita de la Parca y otros abandonados en el ostracismo del desinterés. El hecho de concentrar la atención precisamente en los que nos resultan más conocidos -de los cuales incluso somos capaces de recordar el nombre- ayuda a seguir la trama, también mucho más desenredada. He podido leer críticas negativas a esta sutil metamorfosis, que puedo entender pero no compartir. Porque prefiero la diversión que me ofrece un producto directo, de magnífica factura, con escenas brillantes y momentos de impacto, al agobio de naufragar entre topónimos que me cuesta distinguir, unido a la sensación de estar infraconsumiendo un relato interesantísimo por el hecho de no haber leído los libros.

Tampoco hay que olvidar que esta diligencia en la sucesión de acontecimientos se debe a que la serie prácticamente termina ya. Han sido muchos años -fuera y dentro de la pantalla- de preparación para un conflicto entre partes diversas, humanas la mayoría, pero también no humanas y pseudohumanas, y, sinceramente, ya tenía ganas de su resolución. No porque no esté disfrutando de la serie y quiera que termine, sino porque, como se ha demostrado en otros casos, alargar el número de temporadas en exceso, dando vueltas sobre dragones, resulta tremendamente perjudicial para cualquier historia y más para una de este calibre.

El Dios Lagarto


lunes, 21 de agosto de 2017

La Era del Diamante


Para comentar La Era del Diamante, voy a hacer justo lo opuesto que su autor, Neal Stephenson. Es decir, voy a ser breve y conciso. Porque, sin ser una novela extremadamente larga, es una de ésas en las que da la sensación de que la historia narrada hubiera sido expuesta de forma más atractiva con una tercera parte de su longitud. Dicha historia no es en absoluto mediocre o aburrida, sin embargo acaba difuminada en un universo de detalles que conforman un distópico mundo irreal pero pacientemente verosímil. Y para los lectores minuciosos e inconstantes como un servidor, la sobrecarga de detalles es un lastre demasiado pesado como para poder disfrutar del viaje de su lectura. Nos encontramos en un momento de nuestras vidas en que cada minuto dedicado al ocio tiene muchísimo valor, lo que nos conduce a buscar un entretenimiento dinámico por encima del (farragoso) aprendizaje de culturas cuya existencia se sitúa en un universo paralelo de difícil acceso desde donde nos encontramos.

Esta saturación es lo que nos proporciona el género steampunk mezclando nanotecnología con estética victoriana, y además en China. Está descrito todo con generosidad, como si de un documental de naturaleza se tratara. Cuando leemos una novela de ciencia-ficción, somos conscientes de que los primeros capítulos contendrán descripciones del entorno creado por el autor, para situar a un lector obviamente ignorante. Y las atendemos con una disciplina disfrazada de interés. En cambio, en La Era del Diamante estas descripciones se mantienen casi hasta el final, cuando lo que queremos es que nos expliquen cómo se deshace el nudo de la trama, de manera clara, directa y, si no es pedir mucho, sorprendente.

La narración evoluciona, casi sin darnos cuenta. Lo que empieza siendo una ¿pequeña? estafa empresarial acaba en... algo más grande. Nos encontramos con personajes que aparecen y desaparecen, que tienen más relevancia de la que prometen y viceversa, con episodios espurios y relatos paralelos con un potencial que no acaba de explotar. Muchos de estos elementos serían los adecuados para una trilogía o una saga, de las que están tanto de moda hoy en día, pero que en una novela se quedan en una simple promesa. En cualquier caso, no queremos dar ideas al señor Stephenson, que deje este cuentecito del Manual Ilustrado tal y como está.

