sábado, 30 de diciembre de 2023

Zarigüeya


A lo largo de mis paseos matutinos diarios suelo coincidir en mi itinerario con ciudadanía de lo más variopinta. Con gran parte de ella los encuentros son frecuentes, ya que sus rutinas son prácticamente simétricas a las mías, y eso hace que recuerde a estos individuos más fácilmente y se genere una especie de afinidad, hasta el punto de probablemente convertirme en candidato a protagonista en sus equivalentes reflexiones.

Entre todos estos transeúntes, hubo uno que en mi primer encuentro me llamó poderosamente la atención. Acababa de pasar por un pequeño parque con cuatro bancos desvencijados convertido en lugar maldito por la puntual presencia de un triunvirato de jubilados ociosos y desalmados cuya principal afición consistía en alimentar a las palomas de una manera obscenamente generosa. Una vez superados la indignación y los deseos de que esas aves infernales impregnaran con sus heces los atuendos de los vejestorios, mi vista y mi atención se concentraron en la cabeza de un tipo que se cruzó en mi camino a los pocos metros. El resto del cuerpo resultaba de lo más anodino: unos cincuenta años, complexión normal tirando a bajito, vestimenta aburrida, en resumen, estéticamente lo que se suele denominar en lenguaje técnico "del montón". Pero en su cabeza pude contemplar, fugazmente porque tampoco era cuestión de deleitarse forzando un alto en el camino, algo realmente asombroso.

Los peluquines han existido desde los albores del homo sapiens. Y casi siempre han producido un efecto tangencial al esperado por el propósito por el que fueron creados; pueden ocultar la calvicie, pero paradójicamente no dejan de desenmascarar a un calvo. El sujeto en cuestión habían coronado su cumbre con posiblemente la mata de pelo más zarrapastrosa que nunca había visto. La primera impresión fue que no tenía la forma de una cabellera común, pero con tan pocas evidencias decidí que tampoco merecía un conato de tesis doctoral e inmediatamente lo introduje en el cajón de los frikis regulares sin darle más importancia, prosiguiendo con mi tedioso periplo hacia el trabajo.

Al día siguiente volvimos a coincidir. Y nuestras miradas ahora sí se intercambiaron. En mi caso, el contacto con sus ojos fue extremadamente breve, ya que era incapaz de desviar la atención de aquellos matojos infectos que culminaban su testa. No obstante sí pude atisbar síntomas de desasosiego en su rictus y en su mirada, dotada de una desazón que parecía suplicar clemencia. Pero el morbo por el espectáculo de su melena artificial me desproveía que cualquier escrúpulo; creo que aquélla fue la primera vez en que sospeché de las patillas de la peluca, que caían aparentemente inertes por delante de las orejas.

Para nuestro siguiente encuentro yo ya estaba preparado y el escrutinio comenzó unos metros antes de lo usual. Acababa de maldecir en mi interior a los ancianos promotores de alimañas aladas cuando lo divisé en lontananza. El amasijo capilar parecía haber... evolucionado. Seguía a años luz de semejarse a una cabellera humana estándar, pero ya no presentaba un semblante tan desaliñado, era algo más ordenado, más orgánico. Por un momento imaginé la forma de una criatura fantástica agarrada a aquella calva tan desastrosamente oculta. No pude evitar que un tímido escalofrío recorriera mi sistema nervioso cuando de soslayo reparé en los ojos rezumantes de pesimismo de aquel hombre. Fuera de esos ojos actuaba con la normalidad de un autómata, sin demandar auxilio ni mostrar desesperación, así que lo consideré para mí mismo como una barata justificación para mi inacción.

La situación dio un giro radical dos días más tarde. El amorfismo del cual había hecho gala hasta entonces el peluquín había pasado a mejor vida. Durante mi paseo y a la hora acostumbrada, avisté a lo lejos una figura grotesca, compuesta por un animal difícilmente descriptible reposando sobre el cráneo de aquel ciudadano completamente aleatorio, el cual había sido merecedor de su hospedaje únicamente por una inofensiva alopecia. Confieso que en aquel momento también me sorprendió la desidia y la indiferencia con la que el resto de los peatones asistían al espectáculo; aunque, en el fondo, no había violencia manifiesta en aquella simbiosis y técnicamente no había motivos objetivos para intervenir.

A partir de entonces dejé de ver a aquel pobre infeliz. Pero el primer día de su ausencia no me percaté de ello pues, cuando transitaba por nuestro habitual punto de encuentro, aún estaba bajo los efectos de una mezcla de horror y regocijo; el fatídico lugar donde los ancianos solían agasajar con tropezones de pan bimbo a las ratas aladas se hallaba rodeado por un cordón policial. Y en el interior del impreciso polígono que formaba aquel cordón la escena era dantesca, con sangre y plumas por todas partes. Alguien, o algo, había pulverizado a unas palomas que unos minutos antes se estaban pegando un banquete a base de migas, inconscientes de que aquélla iba a ser su última cena.

