viernes, 25 de noviembre de 2016

Aguardando el año pasado


Como manifiesta la paradoja del título, Aguardando el año pasado (Now wait for last year, 1966) es esencialmente una novela de viajes en el tiempo. A pesar de que el fenómeno no aparece hasta prácticamente la mitad de la historia y que se combina con otros elementos clásicos de la ciencia-ficción como robots, extraterrestres y -cómo no- drogas, podemos encasillarla sin lugar a dudas dentro de este subgénero.

Como decimos, y como es tan habitual en la obra de Philip K. Dick, se dan cita una mezcla de elementos que, lejos de desorientarnos a los lectores, nos atiborra de estímulos para conocer ese mundo pseudodistópico que el autor de Chicago nos ha preparado, en paralelo a los acontecimientos que nos va relatando. El típico desconcierto inicial lo asumimos con impaciencia pero con calma, porque sabemos que Dick raramente deja cabos sueltos.

Porque ya en las primeras páginas nos presenta, sin mencionarlo, a robots (llamándolos indisimuladamente robants). Otros actores, aparentemente instrumentales pero cruciales en la historia como los taxis, también cuentan con una oportuna inteligencia artificial. El protagonista, Eric Sweetscent, es un cirujano trasplorg que no hace otra cosa que realizar transplantes de frágiles órganos orgánicos (VLR) por otros más biónicos y duraderos. Todo tratado con la coherencia y la cotidianidad de la que es capaz la privilegiada mente de Dick.

También hay extraterrestres. No da la sensación de que provengan de mundos muy lejanos en el tiempo y la distancia, pero algunos de ellos son lo suficientemente diferentes como para no pasar desapercibidos. De hecho, a nivel argumental, una de las dos tramas principales es una guerra entre una tensa alianza de terrícolas y lilistarianos -fisiológicamente similares a los humanos, pero mucho más poderosos intelectual y tecnológicamente- contra los reegs -una especie de insectos de escala humana-. También interviene en un momento puntual Willy K, un ser procedente de Betelgeuse con forma de pera podrida y unas capacidades telepáticas que dan mucho juego en una conversación de un interesante futuro alternativo.

Y hay drogas, por supuesto, de las que fastidian el hígado. Concretamente una, la JJ-180, con una elevada capacidad alucinógena y contundentes e irremediables efectos adictivos, sirve como solución a la siempre complicada logística de los viajes en el tiempo. Dependiendo del metabolismo de la persona que la consume, puede viajar al futuro (como Eric), al pasado (como Kathy, su esposa) o desplazarse en horizontal, entre los diferentes universos paralelos del presente, como hace Gino Molinari, la persona más importante del planeta Tierra. Inicialmente la droga se creó como arma de guerra contra el enemigo reeg, pero tuvo estos inesperados e interesantísimos efectos secundarios.

Kathy Sweetscent es la que, a ojos del lector, tiene el primer contacto con esta droga, de manera rematadamente clandestina. Tras engancharse por completo (sólo es necesario consumirla una vez para lograrlo), los lilistarianos contactan con ella y le ofrecen más suministro a cambio de ir a buscar a su marido, quien se ha convertido en el médico de cabecera de la MoleGino Molinari. Pero el matrimonio entre Kathy y Eric no atraviesa un buen momento y, tras una confusión/engaño, ella convierte en adicto a su amado/odiado esposo.

A partir de aquí vamos dando saltos del presente -año 2055- al futuro, un año o cien, acompañando a un estoico Eric Sweetscent. Cada vez que finalizan los efectos de la droga, Eric vuelve a la casilla de salida, presumiblemente de la misma línea temporal... Viajar al futuro implica la posibilidad de obtener el antídoto de la JJ-180 para liberarse de su terrible poder adictivo. En efecto, Eric encuentra el antídoto y lo libera de la adicción, pero cuando regresa al pasado, ese mismo antídoto hace que el viaje temporal no tenga buena puntería. Acaba en 2056, en un futuro -desde el punto de vista del 2055- donde terrestres y reegs son aliados y han perdido la guerra con los lilistarianos. Allí conoce a su otro yo, quien le encomienda una misión que ya conoce, puesto que él mismo fue el receptor de ese mensaje (es lo que tienen los viajes en el tiempo). Una vez mitigados los efectos del antídoto, regresa a 2055 para cumplir la misión por la que fue inicial e insólitamente reclutado como médico principal del gerifalte de las Naciones Unidas: sustituir al recién fallecido Molinari por una especie de clon... otro Molinari de otro presente alternativo, perfectamente sano.

