sábado, 21 de septiembre de 2013

El dios Ciervo

En aquel Bosque nadie era lo suficientemente viejo como para recordar la vida sin Cernunnos, el dios Ciervo. Los más ancianos aún recordaban las historias que les contaban sus abuelos, que relataban cómo aquella astada deidad surgió de las profundidades del Inframundo, concretamente desde la enigmática Sima de los Gasterópodos. Sin embargo, con cada generación, semejante génesis iba adquiriendo un mayor rango de leyenda.

Porque poco importaba de dónde había salido aquel extraño y poderoso ser. Lo que realmente trascendía en las vidas de los habitantes del Bosque era que su presencia suponía una garantía de lujuria y bienestar. Ardillas, conejos, incluso el viejo oso pardo Abelardo, eran plenamente satisfechos en todas sus vitales necesidades. Cernunnos se había ocupado y preocupado por aquellos seres desde el momento, decían, de su llegada.

Era un tipo corpulento, de avanzada edad, que permanecía la mayor parte del tiempo sentado y con las piernas cruzadas. Lucía una poderosa cornamenta que era la envidia de alces, renos e incluso los apáticos búfalos que de vez en cuando se dejaban ver por el lugar. Era austero, incluso huraño, amante de una soledad compatible con cierta versión de la generosidad. Su voz, poco prodigada, sonaba como el más solemne de los truenos y sus palabras alcanzaban un grado de elocuencia que dejaba boquiabiertos a los cándidos animalillos que acudían a él en busca de consejo.

Dos artilugios destacaban entre sus escasas pertenencias: un torque mágico, que siempre llevaba en el cuello y que muchos alcahuetamente aseguraban que era el secreto de su eterna juventud. Y, sobre todo, el célebre Cuerno de la Abundancia, un extraño artefacto del cual podía extraer cualquier objeto, por muy insólito que éste fuese. Era un cuerno de aproximadamente un metro de largo y con un enorme orificio; era la razón tácita de su poder, pues atendía todas las legítimas necesidades de los habitantes del Bosque, por muy estrafalarias que éstas resultasen.

Aparte de toda esta modesta parafernalia, disponía incluso de una especie de Guardia Real, compuesta por Otto la mofeta, Wilfred el oso hormiguero, Rogerio el puercoespín y Salustia "Sally" la comadreja. Eran guardianes fieles y mantenían el orden y protegían a Cernunnos con contundente devoción. Gracias a ellos, y a la escasez de incentivos de los dóciles ciudadanos a alterar el status quo, el Bosque disfrutaba de un equilibrio económico y social envidiable.

Pero un día, un mal día, ese equilibrio se vio fatalmente truncado. Sally, la fiel comadreja, había desaparecido. Y con ella, el venerado Cuerno de la Abundancia.

sábado, 7 de septiembre de 2013

Amigas de lo ajeno

A Calais Rupérez le llamó la atención el porte tan distinguido del indigente que pedía limosna en la puerta de aquel supermercado de la cadena Strofiades. Los típicos harapos que le ataviaban no impedían a cualquier transeúnte distraído fijarse en la incongruente regularidad de su barba y la firmeza de su mirada.

La curiosidad aporreó la puerta del cerebro de Calais Rupérez y le obligó a interactuar con aquel enigmático individuo. Cuando se acercó, pudo observar la extrema delgadez de su anatomía, en un estado como si hubiera permanecido varias semanas sin probar bocado. A decir verdad, la determinación en los ojos de aquel mendigo compartía habitación con un deseo alimenticio insatisfecho.

En ese momento, el resorte de la compasión se activó en los nada enrevesados engranajes de la moral de Calais Rupérez y, sin prometer formalmente nada al mendigo, accedió al interior del establecimiento con la intención de comprar algo que aquel buen personaje pudiera llevarse a la boca. Una lata de anchoas, una bolsa de anacardos y un brik de zumo de pera, todo de la marca más barata, fue su definición de manjar ideal para aquella situación de emergencia. Tras derrotar a un par de trolls y a una hidra multicéfala en la cola de la caja, salió risueño y orgulloso del supermercado dispuesto a completar su pequeña misión humanitaria.

La cara de espanto con la que lo recibió el mendigo dejó a Calais Rupérez estupefacto. Antes de aceptar aquella dádiva, miró nerviosamente alrededor, como si presagiara la llegada de algún infortunio. Finalmente, en parte como recompensa al generoso gesto de Calais Rupérez, el pobre hombre habló y despejó algunas incógnitas de aquella misteriosa ecuación.

Su nombre era Fineo y, de una manera poco sorprendente, procedía de los Balcanes (aunque él lo seguía llamando, con cierto acento nostálgico, Tracia). Afirmaba ser rey, con un orgullo que no resultaba incompatible con un diagnóstico de esquizofrenia, y aseguraba que su situación actual se debía a un castigo impuesto por los Dioses. El malvado castigo consistía en tres seres monstruosos que acudían velozmente cuando detectaban que se disponía a comer para robarle el alimento o, en su defecto, defecar sobre el plato para hacerlo incomible.

Dadas las circunstancias, de ser ciertas, era lógico que Fineo pasara hambre. El exiliado rey, viendo el escepticismo de Calais Rupérez, optó, tras un suspiro de resignación, por poner de nuevo a prueba el mecanismo de aquel castigo divino y procedió a abrir la lata de anchoas baratas. Unos graznidos terroríficos acompañaron casi al unísono al leve chirriar del abrefácil de la lata...

La primera en llegar fue Ocípete, haciendo alarde de su velocidad sin parangón. Una ráfaga de viento precedió a la llegada de Aelo y, por último, tras fundirse casualmente las farolas de aquella parte de la calle y oscurecerse repentinamente el cielo, Celeno hizo solemne acto de presencia.

Eran realmente espantosas. Aves con cabeza y pechos de mujer que sembraban el pánico y, sobre todo, la suciedad allá por donde pasaban. Aterrorizado, Fineo abortó la misión de apertura de la lata de anchoas. Se agazapó en un patético ademán de sumisión mientras aquellas horribles harpías inspeccionaban el terreno. Calais Rupérez no comprendía nada. Vio cómo las harpías mecánicamente recogían los manjares que él mismo había seleccionado para el monarca venido a menos. Le robaban literalmente la comida. En el caso de la lata de anchoas, no obstante, y quizá por la complejidad del envase, decidieron adornarlo con un bonito y viscoso excremento.

Esto fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Calais Rupérez. Desconocía el motivo por el cual los Dioses habían castigado a Fineo, pero le resultaba indiferente. Así que, en un acto de extrema heroicidad con unas gotitas de indignación, el cual probablemente, dada su reacción, aquel reyezuelo de pacotilla ya preveía, Calais Rupérez utilizó la gesticulación más ridícula que se le ocurrió para espantar a aquellas apestosas y repelentes palomas.