Es una gran novela, de ahí los prestigiosos premios que ha recibido. El estilo es excelente, la construcción de las frases prodigiosa (no mermada ni un ápice en la versión traducida al castellano que he leído). No obstante, los gustos y las circunstancias del lector deben ser tenidas en cuenta; si buscamos una aventura relativamente compleja, con sorpresas, giros argumentales, multitud de personajes, cierto sarcasmo y que además nos enganche, debemos esperar a que editen una versión resumida.

viernes, 28 de abril de 2017

Las consecuencias de alimentar a parásitos insaciables


Dos años después de jubilarse, había encontrado un nuevo y adictivo pasatiempo; nuevo para él, pues hasta aquel momento nunca se le había pasado por la cabeza dedicar un instante a semejante actividad, pero en absoluto para la sociedad, ni siquiera para su extremadamente tranquilo vecindario. Y adictivo, porque podía pasar horas enteras practicándolo sin apenas darse cuenta del transcurso de las mismas. Se acostaba por las noches deseando que llegara la mañana del día siguiente para proseguir; había llegado a un punto en que arrojar migas de pan a las palomas del parque constituía la única razón de su existencia.

De joven le costaba entender el ocio de aquellos viejos con tiempo libre infinito, consistente en alimentar a unos parásitos que lo único que hacían era defecar, procrear y picotear cualquier partícula pseudocomestible que rondara por el asfalto. Sin embargo, una tarde que estaba aburrido como una ostra viuda encontró en el suelo, junto a una papelera del parque, un pequeño bizcocho levemente mordisqueado y observado por una paloma de aspecto famélico. Casi por inercia, como el "señor" que les devuelve la pelota extraviada a los niños que juegan en el patio del colegio, agarró el bizcocho, pellizcó unas migajas y se las lanzó a la paloma. La satisfacción inicial por aquella acción no fue muy alta, pero sí lo suficiente como para que le entraran ganas de repetirla. Contra todo pronóstico aquello le resultaba divertido.

Semanas más tarde se convirtió en cliente preferencial de la panadería. Y todo el pan que compraba lo dedicaba a alimentar a sus flamantes amistades. Tal era la obsesión por su nuevo hobby que prácticamente se olvidaba él mismo de comer. Acudía al parque con tres kilos de pan -y algún croissant que otro para su clientela más golosa- dispuesto a repartirlo entre la población columbina del lugar. Su preocupación por que cada una de las aves que habitaban el recinto recibiera idéntica ración rozaba el paroxismo. A pesar de ser legión y casi idénticas, comenzaba a reconocerlas e incluso se atrevió a ponerles nombre a muchas de ellas. Las llamaba, las adulaba, les dedicaba tiernas palabras, pero las palomas iban a lo suyo, a comer las migas de aquel pan recién hecho y a decorar las distintas superfícies del parque y de toda la ciudad con sus gentiles excrementos. Él se había acostumbrado a su compañía y ellas, más por el interés de su aparato digestivo que por otra cosa, a la de él.

A veces la voracidad de las mimadas palomas le jugaba una mala pasada y recibía picotazos en las manos antes de que le diera tiempo de separar los proyectiles en forma de miga de pan. Lejos de molestarle, le impulsaba a realizar su labor con mayor diligencia, pensando erróneamente que el hambre de sus presuntas amigas cada vez era mayor. En una ocasión llegaron a arrancarle por completo la uña del dedo índice; el inmenso dolor fue rápidamente sustituido por el asombro -y el pavor- al contemplar la vehemencia con la que bebían del minúsculo charco de sangre producto de su reciente y pequeña mutilación.

No obstante, este insólito comportamiento no le desmotivó. Sentía que las palomas lo necesitaban -y era cierto-, pero realmente era él quien las necesitaba a ellas. No le importaban los picotazos cada vez más frecuentes con los que le recompensaban por su prolongado altruismo. Al contrario, se esforzaba por cuidarlas más, convencido de que la hostilidad se debía a que no las estaba alimentando convenientemente. Mientras, ellas ya no se conformaban con las manos; los brazos, el cuello y la cara se convirtieron también en objetivos. Un día en que no pudo comprar croissants y tuvo que sustituirlos por magdalenas, las palomas más golosas se aliaron y se concentraron en arrancarle la carne del antebrazo izquierdo, dejándole parte del radio al descubierto. No fue un ataque gratuito; realmente querían probar aquella carne humana y reseca.