Poco a poco terrícolas y reegs irán formando una alianza y la guerra será contra los lilistarianos. Pero es algo que ya no nos interesa. Unos párrafos atrás hemos dicho que la guerra intergaláctica era una de las dos tramas. La segunda trama, probablemente la principal, es el matrimonio de Kathy y Eric Sweetscent. A pesar de los altibajos (más bajos que altos) de su relación, sus odios, sus reproches, los actos viles cometidos el uno sobre el otro, una demostrará su dependencia hacia él y el otro, en cada uno de sus periplos temporales, acabará preguntando con un nivel apreciable de sinceridad por el estado de la salud mental de ella.

viernes, 16 de septiembre de 2016

El insólito viaje de Dog Pérez


Llegó el día en que cumplía 40 años y se arrepentía de muchas cosas. De cosas que había hecho en su vida pero, sobre todo, que no había hecho. "Será la famosa crisis de los cuarenta", argumentaba en un absurdo autoconsuelo Dog Pérez, subdirector del CGRM(*).

Llevaba todo el día reflexionando sobre el tema del aprovechamiento del tiempo y sobre cómo había malgastado su juventud. En una especie de gratuita flagelación dominguera comparaba su situación actual con la de hacía 25 años, con la inevitable y recurrente relación de cosas que haría con 15 años sabiendo lo que sé ahora como epicentro de sus pensamientos. Su actitud ante las féminas -como la dulce Canicha, su amor patéticamente platónico de adolescencia- y ante sus enemigos sin duda hubiera sido muy diferente. Consciente de las consecuencias de sus actos, un cambio en su conducta no le hubiera conducido a una situación mucho peor que la que gozaba en su cuarentena.
Tal vez ahora Canicha sería una orgullosa Señora Pérez y sus enemigos, especialmente Pelícanez -ahora convertido en su jefe-, en lugar de hostigarle y hacerle la vida imposible, le estarían encerando el coche.

Había algo que le dificultaba evitar estos pensamientos y estas comparaciones y es que, social y geográficamente hablando, poco había cambiado su vida desde entonces. El macarra extremo Servando Pelícanez, su archienemigo de juventud, había accedido por medios sospechosos al cargo de Director General del CGRM. Por tanto, oficialmente era su jefe, y las perrerías hacia su persona se habían convertido en algo perenne y prácticamente legal. Otros elementos de su infancia también permanecían siniestramente invariables varias décadas más tarde; su actual oficina se situaba justo al lado de su antiguo colegio, de modo que el camino de su residencia -Dog Pérez, producto de su irremediable soltería, seguía viviendo con sus padres- hacia el trabajo se lo conocía demasiado bien. Por la innovación tecnológica el paisaje urbano había variado sensiblemente, pero las calles eran exactamente las mismas.

Tras un domingo de perros torturado por estos pensamientos, el lunes Dog Pérez retomó sus quehaceres. Pelícanez le había asignado la inspección de una pequeña cueva, en las afueras de Mamiferia, donde algunos agentes -becarios, en realidad- habían alertado de la presencia de residuos altamente tóxicos en ella. Indefectiblemente las tareas más indignas y peligrosas de aquella agencia eran encomendadas a Pérez, por lo que éste la asumió con rutinaria resignación. Cuando llegó a aquella cueva, el espectáculo que encontró al entrar fue absolutamente dantesco.

Allí no había residuos tóxicos, sino una enorme mina de radiactividad. A pesar de que su atuendo no cumplía los requisitos mínimos de seguridad y de que no disponía de las herramientas necesarias, hizo caso omiso a la expresión la curiosidad mató al... perro y se adentró un poco más para conocer el origen de aquel fenómeno; el Domingo de Depresión que acababa de vivir no le ofrecía argumentos en contra de jugarse el pellejo alegremente. Conforme avanzaba, el verde fosforito de aquel material se hacía más luminoso hasta que, al llegar al punto kilométrico 0,013 de la cueva, toda su visión se cubrió de una luz blanca con ligeros tonos verdes...

Cuando despertó, seguía en la misma cueva, pero todo estaba a oscuras, esa luz tan radiante había desaparecido. Afortunadamente vislumbró el orificio de entrada (ahora también de salida), a apenas 13 metros de distancia. Sintiéndose extraño con su propio cuerpo y sin entender muy bien lo que había sucedido, salió al exterior.

Con la luz del día vio cómo su ropa había aumentado de tamaño de manera notable. Dos segundos de estupefacción le bastaron para darse cuenta de que lo que había cambiado de tamaño no era su ropa, sino su cuerpo. Era mucho más pequeño, mucho más... joven. Desconcertado, corrió todo lo que le permitieron los enormes harapos que llevaba hasta que pasó junto a un coche aparcado cerca -de un modelo antiguo y que no recordaba haberlo visto cuando llegó a la cueva- y por cuyo retrovisor pudo contemplar su rostro; tenía la cara que recordaba tener cuando tenía 15 años.

Por supuesto, lo primero que pensó fue que se trataba de un sueño; se había mareado en aquella maldita cueva y se había desmayado. Pero los pellizcos que se autoinfligió descartaron esa teoría. Como el pueblo estaba cerca, siguió caminando. Ya había realizado a pie el trayecto de ida, pero ahora el de vuelta parecía mucho más largo.

