miércoles, 8 de julio de 2009

Glover tiene vértigo

Desde la más alta repisa de la Catedral de San Pistón de Calatandria se contempla la ciudad en todo su magnífico esplendor. Indudablemente, un privilegio para quien esté capacitado para el puesto de vigía.

No es el caso de Glover Gárgola: una exquisitamente labrada estatua de granito macizo que representa un híbrido de hipogrifo y jabalí desdentado, con las mandíbulas permanentemente abiertas a la espera de un poco de lluvia con la que escupir a los peatones. Glover es imponente en su heráldica pose, hierática e impasible, sin embargo no es oro todo lo que reluce ni granito invencible todo lo que grita afónico al cielo de la ciudad.

Desde que era un un cascote retoño, allá en su cantera natal, sufría de mal de alturas de manera indecible cuando, por ejemplo, jugaba al dolmen con sus menhires hermanos y a él le tocaba hacer de dintel. La adoración que sentía y sigue sintiendo por su madre, la Madre Tierra, le dificulta hasta el paroxismo el desunirse de ella, aunque sólo sea por un par de metros. Además, Glover es una roca de alta prosapia y esta circunstancia, en lugar de allanarle los avatares de su existencia, le ha generado un tormento tras otro.

Todo este suplicio culmina con la carrera vital que se le ha concedido merced a su noble alcurnia. Una profesión para la que obviamente no está preparado pero cuya aceptación responde a una mezcla de orgullo y obediencia. Una profesión-tortura que durará siglos, casi eternamente si las guerras o el ateísmo vanguardista no lo impide.

Ahora Glover acrecenta paradójicamente la ferocidad que le atribuyen sus mandíbulas siempre abiertas con la sensación de esfuerzo que denotan sus ojos, siempre cerrados por el pavor a las alturas.