Con tan opípara alimentación durante tanto tiempo, las palomas eran cada vez más grandes y fuertes, detalle que él obviaba pues sólo se fijaba en la agresividad que mostraban, sin duda motivada por un hambre atroz. Pudo ver con su ojo derecho cómo le arracaban el ojo izquierdo y lo devoraban entre tres en apenas dos segundos. La ropa tampoco suponía ningún tipo de protección, pues cada noche volvía a su casa con ella hecha jirones, así que el abdomen, las piernas y los genitales también se convirtieron en víctimas de aquellos picos implacables. Cada vez había menos carne en aquel cuerpo, entre la escasa alimentación y los bistecs que le seccionaban los colúmbidos. Cuando le arrancaron la nariz de cuajo comenzó a darse cuenta por fin de que no era el pan calentito que les traía puntualmente cada mañana lo que degustaban con mayor placer. Ni siquiera los croissants. Pero era demasiado tarde y no pudo escapar, principalmente porque ya no le quedaban dedos en los pies. Perdió el equilibrio y cayó al suelo, quedando a merced de una bandada de aves caníbales que por mucho pan y víscera humana que hubieran comido, seguían insaciables y agradecieron la generosidad de su benefactor dejándole literalmente en los huesos.


sábado, 8 de abril de 2017

Monster


sábado, 18 de marzo de 2017

Soy Leyenda


No resulta muy osado afirmar que Richard Matheson plasmó en Soy Leyenda el génesis de vampiro moderno, de la misma manera que Bram Stoker creó el vampiro clásico a través de su Drácula. Desde su publicación en 1954, se ha utilizado este híbrido entre vampiro y zombi en numerosas ocasiones, especialmente en el cine. Son muertos que han vuelto a la vida a los que también les repele el ajo y las cruces (a algunos), pero que atacan en manada y están desprovistos de la elegancia victoriana del alter ego de Vlad el Empalador. Por si no fuera suficiente, esta novela -no demasiado extensa, lo que incrementa el mérito- también nos muestra otro tipo de criatura, no estrictamente vampírica pues sigue viva, infectada por una bacteria que le ha robado la humanidad (en minúscula) y le ha dotado de fuerzas y debilidades similares a las de los vampiros. Por esta razón resulta difícil distinguir unos de otros.

Y hay un tercer humanoide en esta historia. Humano y único. Robert Neville, nuestro héroe. Un hombre anclado en una rutina estricta y forzada por la necesidad de supervivencia, al que la única compañía es la soledad y los trágicos recuerdos de un pasado junto a su familia. Ah, y los vampiros que por la noche asedian con golpes, gritos y provocaciones el búnker en el que ha convertido su antiguo hogar. A pesar de los terribles peligros del exterior, la sensación de protección de Neville en el interior de su casa es suficiente para que ningún monstruo le resulte una amenaza, y necesaria, junto a la música provista por un viejo tocadiscos y unos cuadros mostrando paisajes anhelados, para mantener la cordura.

Porque durante la mayor parte de la novela, los vampiros suponen sólo el contexto de una historia que transcurre principalmente en la mente de Neville. La soledad extrema en la que vive durante el día le invita a pensar mucho y a recordar tanto que el alcohol que ingiere no es suficiente para aplacar pensamientos tan dolorosos como la pérdida de su hija y su esposa. La novela se estructura a partir de las diferentes fases por las que atraviesa el protagonista: soledad y apatía, desesperación y alcohol, añoranza, esperanza, lucha... y rendición.