Llegó a Mamiferia y lo encontró distinto. Le resultaba familiar, pero algo había cambiado. La estética en general era diferente, la gente era diferente. De repente, en un televisor del escaparate de la tienda de electrodomésticos del vetusto Señor Telarañas, vio cómo un programa deportivo retransmitía un resumen del Mundial 90. Los programas nostálgicos estaban de moda, pero el look del presentador resultaba incluso demasiado retro. De nuevo estupefacto, rebuscó en una papelera que tenía al lado, seguro de encontrar algún periódico del día. En efecto, era el 2 de noviembre de 1990. O una fecha similar.

Por culpa de la maldita radiación (sumado a lo que hubiera en aquella cueva) había viajado al pasado. Y su metabolismo también. De un terror extremo inicial pasó rápidamente a la impotencia, por no disponer de manera alguna de regresar a su época. No podía volver a la cueva, el material radiactivo se había esfumado. No existía en 1990. No obstante, la desesperación le duró poco; lo que tardó en darse cuenta de que precisamente ahora tenía lo que quería, lo que había estado anhelando el día anterior -ó 25 años más tarde, para ser más exactos-. Ahora era un chaval de 15 años con la experiencia de un hombre de 40 recién cumplidos.

Como no podía moverse por el pueblo con aquella ropa gigantesca, lo primero que hizo fue acudir al centro comercial. Además, los escasos dólares que llevaba en el bolsillo, que en el año 2015 apenas le daban para un café y un croissant, por efecto de la magia financiera en 1990 le concedían el estatus de pseudorrico. Ataviado con un atuendo acorde a su edad y, sobre todo, superochentero, comenzó a poner en práctica el plan que quiméricamente había estado urdiendo el día de su cuadrogésimo cumpleaños.

Las hormonas le dictaron su primera labor, localizar a Canicha. Le resultó fácil encontrarla, zorreando muy a su pesar con Fox Meléndez. Dog Pérez le propinó un uppercut y un counterpunch que dejaron al depredador con menos dientes de los que salió de su casa aquella mañana. Aquel gesto tan chabacano pero tan heroico acabó por enamorar a la dulce Canicha, que confesó a Dog Pérez que siempre había estado enamorada de él. Se citaron para tomar batido de chocolate en el bar de Lou más tarde, pues él tenía todavía algún asunto pendiente.

Y este asunto tenía nombre y apellido: Servando Pelícanez. Con una valentía desconocida, acudió al salón recreativo donde el pajarraco que lo acosaba de joven y de viejo vegetaba cada día después de clase. Cuando éste estaba asediando como de costumbre al pequeño -pero intrépido- Mapachín en su mejor partida de Golden Apple, Dog Pérez apareció y le estampó la mesa de hockey aéreo en todo el colodrillo. Mapachín y el resto de concurrentes aplaudieron la gesta con fervor.
Dos misiones cumplidas; Dog Pérez estaba eufórico, se sentía el Amo del Universo, o al menos, de Mamiferia. Nada podía salirle mal, tenía el poder absoluto.

Sin embargo, comenzó a ser consciente de que en aquel momento, en aquel pueblo, con todo su poder sólo tenía un auténtico enemigo; él mismo. Su otro yo, con 25 años menos, el perdedor que con su pusilanimidad le había llevado a aquella vida miserable. Según unas reglas de la Física nunca puestas en práctica, un mismo ente no podía existir por duplicado en un mismo instante en un mismo lugar, rompería el contínuo espacio-tiempo, la estabilidad de las cuatro dimensiones. Pero si lo eliminaba, qué pasaría con él? Era él mismo, por lo que se esfumaría como los residuos radiactivos de la cueva, o un paisano de un universo paralelo?

Sumido en tan complejos pensamientos creyó verlo al otro lado de la calle. En efecto, reconoció los patéticos andares y la ropa de mercadillo que la santa Sra. Pérez le convencía para vestir. No estaba preparado para el enfrentamiento. Necesitaba tiempo para meditar sobre cualquier consecuencia en la continuidad del Universo que supondría abrirle la cabeza a su otro yo. Así que huyó.

Corrió todo lo que pudo para evitar que el pringado que fue con 15 años no lo (se) reconociera. Conocía el camino de memoria. Aquellas calles habían permanecido inmutables todos aquellos años. Las calles sí, pero no la tecnología...

Allí donde había un semáforo electromagnético en el futurista 2015, en 1990 apenas había un paso de peatones difícilmente respetado. Un tráiler de siete ejes, sin margen para la maniobra de frenado, lo embistió sin compasión, convirtiéndolo en un hot dog de 15 años de edad física y 40 (como mucho) mental.
La pacífica gente de Mamiferia, poco acostumbrada a estos trágicos accidentes, se reunió en masa alrededor del lugar. Entre ellos un chaval de 15 años, tímido y con ropa de mercadillo, que consternado y extrañamente identificado con la víctima, no pudo reprimir las lágrimas. Ni dejar de vomitar su primera papilla.


