jueves, 17 de abril de 2014

La Mandolina Mágica


En la lejana región de Telesforia, en un misterioso lugar conocido como el Bosque Simpático, vivía el mago Pasamontañas. Era un hechicero austero y huraño, persona de pocos conocidos y menos amigos, quien sin embargo se había labrado una insólita fama de repartir felicidad, en cómodas y flexibles dosis, a quienes le rodeaban. Muchos consideraban el enorme valor de semejante don como el motivo de su irremediable ascetismo. Vivía solo en una cabaña escondida y de la cual absolutamente nadie conocía su ubicación con exactitud, cosa que le mantenía perfectamente a salvo de curiosos, pedigüeños y domingueros.

Un soleado y casual día tuvo una inesperada visita. Un joven armadillo, rosado y con una ligera cojera en la extremidad inferior izquierda, tropezó pseudoaccidentalmente con su puerta de puro granito. Al escuchar el estruendo, la misantropía radical del mago le impulsó inicialmente a ignorarlo; pero tras dos segundos de reflexión, tuvo una idea.

Se puso el batín estampado de estrellas que usaba cuando pretendía aumentar su solemnidad como hechicero y abrió la puerta. Saludó al pequeño animal y, tras aparentar una lástima algo exagerada, le invitó a acceder al interior de su modesta vivienda. Le agasajó con croquetas de helechos rojos y con una Gurkensuppe, receta familiar, para que entrara en calor -a pesar de que aquellos estivales días la canícula estaba en su mejor momento de forma-. Al principio el armadillo estaba muy desorientado, pero la charla de Pasamontañas, y quizás algún sospechoso ingrediente de la sopa, le condujeron a un estado de relajación idóneo para los planes del mago.

Después de un par de horas de cháchara, en el momento de la despedida el mago quiso hacerle a su nuevo amigo un último obsequio. Venciendo la férrea oposición de éste, le regaló una mandolina vieja y desvencijada. El dasipódido se excusó diciendo que él no sabía tocar un instrumento como aquél, siendo algo totalmente verídico y un argumento muy sólido para acompañar al desdén por un regalo tan poco atractivo. Pero el mago insistió y le convenció, aduciendo que aquella mandolina era mágica y tenía el poder de sonar por sí misma y ofrecer las más hermosas melodías independientemente de la destreza del intérprete. Con las metafóricas alforjas de su conciencia cargadas de escepticismo el armadillo aceptó y abandonó la casa de aquel estrambótico mago.

De regreso a su madriguera, y aprovechando la oportuna aparición de un solitario tocón en la frondosidad del bosque, el acorazado mamífero hizo un alto en el camino. Con un gesto retorcido, se sentó sobre las raíces del árbol como buenamente le permitió su caparazón y procedió a examinar su reciente adquisición. Aquel objeto suponía toda una incógnita; en lo referente a cultura musical, su bagaje se reducía a seis notas de flauta durante su estancia en la escuela primaria. Al manipularlo, tocó involuntariamente una cuerda, de la cual brotó una nota muy agradable. Sorprendido y animado, probó con una segunda cuerda que le recompensó con una nota igual o más placentera. La impunidad que le concedía la sensación de encontrarse solo en aquel momento le impulsó a inventarse una atroz combinación que, mágicamente, expulsaba una bellísima canción.

De repente, interrumpiendo aquel éxtasis musical, notó cómo algo se movía sobre el tocón, justo por debajo de sus nalgas. Al levantar sus posaderas comprobó cómo una hormiga caníbal acababa prácticamente de resucitar y jaleaba las canciones que exhibía la falsa maestría del armadillo. A pesar de faltarle una antena y tener tres patas espachurradas, aquella hormiga parecía muy feliz gracias a la música procedente de la mandolina.

En ese mismo instante, una ardilla deprimida porque la última bellota que había comido estaba rancia y le había dejado mal sabor de boca se acercó a aquel rincón del bosque y, al escuchar las notas que salían de la mandolina del armadillo, expulsó una risa sincera y contagiosa. Ya no le importaba el repugnante sabor de aquella maldita bellota, estaba segura de que pronto encontraría otra, o incluso una avellana, que subsanara su pequeña desgracia.

Poco tardó la fama de los efectos de aquella mandolina mágica en propagarse por todo el Bosque Simpático. Poco a poco, sus habitantes notaban claramente cómo algo tan etéreo y subjetivo como su felicidad aumentaba cuando escuchaban las notas surgidas de aquel instrumento celestial. Viendo el bienestar común que producía, el armadillo ofrecía conciertos cada noche en aquel emblemático tocón. Sin duda los habitantes del bosque eran cada vez más felices, pero el armadillo no experimentaba la misma sensación. Su bondad intrínseca, esa inusitada solidaridad que le empujaba a conceder, cada noche, conciertos a troche y moche, comenzaba a escasear.

Apenas un mes tardó el armadillo en suspender dichos conciertos. No estaba motivado, ya no obtenía satisfacción al contemplar la dicha ajena. Incluso en su último recital benéfico sintió hastío, vértigo, náuseas. En un momento dado, los adinerados tejones le llegaron a ofrecer una cuantiosa suma de bellotas y pistachos a cambio de que no cesara su benefactora actividad, pero lo rechazó con contundencia. Ni todos los frutos secos del mundo podían aplacar el odio que sentía hacia sus vecinos cada vez que sus pezuñas rozaban una cuerda de la maldita mandolina.

Al dejar de sonar repentinamente aquel instrumento, los habitantes del Bosque Simpático volvieron a su nivel estándar de felicidad, gracias a una vida apacible y feliz aunque atormentada por bellotas rancias y extremidades espachurradas. En cambio, nuestro querido armadillo ya nunca volvió a ser el mismo de antes. Aquella experiencia le convirtió en un ser austero y huraño, que vivía solo en su madriguera, un hogar oculto que deseaba con todas sus fuerzas que nadie descubriera jamás y anhelando el mal ajeno cada segundo de su existencia. Pero lo que más anhelaba, lo que más deseaba, era deshacerse de una vez por todas de aquella mandolina tan diabólicamente altruista, de aquella maligna fuente de felicidad.