jueves, 13 de noviembre de 2008

El Hombre Invisible

Soy consciente de que es difícil demostrarlo pero, créanme, soy invisible. Pero no se confundan con el tradicional significado del término; la pigmentación de mi piel no refracta la luz ni mis dimensiones se alejan demasiado del estándar de humano adulto. En lo que respecta a la visión que tengo sobre mí mismo, soy perfectamente visible, claro y meridiano. Lo que me hace sospechar, y en ocasiones confirmar, mi estado invisible es la actitud del entorno, del prójimo.

Los peatones no se apartan, ni hacen ademán de ello, cuando se cruzan conmigo en un punto del eje de la acera. Soy yo quien debe variar su trayectoria. Porque yo sí veo al vector de mi misma dirección y opuesto sentido. Los paseantes de chuchos ni siquiera reparan en la necesidad de contraer la cadenita con la que sujetan al animal para que yo pueda proseguir mi marcha. En los cruces, pocos son los coches que respetan mi paso por el ídem de peatones. Y los que se detienen, únicamente lo hacen motivados por la coincidencia del paso de algún parsimonioso ancianete.

En el ascensor mi invisibilidad alcanza cotas insultantes. Ni durante la espera ni en el momento del desalojo, mis acompañantes realizan la más mínima muestra de haberme percibido. Hay veces en que me cuestiono incluso mi insonoridad, ya que raramente reaccionan ante mis protocolarios "buenos días!" o "buenas tardes!". En bares y restaurantes, la situación se vuelve paradójica. Los aspavientos y peticiones de atención que la ética me obliga a hacer podrían inducir a quien me viera, si alguien es capaz de verme, a pensar que el mayor anhelo de mi vida es pagar la dichosa cuenta.