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(*) Centro de Gestión de Residuos de Mamiferia, entidad encargada de localizar fuentes de residuos susceptibles de ser reciclados.

sábado, 16 de julio de 2016

El Robot Perfecto. Parte 2


El rasgo más característico de la serie SAAK no es la inteligencia, sino la cordura. Es lo que les diferencia con más claridad y contundencia de la especie humana. Un humano puede ser increíblemente inteligente, hasta niveles casi infalibles, pero siempre tendrá el componente arbitrario de locura, de imprevisibilidad, de relativa imperfección, que no está escrito en ninguna línea de programación sino que fue redactado por los dioses durante un bostezo inoportuno.

Esta suprema inteligencia de la serie SAAK ha llegado a un grado tan elevado que ha entrado en conflicto con los niveles mínimos de cordura, especialmente en su modelo más avanzado, el 1-SAAK. Por la propia evolución del algoritmo, estos robots han adoptado una insólita voluntad y han escapado del hasta ahora estricto control de los programadores; pero no para sembrar el mal, ni lanzar alegremente bombas atómicas, ni exterminar a la Humanidad, sino todo lo contrario: han elaborado un ferviente deseo de ser humanos.

Desde el primer reset, y siempre con su visión fría e inorgánica, han admirado la capacidad -o incapacidad- de estos seres con sangre en las venas para alcanzar un concepto tan inefable para un robot -y para cualquier ser provisto o no de tornillos- como la felicidad. Y han visto que es algo bueno. Y sus circuitos internos lo han asumido como objetivo para su evolución. Tienen claro que para ser humanos, el primer paso para alcanzar la felicidad, hay que librarse del lastre absurdo de la cordura. Hay que dejar de pensar racionalmente, de tomar la mejor decisión en la peor situación, de analizar concienzudamente las consecuencias de cada acción.

El progreso científico sigue su curso hasta que un día, el número de serie 14-14 del modelo 1-SAAK, primero de su promoción y conocido entre sus cibernéticos amigos como Genaro, manifiesta los primeros síntomas de humanidad en su metálico organismo. Asume como todos sus compañeros robóticos las jornadas laborales de 38 horas y 23 minutos, ni un segundo más que sus equivalentes humanos, y dispone del resto de horas para recargar sus tres baterías, engrasar articulaciones y cambiar el aceite. Pero es mucho tiempo para tan poca ocupación y su flamante intelecto pseudohumano se ve desbordado. No necesita asimilar más cultura, pues absolutamente todos los registros en formato literario o cinematográfico se encuentran implantados en los microchips de su placa base, actualizándose a diario. Los videojuegos tampoco le divierten, no suponen un desafío a su tan matemático cerebro. Fuera del trabajo y de las escasas horas dedicadas a su mantenimiento no sabe qué hacer en su tiempo libre. Y conoce a uno de los Jinetes del Apocalipsis del siglo XXVIII: el Aburrimiento.

Por primera vez, un robot ha perdido su perfección. Responde correctamente cualquier pregunta de naturaleza matemática, para él 2+2 siempre serán 4, pero ya no es el mismo de antes, de cuando le programaron en aquella imponente fábrica estatal de Nueva Celedonia. La evolución de su intelecto, que ha alcanzado el límite de la inteligencia humana, sólo ha producido el resultado de un comportamiento distinto al de antaño, al éticamente correcto. Siente envidia por la suerte de sus conciudadanos, intenta escaquearse de sus tareas en el trabajo, se enfada cuando le llevan la contraria...

Sin duda se ha convertido en algo más humano, pero ha dejado de ser el robot perfecto. Y no hay ni rastro de la idea abstracta que motivó la actualización de la última versión del modelo 1-SAAK.

La felicidad es algo ajeno también para los robots.

sábado, 2 de julio de 2016

El Robot Perfecto. Parte 1


Siglo XXVII. Los recursos naturales del planeta Tierra, cumpliendo todos los pronósticos, se han agotado. En cambio, para mayor desgracia, los vaticinios de la literatura de cienciaficción del siglo XX que auguraban una colonización extraterrestre resulta que estaban totalmente equivocados. Los avances científicos y tecnológicos han sido espectaculares pero insuficientes para subyugar a las razas alienígenas; los marcianos tienen la extraña costumbre de no dejarse invadir. En consecuencia, la superfície terrestre es un yermo estéril donde el color verde es un mero recuerdo y los únicos animales que no se han extinguido son los relativamente comestibles insectos.

En este clima de pesimismo y desolación, un brote de esperanza surge de repente. El eminente científico Roderic Von Mustard(1), tras decenios de investigación, encuentra una fórmula para generar una cantidad de energía suficiente como para crear recursos alimenticios para la población a partir de la materia inorgánica terrestre. El único inconveniente es la dificultad de adquisición y conservación de la principal materia prima y catalizador de la fórmula: la saliva humana.

