viernes, 18 de enero de 2013

El fantasma de Rogelio Gustaffson (1ª parte)


El señor Rogelio Gustaffson, del 4º 1ª, era un anciano entrañable. Tenía 110 años y vivía solo desde que enviudó de su esposa Mildred hacía ocho años. Aunque realmente no vivía solo; le hacía compañía, dentro de sus posibilidades, Antonio, un viejo armadillo tuerto y con una ostensible cojera en la extremidad inferior izquierda.

El señor Gustaffson, por su edad y por su carácter amable y complaciente, era un hombre tranquilo, poco amigo de los conflictos y con vocación para la cordialidad y la pacífica convivencia. Su extrema sordera no suponía una grave molestia para los vecinos, pues descubrió el gran invento de los auriculares como instrumento sabio e indispensable para escuchar a Chopin o Vivaldi o las más furibundas tertulias futbolísticas; el hecho de haber presenciado la fundación de la mayoría de clubes de fútbol del país le suscitaba un sentimiento paternalista hacia el deporte rey.

No obstante, a pesar de la indudable apacibilidad innata de don Rogelio, un inexplicable fenómeno enturbiaba la coexistencia con sus vecinos. Golpes en las paredes, subidas y bajadas de persianas, aperturas y cierres de grifos, todo gestos compulsivos, mecánicos, subconscientes. Subconscientes porque cuando los vecinos alertaban al anciano sobre lo sucedido, éste apenas concedía crédito a lo que le contaban. Pese a su edad, su capacidad de raciocinio era muy elevada, por lo que resultaba difícil achacar a una presunta e inevitable chochez su desconocimiento de los extraños sucesos en su domicilio durante la noche anterior. Tras una convincente retahíla casi interminable de disculpas, los afectados apelaban a una frágil comprensión de la situación e implantaban los protocolarios pelillos a la mar.

Una mañana, Rolando Lacombe, el licántropo del 6º 1ª, vio cómo el felpudo de su puerta, que él mismo había descuartizado tras una de sus habituales excursiones de luna llena, aparecía totalmente restablecido gracias a unas costuras delicadas y extremadamente precisas. Nadie en la comunidad supo hallar al artífice de la generosa, y tal vez absurda, proeza. Poco más tarde, el doctor Kasimir Mecoleon, un eminente físico y biólogo, del 5º 1ª, descubrió cómo la trifulca que había protagonizado el día anterior su esbirro Robert -un gólem fabricado con una extraña aleación de cobre, carbono y tungsteno- y que se había saldado con el desmembramiento de éste último, no había tenido consecuencias y el gólem fumaba su pipa de marfil tranquilamente en el sofá.

Extraños fenómenos sucedían en aquella ya de por sí extraña comunidad de vecinos. Y todo apuntaba a que el señor Gustaffson tenía algo que ver. Lacombe en seguida reconoció que los aullidos que cada jueves por la noche se escuchaban en el piso del anciano no tenía en absoluto origen lupino. Y el doctor Mecoleon supo apreciar que los temblores de tierra cada miércoles al mediodía poco tenían que ver con movimientos sísmicos de la corteza terrestre.

Sin embargo, el señor Gustaffson por sí mismo, por su edad, era incapaz de generar esos estruendos ni de realizar tareas de precisión quirúrgica como la reconstrucción de un felpudo o de un gólem vicioso. El exterminador de leprechauns había pasado el mes anterior -y había realizado una labor impecable, teniendo el cuenta a lo que ascendía su factura-, por lo que los duendes tampoco eran la explicación.

Hasta que un buen día, la señora Aubergine, del 2º 2ª, se dispuso a chismorrear como cada martes en la sobremesa con la señora Courgette, del 4º 2ª. Ambas eran brujas por la Universidad de Lancre, primera promoción, y solían compartir anécdotas e ingredientes. La escrutadora mirada de la señora Aubergine -con la inestimable ayuda de su cuervo Henry- descubrió en la puerta del señor Gustaffson, el vecino de rellano de su amiga, unos restos de algo parecido a... ectoplasma.

[Continuará]