viernes, 6 de julio de 2018

Cómo nos las apañamos después de la bomba


Los que disfrutamos consumiendo ficción ambientada en el futuro tenemos una idea más o menos propia de cómo será ese futuro, en forma de cínico eufemismo de cómo nos gustaría que fuese. Al no estar condicionado por el incontestable testimonio -interpretable pero indudablemente determinante para nuestro presente- de la Historia, los escenarios son prácticamente ilimitados. Y uno de los que tienen más "éxito" es el futuro post-nuclear; el resultante de la caída de la bomba atómica, arma principal de la Tercera Guerra Mundial.

La novela Dr. Bloodmoney, o cómo nos las apañamos después de la bomba, de Philip K. Dick, no tiene otro objeto que la descripción, con algún oportuno prefacio, de una de estas sociedades producto de la devastación atómica. Un escrutinio no excesivamente minucioso pero sí lo suficientemente detallado como para que las consecuencias de la caída de la bomba en la naturaleza, la economía, la industria y, sobre todo, en la psicología humana, tengan un admirable nivel de verosimilitud.

Estamos ante una novela coral, como otras obras de Dick, aunque tal vez en este caso este aspecto sea más acentuado. Y esto hace que no exista una única línea argumental, o un único protagonista que constituya la pauta sobre la que se defina el viaje del héroe de toda historia. A grandes rasgos podríamos citar a tres personajes principales, más por su trascendencia que por una cuota de presencia no superior a la del resto del elenco. Por un lado tenemos al Doctor Dinero de Sangre, el Dr. Bloodmoney que da nombre al libro y cuyo apellido real es el resultado de su germanizaciónBluthgeld. Sin duda es el personaje esencial durante los primeros capítulos, donde vemos a una sociedad americana traumatizada por el fracaso de unos experimentos atómicos en un pasado reciente, de los que Bruno Bluthgeld es el único responsable, pero ajena a lo que va a suceder en la elipsis literaria que nos conduce a los capítulos siguientes; el acontecimiento conocido como la Emergencia, que acaba con gran parte de la vida en el planeta y convierte a los supervivientes o bien en mutantes (prácticamente toda la fauna) o en absolutos desgraciados.

Después está Stuart McConchie -la facilidad de Dick para inventar nombres tan mundanos como carismáticos no deja de resultar asombrosa-, un comercial de raza negra -este último rasgo no trivial y sujeto a la polémica de quien tenga ganas de ella- que parecía ser el protagonista en las primeras páginas pero que no es tal y que consigue que, tras varias apariciones y desapariciones, el lector mantenga cierta empatía con él. Es lo que tiene solidarizarse con quien el hambre obliga a comer una rata. Una rata cruda. Una rata cruda y viva.

La tercera parte del triunvirato aporta de manera más flagrante el componente de ciencia-ficción que nos empujó a leer esta novela. Hoppy Harrington -de nuevo, nombre maravilloso- es un focomelo, denominación a medio camino entre la ciencia y el escarnio de cierto tipo de mutante resultado del experimento fallido de Bluthgeld cuya principal característica es la ausencia de extremidades. No sabemos si esta importante tara física es la causa de unos poderes innatos y muy prometedores, pero poco importa. Hoppy tiene poderes telequinéticos, puede reparar cualquier cosa, predecir el futuro... y hacer imitaciones.

La historia está enfocada en la radical evolución de estos tres personajes, muy diferentes entre sí pero cuya convergencia acaba siendo natural y muy interesante. Todo esto a pesar del contexto, donde puede dar la impresión de que el panorama que dejaría una bomba atómica a finales del siglo XX sería demasiado desolado y aburrido. Por eso, la banda sonora que aporta otra de las piezas imprescindibles de este puzzle, Walt Dangerfield, ameniza tanto al lector (no ya por la música citada, obviamente inaudible para el lector, sino por su mera presencia) como a los desesperados supervivientes en toda la superficie del globo. Se trata de un astronauta que, justo en el momento de la mencionada Emergencia, embarca en un cohete rumbo a Marte junto a su mujer con la peregrina misión de establecer una colonia. Su mujer fallece y él queda orbitando alrededor de la Tierra con el único medio de comunicación a distancia en todo el planeta y una colección inagotable de discos. La desesperación en la superficie es tal que prácticamente las transmisiones de Dangerfield constituyen el máximo aliciente en las miserables vidas de los humanos.

No queremos olvidarnos de otro ingrediente imprescindible en este cóctel lleno de mutantes y fenómenos paranormales: Bill Keller, el hermano ¿siamés? de Edie Keller, hija ¿consecuencia de una relación de adulterio? de Bonnie Keller, el personaje femenino más importante de la historia. Bonnie es una mujer realizada, con iniciativa y talento, un marido en buena posición -George, que acabará siendo el director de la escuela en West Marin, uno de los asentamientos supervivientes a la Emergencia- y amiga del infame doctor Bluthgeld. Sin embargo, su infelicidad inconfesada, antes y después del fatídico evento, la empuja a cometer justificadas infidelidades, una de las cuales desemboca en la concepción de la pobre Edie. Ésta nace con un hermano gemelo, al que nadie conoce porque se encuentra literalmente dentro de ella y porque ella es la única capaz de comunicarse con él. Sólo el doctor Stockstill, antiguo psiquiatra, llega a comprender la situación y a advertir que si Bill sale del cuerpo de Edie supondría su final. Lo que el ex-psiquiatra no sabe es que Bill tiene la capacidad de intercambiarse con otros cuerpos, ya sea el de una lombriz o el de un focomelo... Esta trama alternativa quizá no esté suficientemente explotada, pero en la actual crisis creativa en cine y televisión tendría un potencial enorme.

En esta novela, Philip K. Dick parece disculparse por proponernos un planteamiento donde, tras el cataclismo nuclear, la sociedad será más mezquina y traicionera que nunca, con un sistema de justicia prehistórico y una civilización pendiente de un hilo. De lo único que se le puede acusar es de ser demasiado optimista pues, para nuestra desgracia (o no, dado su talento para inventar mundos futuros no lejanos pero mejores que éste), esa sociedad sería sensiblemente mejor que la que seguro nos aguarda.