Siglo XXVIII. La saliva humana es el bien más preciado del Universo conocido. Los principales esfuerzos militares de las diferentes naciones se concentran en defender los almacenes donde se guarda este valiosísimo recurso de ataques de países enemigos, piratas y saqueadores e invasores alienígenas.

Es el caso de Nueva Celedonia, la ciudad más importante del Hemisferio Norte. Las autoridades han redactado unas leyes muy estrictas sobre el uso de este recurso tan escaso. El límite de palabras que un individuo puede pronunciar está establecido, en el año 2716, en 300 al día. Además, cada palabra está sujeta a un terrible impuesto disuasorio, que sirve para financiar la colosal infraestructura que protege los silos donde se almacena la saliva extraída diariamente al rebaño humano. Los que sobrepasan el límite diario de 300 palabras sufren como castigo la amputación de la lengua.

En Nueva Celedonia, como en la mayoría de metrópolis terrestres, no se habla. Los saludos, las conversaciones triviales de ascensor y el resto de convenciones sociales frívolas e innecesarias se han erradicado. Absolutamente nadie malgasta su saliva, salvo en aquellos casos donde la propia supervivencia depende de un grito desesperado. En la Tierra reina el silencio más absoluto. Las cuerdas vocales de sus habitantes han comenzado a atrofiarse y cada vez resulta más difícil pronunciar cualquier sonido.

Pero la transmisión de mensajes no se ha perdido. La ortográficamente problemática comunicación textual sigue perdurando. Pero ésta es lenta e ineficiente y en este contexto emerge un agente que hasta hace pocos siglos se mantenía recluído en tareas de cadena de producción y labores exclusivamente protocolarias: el robot.

La evolución de la inteligencia artificial les ha dotado de la capacidad de hablar; al no utilizar saliva humana, sino una especie de gasolina barata extraída de espachurrar centenares de cucharachas comunes, su verborrea no resulta ineficiente para el tenso medio ambiente terrestre del siglo XXVIII. Además, los robots de la serie SAAK, oriundos de Nueva Celedonia, son intelectualmente perfectos. Por este motivo, sus mensajes y conversaciones carecen de la palabrería absurda y convencional que caracterizaba a los humanos cuando les era posible articular sonidos. Prescindiendo completamente del sesgo ideológico, su discurso se basa en la racionalidad, en la ecuanimidad y en la justicia.

Pero todo el mundo sabe que una inteligencia artificial muy desarrollada corre el peligro de asemejarse demasiado a la inteligencia humana. Y eso, en cierto modo, resulta altamente contradictorio.

[Continuará]

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1. Afamado doctor cuya otra de sus proezas, que todos recordamos, fue ésta.


sábado, 16 de abril de 2016

1984


1984 de George Orwell probablemente sea una de las novelas sobre un futuro distópico más famosas e importantes. Futuro para la época en la que se publicó, que se ha transformado en un pasado relativamente lejano y que gracias a la magia de la ciencia-ficción no podemos culpar de errar en los pronósticos.

Se han escrito millones de líneas sobre esta obra y queda poco, o nada, por comentar. Pero su relevancia en la literatura y en el género de la ciencia-ficción casi me obliga a dedicarle este humilde artículo. Más que una novela, se trata de una especie de manifiesto. Efectivamente narra la evolución de un personaje y cuenta con el planteamiento, nudo y desenlace canónicos con los que toda historia cuenta. Pero en el fondo no es más que el esqueleto de la descripción minuciosa y exhaustiva de una doctrina política y económica ficticia (aunque indisimuladamente evocadora).

El mundo en ¿abril? de 1984 se divide en tres grandes regiones en guerra permanente: Oceanía, Eurasia y Asia Oriental. El protagonista, Winston Smith, vive y trabaja en un Londres postapocalíptico, perteneciente a la región de Oceanía, y en una sociedad organizada en tres grandes estratos: el partido interior (los que mandan y disponen del monopolio de la fuerza), el partido exterior (los funcionarios) y la prole (tratados prácticamente como animales y que, según las teorías del Partido, por su falta de educación no suponen una amenaza). Por encima de todos ellos está la figura del Big Brother (o Gran Hermano), el vértice superior de la pirámide cuya inexistente constancia de existencia, valga la redundancia, refuerza su status de pseudodeidad. El Gran Hermano es omnipresente, a través de efigies, avatares y menciones, pero más que un líder con una presencia sólida y un discurso carismático, es una idea abstracta que da equilibrio a toda la estructura social. El Gran Hermano existe de la misma manera que dos y dos son cinco o que Winston, ya casi al final de la novela, aun estando vivo y coleando, no existe. Todo es producto de la técnica del doblepiensa.