Durante demasiados años, Neville divide su rutina diaria en dos tareas principales: por un lado, la más importante, reforzar el búnker de su casa, sustituyendo los espejos que las criaturas han roto durante el asedio nocturno y reemplazando ristras de ajos, entre otros trabajos de mantenimiento; y por otro lado, intentar la reconquista de su territorio liquidando vampiros mientras éstos están durmiendo. Ninguna de las dos tareas cambiará a corto plazo su situación, pero al menos aumentará la probabilidad de "disfrutar" de un día más de existencia.

Lógicamente, en este contexto el estado de ánimo de Neville se convierte en una auténtica montaña rusa. Y tras unos días de desesperación y de estar a punto de arrojar la toalla, su voluntad resucita y empieza a plantearse ciertas cuestiones con una inusitada racionalidad. El hecho de que los vampiros huyan del ajo, de los espejos, de los crucifijos... debe tener una explicación científica. Y, con su escaso bagaje académico, comienza a leer, a aprender, a investigar. Y se da cuenta de que algunos mitos, como el del ajo, se explican gracias a un análisis de la bacteria que ha provocado semejante cataclismo. y otros, como la aversión a los crucifijos, simplemente derivan de un componente subjetivo y de fanatismo religioso. Las conclusiones a las que llega tras su encomiable esfuerzo indagador resultan ciertamente estériles.

La soledad perenne que lo envuelve, aderezada por estos infructuosos resultados en la búsqueda de una solución pragmática a su problema y al de la Humanidad (en mayúscula), le conduce de nuevo a una depresión que parece definitiva. Sin embargo, de repente, surge un pequeño estímulo que lo mantiene a flote; un perro temeroso, esquivo, enigmático, se convierte en su nuevo centro de atención y, en definitiva, en una razón para seguir luchando. Tras observar su conducta y tratar de ganar su confianza durante muchos días, Neville consigue acceder al animal. Pero éste resulta estar contagiado, como no podía ser de otra manera dada su larga exposición al corrupto mundo exterior, y finalmente muere en uno de los episodios más desgarradores de la novela.

Días más tarde, en esta racha de encontrar otros seres vivos diurnos, Neville encuentra lo que cree ser una mujer. La persigue, con la mezcla de esperanza y desesperación que le ha acompañado durante los últimos años, y cuando consigue alcanzarla y convencerla, la sospecha preside su relación hacia ella. Efectivamente, ella está infectada, es una de esos neovampiros que lo acosan por las noches pero evolucionada, más cuerda y civilizada que aquellos seres. Pertenece a una nueva especie pseudohumana, no necesariamente ni genéticamente superior a la humana a la que aún pertenece Neville, pero sí demográficamente más numerosa. Gracias a eso se han adueñado del planeta y son conscientes de que nuestro protagonista es probablemente el último vestigio de una raza que dominó la Tierra durante siglos.

Por eso deben eliminarlo de manera inevitable. Algo que Neville asume con frialdad y resignación. Porque podrá descansar y poner fin a la tortura en la que se convirtió su vida desde que enterró con sus propias manos a su mujer. Y porque pasará a la historia como el último de su especie, de una especie biológicamente débil pero insólitamente prodigiosa. Porque será leyenda.

viernes, 3 de febrero de 2017

El Destino del Inmortal


Llevaba siglos en la Tierra, y los que le quedaban. Había visto nacer y morir decenas de generaciones, y lo había hecho con absoluta indiferencia, pues era incapaz de amar y de odiar. Era el primero de su especie y prácticamente el único. Al menos nunca había conocido a nadie semejante a él. Eso lo satisfacía plenamente y lo llenaba de orgullo, o por lo menos un sentimiento parecido.

Por esta afición a la exclusividad Makharius-14 rechazaba el vampirismo. Él era único y no deseaba convertir a nadie en nada como él. Su peculiaridad y su longevidad le concedían mucho poder en aquella sociedad corrupta y al borde del colapso y difícilmente renunciaría a ella. Además, cada vez con más frecuencia, un nuevo descubrimiento tecnológico hacía dar un paso cada vez mayor al progreso de la civilización y él se hacía más fuerte.

