lunes, 13 de agosto de 2018

El Señor del Tiempo

I.

Lidio Piscolabis solamente fue consciente unas pocas horas antes del Cataclismo de la huella que los rayos ultravioleta procedentes del Sol le habían dejado grabada en la muñeca de su brazo izquierdo. Su absurda manía de conservar, y utilizar, el extraño artilugio encontrado hacía unos años en el baúl de su abuelo Diógenes había sido la causa de esa desagradable distorsión estética. El artilugio en cuestión era un mecanismo portátil y circular que permitía calcular el paso del tiempo y conocer, en todo momento, la hora del día en que se encontraba su propietario. Naturalmente aquél era un artefacto obsoleto, y de cuya ciencia y funcionamiento nadie recordaba nada pues se había perdido cualquier resquicio de documentación de fabricación; algo totalmente lógico dado el avance tecnológico que se disfrutaba en la época. Eran objetos objetivamente útiles, porque funcionaban y daban una respuesta correcta a sus requerimientos, pero completamente subyugados por la nueva tecnología.

En la Era de la Tecnología Sideral, literalmente todo el mundo, todos los habitantes de la Tierra, podían conocer la hora exacta -conocida precisamente como Hora Sideral-, de cualquier huso horario, de manera instantánea y con una precisión de microsegundos gracias a Internet-LXXVII. La conexión a la red de redes era universal y gracias a ella funcionaban prácticamente la mayoría de resortes y aparatos de la vida cotidiana de la Civilización. La interconexión (que no interacción) entre usuarios era uno de los tres pilares básicos de la supervivencia humana, junto al agua y la sobrasada. La impuntualidad había pasado a ser un mero mal recuerdo del pasado.

Pese a su futilidad Lidio era feliz con su viejo cachivache. Sin él podía conocer en todo momento la hora, como todo el mundo, pero por algún extraño fetichismo le gustaba contemplar en su muñeca aquel circulito con números alrededor que representaban las arbitrarias veinticuatro unidades temporales en las que alguien había decidido que se dividiera el día. Le resultaba relajante el movimiento rítmico y coordinado de esas dos agujas, una más corta y lenta para las lánguidas horas y otra más larga y dinámica que aguantaba el ritmo de los inquietos minutos. Resultaba una experiencia entre mágica y vintage.

Algunas leyendas modernas citaban artilugios similares de mayores dimensiones, que acostumbraban a colgarse de una pared. Pero por lo que se había averiguado no quedaba ninguno que conservara sus dos agujas con la suficiente disciplina como para expresar la hora del momento de manera exacta.

El suyo era un modelo de pulsera y su sincronización con la Hora Sideral estaba más que contrastada. Pero aquel día, unas pocas horas antes del fenómeno conocido como Cataclismo, Lidio se sintió avergonzado por su culpa. La huella que la irradiación solar había forjado en su muñeca le hizo darse cuenta de que él era el único que utilizaba aquel, en aquellos tiempos inútil, ornamento. Porque realmente era lo que era, un elemento esencialmente decorativo, dado que su utilidad se había reducido al mínimo -en el sentido cuántico- en el entorno tecnológico con el que convivía. Lo peor de todo era que la posible mejoría estética que podría otorgarle el aparato había pasado a ser un estigma denigrante cuando se lo quitaba. Nadie más, posiblemente en toda la superficie del planeta, lucía en su muñeca una marca semejante. Porque todos podían conocer la hora exacta simplemente parpadeando. Hasta el día del Cataclismo.

Los historiadores recuerdan el Cataclismo como el fenómeno que tuvo lugar el 30 de Octubre de 2077, tras el cual Internet-LXXVII, la red de redes, se colapsó en todo el mundo. Aunque se desconocen de manera fehaciente los orígenes del mayor desastre tecnológico de la Historia de la Humanidad, la teoría más difundida sugiere que fue ocasionado por una zarigüeya que royó el cable principal que comunicaba los servidores de la Universidad de Stonfard, California con el mundo exterior. Prácticamente todas las averías fueron reparadas en cuestión de minutos -u horas, nadie lo pudo cronometrar-, pero los temporizadores que determinaban la Hora Sideral jamás fueron restablecidos.