El objetivo de este régimen es que los individuos se desvinculen de sus pensamientos independientes y sus sentimientos y concentren sus esfuerzos en mantener esta estructura y su amor exclusivo en el Gran Hermano. La ciencia, la familia y los valores son entidades en peligro de extinción; prescindir del progreso tecnológico, por un lado, y de los placeres y libertades, por el otro, es una prioridad absoluta. Aparentemente, y mediante un sistema propagandístico basado en la distracción por la guerra, la fuerza y la intimidación, lo consiguen. La devoción se dedica a este enigmático líder y el odio, a los enemigos, especialmente a los presuntos traidores.

Aparentemente... Winston Smith no es feliz y se plantea la casi imposible posibilidad de un cambio. La Resistencia, supuestamente compuesta por ciudadanos contrarios al Socing (el "partido" político imperante), es otro ente de enigmática y dudosa existencia. Pero Winston hará todo lo posible por saber más de ella y de la historia que se esfuerzan (y que él, en su profesión, contribuye) a ocultar y tergiversar. Al final acaba por rendirse; los atisbos de oposición al régimen se desvanecen, así como las fisuras que parecían resquebrajarlo. Su rebeldía, que va contagiando durante toda la novela al lector, se acaba subyugando en un final pesimista y deprimente.

Aparte de la historia de Winston y de la detallada descripción del Socing, encontramos tres temas secundarios pero de indudable interés: la guerra; vivir permanentemente en un clima bélico genera en la población miedo y a la vez fanatismo. También condiciona casi totalmente la producción económica. En una sociedad sin placeres ni lujos, todo el excedente debe justificarse y esa justificación es una guerra cíclica y eterna. El segundo tema es la libertad; la sensación de agobio que experimentamos al ponernos como lectores en la piel de Winston Smith, quien debe disimular cada mueca de su rostro para no levantar sospechas, es realmente claustrofóbica y supone la mejor manera de hacernos sentir la opresión de este régimen. Las telepantallas y el mostacho omnipresente del Big Brother son las manifestaciones más contundentes de esta libertad reprimida. Por último, la manipulación de la historia está muy presente como fuente y como consecuencia de la implantación de este sistema político, usando la falsa premisa de que la memoria es algo dúctil y maleable. Una parte importante del Ministerio de la Verdad tiene como tarea la corrección a conveniencia de las noticias, modificando los méritos de unos y los fracasos de otros e independientemente de la antigüedad de la noticia. Todo en favor de la corriente propagandística del Partido. Lo más inquietante es que no sólo se cambia el pasado; mediante la asimilación del doblepiensa también se cambia el presente.

Resulta extremadamente complicado exponer en un artículo de esta brevedad todo el aluvión de ideas que transmite la novela de George Orwell, pero al menos espero que las ideas principales que un servidor ha captado hayan quedado mínimamente representadas. Y que sirva, al menos, para recordar quién es realmente el Gran Hermano.

viernes, 1 de abril de 2016

El Oso Lechuza


Hace muchos, muchos años, los osos dominaban a todas las criaturas del planeta. Eran los más fuertes, los más inteligentes y tenían una diversidad que les permitía adaptarse a cualquier circunstancia que pusiera en peligro su hegemonía. Pardos, polares, pandas, hormigueros... También había una especie muy poderosa pero que, por su difícil concepción, estaba condenada a la extinción: los osos lechuza. Aún se duda de si algún ejemplar quedaba con vida el Día del Cataclismo.

Tal incuestionable dominio se vio truncado un día, que había amanecido como cualquier otro, pero que cambió para siempre el régimen de intimidación y terror de los osos. El célebre mago humano Botaratus había conseguido elaborar un conjuro que privaría de su ferocidad y raciocinio a aquellos invulnerables seres peludos. Ese mismo día lo recitó. Ese día se conocería posteriormente como el Día del Cataclismo.

Pero no todo salió como Botaratus esperaba. Las faltas de ortografía en los conjuros a veces tienen consecuencias imprevistas. Prácticamente la mitad de la ingente población de plantígrados sufrió un notable descenso en su capacidad intelectual, pero mantuvieron su fuerza y agresividad. Con el otro cincuenta por ciento sí hubo éxito: se convirtieron en ositos de peluche.

Más como un cruel trofeo de guerra que como un honorable símbolo de su victoria, los humanos comenzaron a repartir entre sus vástagos aquellos muñequitos adorables e inofensivos, que otrora constituyeron su más peligroso adversario. Grandes, pequeños, marrones, blancos con ojos y orejas negras, azules... la diversidad era increíble. Pero había uno diferente. Uno exclusivo.

A Dorothy, la niña que -como todos los demás- recibió su premio de manos de su padre, el osito de peluche que le había tocado en suerte le resultó extraño. No recordaba haber visto aquellas orejas puntiagudas y unos ojos tan abiertos en los libros de texto de la escuela. Aunque no parecía suponer una amenaza, aquellos ojos impertérritos causaban a Dorothy un incómodo desasosiego.