El congojo entre los curiosos era inevitable, sin embargo parecía que aquella bestia carnívora desconocida sólo calmaba su voracidad con aves urbanas y, presuntamente y puestos a especular, con pequeños mamíferos, por lo que la población humana supuestamente estaba fuera de peligro. Además, según la versión de las autoridades, nadie había sido testigo del incidente, por tanto gran parte de los temores sobre una criatura procedente del averno se basaban en conjeturas. Un par de días después la zona se había despejado, dotando de nuevo a mi paseo de normalidad y desproveyéndolo de emociones. No obstante la calma fue efímera. Podía entender que los vejetes criadores de alimañas se llevaran un susto de muerte cuando las palomas fueron descuartizadas y no les apeteciera regresar al lugar del crimen -el de la bestia y el suyo propio-, así que su ausencia no me alarmó demasiado. Pero sí que me quedé muy asombrado al volver a cruzarme con el dueño del peluquín revoltoso sin peluquín revoltoso quien, debajo de una calva reluciente, continuaba revelando una mirada de angustia extrema.

Pasaron los días y los bancos de aquel pequeño parque donde sucedió el colombicidio seguían vacíos. Por un lado me alegré, pero por otro lado me imaginé a sus antiguos inquilinos cometiendo sus fechorías en cualquier otro rincón de la ciudad. Lo que sí pude constatar fue que la presencia de palomas se había reducido drásticamente en la zona; tal vez habían huido lejos, atemorizadas por el monstruo que una vez arrasó el lugar. No me entusiasmaba la idea de una amenaza latente, aunque virtual, de ese calibre, pero era indudable que el resultado real y palpable me satisfacía.

Las palomas desaparecieron por completo. En una localidad donde las encontrabas por doquier, que en un paseo relativamente largo como el mío no viera ninguna era suficiente argumento como para asegurarlo. El día que llegué a esa conclusión disponía de algo más de tiempo y me acerqué al parquecillo otrora maldito por si encontraba alguna pista que me ayudara a entender aquel extraño fenómeno. Lo que encontré me dejó helado. Y no dejaba de ser una pista. En uno de los bancos alguien había depositado un ramo de flores como homenaje a un difunto, de lo que se infería que efectivamente alguno de los abuelos, o los tres, había fallecido en aquel mismo punto.

La bestia también asesinaba personas.

E, igual que las palomas, había desaparecido. O estaba bien oculta o se trataba de un mito. Escapé de aquel lugar, acelerando el paso con los cinco sentidos activados. Y este aumento irracional de la percepción me hizo darme cuenta de que, a diferencia de los pájaros, la alopecia indisimulada comenzaba a multiplicarse. Nunca había visto tantos calvos juntos, hombres y mujeres, jóvenes y viejos, incluso algún que otro niño. Preso de la estupefacción, y de algo de miedo, me detuve y analicé sus rostros, los cuales se hallaban envueltos en una resignación y un horror contenido idénticos al del individuo con el que, para mí, comenzó este insólito episodio. Y casualmente, entre aquella muchedumbre de cabezas despejadas, lo vi.

Convencido de su nivel de responsabilidad, me dirigí a él para interpelarle. Pero fue incapaz de articular palabra. Sollozando, se apartó de mí, como avergonzado. Quizás en aquel momento debí actuar con algo más de vehemencia, pues su reacción denotaba su culpabilidad, pero cierta compasión me obligó a dejar que se marchara.

El estrés de aquellas semanas aceleró la expansión de mi tímida alopecia. No era una cosa que me gustara, pero tampoco me importaba. Incluso, visto lo visto, estaba de moda. Además, me ayudó a entender lo que estaba sucediendo. Cuando una mañana una bola pringosa de pelo surgió de la nada y se prestó a ocultar la superficie de mi cráneo que había quedado a la intemperie, sin yo demandarlo pero sin poder hacer nada para impedirlo, lo comprendí todo.

Aquellos monstruos peludos se alimentaban de los impulsos eléctricos que revoloteaban por nuestro cerebro, pero sólo podían acceder a nuestras neuronas si, paradójicamente, no había obstáculos capilares que se entrometieran en su camino. Una vez desarrollados, alcanzando su madurez al adquirir el tamaño de algo parecido a una zarigüeya, abandonaban su actividad parasitaria y modificaban sus hábitos alimentarios. Comenzaron cazando pájaros y -efectivamente- pequeños mamíferos, y cuando perfeccionaron sus artes predadoras, recurrieron a manjares más suculentos como los humanos. Humanos provistos de un poblado cuero cabelludo, eso sí, a los calvos nos respetaban, por agradecimiento, por indigestos, o porque en algún momento volverían a necesitar de nuestros impulsos cerebrales.

Nunca supimos de dónde provenían estos seres voraces y malignos. Y jamás lo averiguaremos porque, este planeta, habitado en la actualidad únicamente por calvos y zarigüeyas agonizantes, entre otras muchas cosas ha perdido la curiosidad.