En los instantes iniciales, Lidio Piscolabis apenas se apercibió del terrible acontecimiento a escala mundial que acababa de producirse. La humillación de la huella en su muñeca le había obligado a volver a colocarse el ornamento sobre ella, con el fin de ocultar aquel estigma atroz; como efecto colateral, eso le permitía conocer la hora sin necesidad de estar conectado a la red. Entonces le sucedió algo por primera vez en su vida: una ancianita, de unos 133 años, 4 meses y 8 días, así, a ojo, le preguntó qué hora era. Absolutamente estupefacto, y condicionado por el desagradable suceso reciente con el ornamento de su muñeca, Lidio acudió a dicho aparato y le concedió a la viejecita la información requerida. Nueve minutos, dieciocho segundos más tarde, un corpulento veinteañero, que Lidio reconoció como uno de los principales artífices de la chanza colectiva en que sus vecinos habían convertido el punto de unión entre su mano y su antebrazo, le realizó idéntica consulta. Hasta tres personas más, que reconocieron el artilugio otrora motivo de mofa, le preguntaron la hora mientras enfilaba el camino a su casa.

II.

Asombrado, un poco asustado y buscando una distracción, Lidio Piscolabis encendió el televisor. A aquella hora debía comenzar su programa favorito, El Tiempo es Orégano, un concurso con un formato nada revolucionario donde los participantes debían responder el máximo número de preguntas de cultura general en un tiempo limitado. Inicialmente le extrañó que el programa comenzara un minuto, seis segundos más tarde de lo habitual, pero lo que acabó por desconcertarle fue que la duración de las pruebas, fijada cada una en unos rigurosísimos noventa segundos, se convirtió en algo totalmente aleatorio. Especialmente grave era el hecho de que los responsables de producción, que se jactaban del mastodóntico presupuesto que manejaban, fueran incapaces de justificar aquel imperdonable desajuste.

Por temor a sufrir algún tipo de acoso, al día siguiente, domingo, Lidio permaneció en el cobijo de su hogar. No podía salir al exterior, pues tanto si llevaba su antiguamente incomprendido artilugio como si no, la marca en su muñeca delataría su codiciada posesión(1). Podía recurrir a la manga larga y vestir como le obligaban en la oficina, pero el calor aquel día era acuciante y cubrir los brazos no suponía lo más apetecible. Tampoco le esperaba ninguna cita importante en el mundo exterior, así que se entretuvo -no sin inconfesable regocijo- con los despropósitos horarios de una desquiciada parrilla televisiva.

Al día siguiente acudió al trabajo ataviado con su chaqueta favorita, una americana de la célebre fibra sintética de Marte, adquirida en un mercadillo a buen precio. Pasó bastante desapercibido y sin sobresaltos hasta que llegó al edificio de oficinas donde trabajaba, cuyas puertas se encontraban inusualmente cerradas. Con extremo disimulo consultó su ahora inseparable artilugio; sin duda era la hora de siempre pero parecía que había llegado antes de tiempo, teoría que desmintió la presencia de varios de sus compañeros, algunos de los cuales aseguraban llevar horas allí esperando. Todos ellos mostraban un aspecto demacrado, insomne, como si estuvieran inmersos en un jet lag perpetuo.

Fue en el momento en que Lidio se remangó de nuevo la chaqueta para corroborar que la hora era la correcta cuando apareció su supervisor, el señor Brewster, y le pilló con las manos en la masa. O en la manga. Su informal interrogatorio fue breve pero suficiente para comprender la extrema importancia de la bagatela con la que su subordinado Piscolabis cubría su muñeca; se trataba nada menos que de la única fuente fiable del paso del tiempo que quedaba en el planeta Tierra. Quien poseyera aquel objeto, tendría el control absoluto de la cuarta dimensión...

El señor Brewster, con sus ojos flotando sobre dos balsas de ojeras, de manera sospechosamente generosa se hizo cargo de la situación. Se puso en contacto con el bedel para que abriera ipso facto las puertas del edificio e informó al resto de compañeros que, a partir de entonces, lo que determinaría el horario de entrada y salida sería aquel círculo con números de Piscolabis. Tal era el caos aquellos días que la insólita y exclusiva puntualidad de aquella empresa le hizo aumentar exponencialmente su eficiencia, cobrar una enorme popularidad y, al cabo de tan sólo una semana -y ocho horas y cuatro minutos-, convertirse en líder mundial del sector. Tanto Lidio -ascendido a un puesto en el que su única tarea consistía en comunicar lo que decía la tímida pero resolutiva esfera de su brazo- como Brewster se convirtieron en multimillonarios en cuestión de días. Las ojeras de éste último desaparecieron, no así su avaricia.