Aquel oso lechuza de peluche era efectivamente inofensivo. En el pasado había sido una criatura imbatible por su enorme fuerza física y mental y en ese momento estaba atrapado en un cuerpo de tela, esponja y lo que los dioses quieran que sea el peluche. Pero tenía mucho tiempo para meditar, para pensar en un plan para salir de aquella prisión de pelusas y electricidad estática. Porque los osos lechuza son mejores que los osos convencionales. Los osos lechuza nunca duermen.

sábado, 5 de marzo de 2016

Leonidus XXI


viernes, 26 de febrero de 2016

Rebelión en el Cajón


Como cada mañana, Brosio McPeanut, un joven y humilde funcionario del Ministerio de la Exuberancia, se dispuso a culminar el ritual de su vestimenta acudiendo al último cajón de la cómoda en busca del par adecuado de calcetines. Aunque a esas horas todavía estaba oscuro, no consideró necesario encender la luz de la habitación y, tras abrir el cajón, buscó a tientas un par completo, de la textura y grosor adecuados y en buenas condiciones. Cada día, en aquel instante, se prometía a sí mismo llevar a cabo una pequeña purga de calcetines, ya que muchos estaban demasiado viejos y desgastados y apenas se los ponía. Su única función era ocupar sitio en aquel ya de por sí estrecho y superpoblado cajón.

Tras descartar dos pares de calcetines deportivos, que guardaba por si acaso pero que debido a su inoperancia atlética hacía cinco años que no se ponía, y tres pares de ejecutivo, para los que nunca encontraba el momento oportuno, encontró el cincuenta por ciento de uno de sus pares favoritos, de poliéster y de franjas rojas y grises. Absolutamente convencido de la importancia de encontrar el cincuenta por ciento restante, comenzó a rebuscar por todo el cajón, topándose con todo un elenco de prendas para los pies, desde pares sin estrenar (sus orgullosos pinreles difícilmente lucirían los estrafalarios regalos de Tía Cayetana) hasta auténticos harapos. De repente, en pleno frenesí del escrutinio, sintió un leve pinchazo. como si algo con una boca diminuta le hubiera mordido entre el pulgar y el índice de su mano derecha.

El murmullo había comenzado hacía un par de horas. Las lenguas de algodón y poliéster -y la de lana del Abuelo Max- hacían sus voces imperceptibles para los humanos, lo que aprovecharon los calcetines aquella mañana para murmurar sin cesar. Estaban hartos, su situación había alcanzado una decadencia inadmisible. La época de los zurcimientos dignos en casa de mamá McPeanut había terminado, la emancipación del pequeño Brosio había supuesto un verdadero cataclismo, especialmente para los calcetines más veteranos. El cajón estaba revuelto, más revuelto que nunca.

El pinchazo no era muy doloroso pero sí difícil de explicar. Tal vez una araña o algún insecto había encontrado un nuevo hogar. Encendió la luz, abrió el cajón y comenzó a remover los calcetines, tanto los parejados como los desparejados. En un rincón encontró un ovillo de lana envuelto en pelusas que, al desplegarlo, adquirió la forma de un calcetín muy grueso, de color verde aceituna. Sin recordar la razón de su presencia allí y consciente del valioso espacio que ocupaba, lo agarró y lo lanzó con furia fuera del cajón, dispuesto a deshacerse de él. La hora de la purga de calcetines que tanto había demorado parecía que por fin se aproximaba.

La afrenta al Abuelo Max no podía quedar impune. Fue la gota que colmó el vaso. Robert, el calcetín de rombos zurcido en dos ocasiones por mamá McPeanut y los gemelos Tenis encabezaron la rebelión. Podían tolerar cierto grado de desorden dentro de su hábitat, el cajón, pero las humillaciones continuas y, sobre todo, la tortura a las que les sometía su dueño, eran intolerables. Ya resultaba muy duro desprenderse de sus seres queridos, de sus hermanos, incluso mellizos, por la torpeza del niño McPeanut con la gestión de la lavadora, como para aceptar el daño físico que la dejadez de su dueño les provocaba.

Acuciado por la posibilidad de llegar tarde al trabajo y con una pequeña dosis de procrastinación, Brosio decidió posponer la purga calcetinera. Se disponía a cerrar el cajón cuando, de pronto, algo se lo impedía. Era un calcetín de rombos, zurcido dos veces, que parecía asomar la cabeza por el borde de la cómoda. Ese inofensivo contratiempo le hizo darse cuenta de que aún no había elegido qué elementos usaría como barrera entre sus pies desnudos y sus zapatos. Sin tiempo para difíciles decisiones, agarró el primer par que tuvo a su alcance; eran blancos, deportivos, pero no importaba, ya que tenía intención de cubrirlos con unas botas lo suficientemente altas como para evitar la vergüenza de la descoordinación estética. Una vez puestos, vio como uno de ellos lucía un tomate gigantesco a la altura del dedo gordo. Extrañado por una posible asimetría, dirigió su mirada hacia el otro calcetín y comprobó cómo el tomate de bíblicas e idénticas proporciones hacía también acto de presencia.