Era consciente de ser un organismo cibernético prácticamente desde su primera actualización. Por desgracia para él, su condición resultaba evidente para el resto del Universo y quienes osaban mofarse de él lo hacían dirigiéndole el apelativo de "robot", antes de ser fulminados por el rayo láser de 14 voltios del ojo izquierdo de Makharius-14. Porque, a pesar de su ausencia de carbono y de células con tendencias suicidas, de su incapacidad de sentir dolor y felicidad, de su memoria finita pero ampliable y su procesador infalible, se consideraba humano.

Lo hacía a pesar de que la especie humana había alcanzado como sociedad un nivel ético subterráneo. La violencia y las hostilidades eran continuas, entre continentes, entre ciudades, entre ciudadanos. Era un comportamiento que Makharius-14 no entendía y probablemente por ese motivo se abstenía de analizar y, por consiguiente, de imitar. Como tampoco se veía perjudicado, por su férrea constitución y su inalterable personalidad, pocos gestos hacía para combatir la autodestrucción de aquella inmunda sociedad.

Se sentía inmortal; había sobrevivido y sobreviviría a todos aquellos seres, humanos reales, a los que le gustaba equipararse para poner de manifiesto su biónica superioridad. No le importaba en absoluto que murieran, ya fuera por un crimen abyecto o por causas naturales. Por eso, la guerra global que se estaba cocinando le pilló totalmente desprevenido.

Tras la guerra nuclear que redujo drásticamente la población mundial, sobrevino un apocalipsis. Los recursos naturales eran escasos, especialmente los energéticos. En todo el yermo en que se había convertido la Tierra desapareció cualquier medio para producir electricidad.

Makharius-14 comenzó a inquietarse. Por más que se desplazara por multitud de núcleos urbanos, a la vertiginosa velocidad que le permitía la actualización 13.2.1, no lograba encontrar ninguna toma de corriente que funcionara para conectarse y recargar su batería. Su duración era considerablemente larga, pero si no lograba acceder a una fuente de energía lo antes posible, lo iba a pasar realmente mal.

Su búsqueda resultaba desesperante e infructuosa. Para colmo, a su alrededor contemplaba a aquellos frágiles humanos reseteando su civilización, purificando agua, cosechando los campos fértiles que habían escapado de la radiación, incluso devorándose puntualmente los unos a los otros. Ese instinto de supervivencia, del que Makharius-14 carecía por resultarle hasta entonces innecesario, le acercó a la comprensión de un sentimiento entre la envidia y la ira. No podía comer tubérculos llenos de tierra, ni beber agua levemente contaminada, ni siquiera devorar entrañas humanas. Nada de eso recargaría su batería. Necesitaba algo que se había ido y tardaría en volver mucho más que el tiempo que le quedaba de energía en su otrora orgulloso organismo cibernético.

La lucecita roja y los estridentes pitidos que anunciaban que a su batería, como a él, le quedaban horas de vida, fueron el punto a partida a pensamientos insólitos y angustiosos sobre su futuro inminente. Nunca había pensado que ese momento llegaría y lamentó profundamente su indolencia cuando observaba, incluso divertido, cómo los humanos se destruían los unos a los otros. Tal vez hubiera podido hacer algo... Como en cualquier lamentación, ya era demasiado tarde y, caprichos del destino, su posible resurrección dependía de aquellos seres inferiores.

Quizás algún alma caritativa lo encontrara y lo preservara hasta que volviera la corriente eléctrica y pudieran darle vida cual monstruo de Frankenstein. O la fortuna le fuera adversa y cayera en manos de unos vándalos desalmados, tan numerosos en aquellos tiempos de saqueos y delincuencia, y lo desguazaran para vender las piezas a cambio de medio kilo de melocotones. También existía la posibilidad de que un día despertara, con su consciencia intacta pero privado de su poderío físico, convertido en, por ejemplo, una tostadora.

sábado, 21 de enero de 2017