Las lascivas miradas hacia su -ahora- preciada posesión de todos los que le rodeaban habían erigido una muralla de desconfianza en la personalidad de Lidio. Por todas esas innumerables presiones tomó una decisión: registrar la patente sobre la información que daba su artilugio. A partir de ese momento, él sería el único propietario legal de la hora exacta en el mundo.

III.

Además de las suculentas ventajas financieras, tener el control absoluto de la hora le otorgaba otros privilegios. Por ejemplo, tenía la capacidad de parar o avanzar el tiempo a su conveniencia, puesto que la hora mundial era impuesta por aquellas dos insignificantes manecillas dispuestas al alcance de su mano, las cuales podía manipular -siempre con moderación y discreción- para llegar puntual a una cita, o acortar un evento tedioso o alargar uno entretenido. Él sí que tenía, de verdad... el tiempo en sus manos.

Las amenazas, en el más amplio sentido de la palabra, sobre Lidio se incrementaron. La economía mundial dependía en gran medida de las veleidades del muchacho y los magnates que estaban viendo tambalear sus fortunas decidieron actuar. Contrataron a los más eminentes ingenieros para que diseñaran algún aparato que pudiera realizar idénticas funciones que el del tal Piscolabis. No tardaron en reproducir cientos de inventos, de diversos tamaños y colores, que funcionaban con la misma eficiencia. Pero a todos ellos les faltaba algo: la hora homologada. Y esto sólo lo podían conseguir a través de contratos leoninos con Piscolabis, el cual exprimía las cuentas bancarias de los empresarios a un nivel que descartaba cualquier posible rentabilidad de aquellos nuevos contadores de tiempo.

El planeta giraba a la velocidad que marcaba Lidio Piscolabis. Como dulce venganza, obligaba a las corporaciones que pagaban sustanciosos royalties por utilizar su hora a incluir un sello en sus documentos con el logotipo de su flamante megacorporación, la mayor multinacional jamás concebida: un círculo similar a la huella que los rayos del Sol le habían grabado en la muñeca. Todo se movía según marcaban aquellas dos agujas de diferente longitud pero coordinadas a la perfección. Aguja Corta no daba un paso hasta que Aguja Larga hubiera completado el consensuado periplo de sesenta minutos. Hasta que, tras varios años de cronodictadura de Lidio Piscolabis, Aguja Corta se despistó...

Probablemente las baterías se agotaron; o se deterioró por la humedad, por el calor, o por -irónicamente- el paso del tiempo; o tal vez fue provocado por el boicot electromagnético de alguno de sus infinitos enemigos. Aguja Corta no lograba interpretar el número de vueltas que daba Aguja Larga y tardaba en reaccionar. A primera vista parecía que Aguja Larga tardaba más de lo habitual en dar cada una de sus vueltas, pero eso era imposible de verificar pues precisamente era ella la que marcaba el paso de los minutos, el transcurrir del tiempo. Entonces las más terribles sospechas se confirmaron: Aguja Larga se detuvo por completo. Aguja Corta, desconcertada, también se sumió en el más inexpresivo de los letargos.

Y así fue, años después del Cataclismo, como el tiempo se paró. El pasado se fundió con el futuro, los viajes temporales se hicieron posibles por primera vez e inevitables, el plano de la realidad se dobló por la mitad para que un agujero de gusano lo atravesara.

Entre corrientes de aire inexistentes, máquinas paradas, humanos congelados, todo un ecosistema detenido como en un fotograma, una zarigüeya anciana y moribunda agonizaba recordando el desagradable sabor a azufre de aquellos cables que mordisqueó, una vez, hacía muchos años, en la Universidad de StonfardCalifornia.

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(1) Es menester recordar que en la segunda mitad del siglo XXI, debido al cambio climático, el verano era permanente. Por eso durante todo el año se acostumbraba a tomar el sol y llevar ropa de manga corta.