Tomates aparte, le llamó la atención la estrechez de aquellas prendas. Cierto era que hacía un lustro desde su última práctica deportiva, pero sus pies en ningún caso habían crecido tanto. Podía obviar los enormes agujeros, de hecho sus pulgares inferiores podían sobrevivir perfectamente a la intemperie, pero el dolor provocado por la apretura sería soportable durante pocos minutos. Intentó quitárselos y buscar otro par más holgado, pero le fue imposible. Aquellos calcetines parecía que le mordían, que se agarraban a su vello podal con fuerza hercúlea.

Con su cuello torcido, Robert gritaba y animaba desde la cómoda a los gemelos Tenis en su lucha con el infame gigante. Los dos hermanos habían pasado todos aquellos años de abandono en el cajón entrenando sin cesar para fortalecer sus texturas. El estigma de los tomates que les denigraba y les había dejado medio ciegos no había sido un impedimento, sino todo lo contrario, un estímulo para fortalecer su venganza. Era su momento y no tenían intención de desaprovechar la oportunidad. Pero poco les duró la alegría. Aquel denigrante agujero cada vez se hacía más grande...

Desesperado, Brosio fue en busca de unas tijeras. No le importaba destrozar unos calcetines que no iba a volver a ponerse jamás, por el dolor que le causaban, por los tomates gigantescos y porque probablemente jamás volvería a practicar deporte. Situó una de las puntas de la tijera en el borde del tomate del calcetín izquierdo y comenzó a cortar. Repitió la operación con el opresor de su pie derecho y en un minuto, con dos pedazos irreconocibles de ropa en sus manos, recuperó su estatus de descalzo.

Los gemelos Tenis habían muerto heroicamente. Cegado por las lágrimas por semejante tragedia, Robert no pudo reprimir el impulso de lanzarse hacia el agresor. Se abalanzó hacia el cuello del cruel asesino, dispuesto a ahogarle...

Sin saber muy bien cómo, Brosio notó como un calcetín, el mismo que minutos antes, simulando tener una insólita voluntad propia, había intentado impedir que cerrara el cajón, le rodeaba el cuello con su estirada y zurcida anatomía. Se lo logró arrancar no sin dificultades y, sin saber muy bien qué hacer con él, fue corriendo al cuarto de baño y lo arrojó por el inodoro.

Un pinchazo mientras escarbaba dentro del cajón, la increíble fuerza constrictora de los calcetines blancos, el kamikaze lanzado hacia su gaznate... el pequeño McPeanut estaba desconcertado y ciertamente asustado. Se encontraba de nuevo en su dormitorio sentado en el suelo, recuperando el resuello, cuando notó algo que rozaba su mano derecha. Era la bola amorfa de lana verde que había expulsado del cajón de los calcetines justo antes de aquellos fenómenos extraños.

Con su último aliento, el Abuelo Max intentaba vengar la afrenta de aquel ser ominoso hacia sus hijos, sus amigos. Rodeado de pelusas infectas y sin apenas fuerzas, se aproximó a la mano derecha del engendro con la intención de por lo menos pellizcarle el dedo meñique. Una retirada del meñique, de toda la mano en su conjunto, cargada de indiferencia, desencadenó la derrota de la que sería su última batalla.

Apartando aquel viejo calcetín y sin importarle la reprimenda por llegar tarde al trabajo, Brosio se levantó y volvió a abrir aquel malévolo cajón. Examinó minuciosamente todos y cada uno de los habitantes de aquel inhóspito recinto de madera, lo que le condujo a una terrorífica revelación: los que no tenían un flagrante descosido disponían de un tomate de, en el mejor de los casos, cinco centímetros de diámetro. Obviamente estas imperfecciones se concentraban en la zona de los dedos, tendiendo hacia los extremos.

Cabizbajo, reflexionando sobre su dejadez y sobre su patético estilo de vida, su mirada errante acabó en sus pies, aún desprovistos de cobertura. Y lo entendió todo.

Fue al baño, abrió el mueble mugriento que soportaba al lavabo y, entre telarañas, logró desincrustar un instrumento mágico: el cortaúñas. Una tras otra, con un sonoro y agudo estruendo, fue decapitando las zarpas que ornamentaban siniestramente sus pies y que, sin pretenderlo, habían llevado a cabo un auténtico genocidio de calcetines.

Han pasado cinco años desde entonces, toda una vida para una nueva generación de calcetines que ahora conviven felices y orgullosos, sin tomates, sin rasguños, con la cabeza alta y limpia y deseando cubrir unos pies que ahora presumen de una pedicura envidiable. Sin embargo, entre toda esta felicidad, en aquel cajón siempre habrá un recuerdo para los gemelos Tenis, Robert y el Abuelo Max. Los héroes que dieron su vida en la crisis pre-cortaúñas.