domingo, 21 de octubre de 2007

La vocal discriminada

Tras el injusto destierro de Y de la élite de las vocales, alguien empezó a sentirse muy sola. Se sentía distinta, nadando a contracorriente, sin saber hacia qué dirección debía encaminar sus pasos. A pesar de que sus compañeras experimentaban hacia ella una sincera admiración, el hecho de que contínuamente le recordasen que su virtud, su principal problema, aquello que la hacía distinta, se producía justo al principio de sus intervenciones, la llenaba de tristeza y desconsuelo.

Porque incluso O, su alma gemela, comenzaba su labor por el centro. Las repelentes U e I consolidaban su conducta ortodoxa siempre empezando por la izquierda, siempre a la estela de la consonante anterior. Eran vocales débiles, un caso perdido e inofensivo, pero con armas exclusivas, como la insólita preferencia que sentían algunas consonantes ignorantes como la Q o la G.

Lo que más dolía a nuestra protagonista era que E se hubiera rendido al pragmatismo de las vocales débiles y decidiera comenzar sus andaduras en el sentido de la escritura. Lo había hecho con elegancia y no tenía nada que reprocharle.

Pero A no iba a cambiar. No podía, ni quería, evitar nacer por la derecha, rompiendo el ritmo de la escritura, obligando al escribano a repasar por dos veces su oronda testa.
Ella seguiría siendo distinta, en contra del sistema, consciente de su poder.

jueves, 4 de octubre de 2007

Estafermo

Los que presumen de adivinar la expresión de mi rostro gracias a mis ojos, único indicio que muestra mi grueso yelmo, dicen que tengo cara de lelo. Dicha expresión, que no negaré pero que ha sido turbada tras muchos años de profesión, y corrompida por unas entrañas de una mezcla de paja, cartón y grava, no hace justicia a otras dimensiones de mi personalidad.

Soy brioso en mis acometidas y resuelto en mis intervenciones. Las taras de nacimiento que me estigmatizan no arredran mi carácter valeroso. Sí, es cierto, tengo una única pierna de madera que, para colmo, permanece estática con buena parte de su trayectoria enterrada bajo el suelo. Pero la destreza y potencia de mis extremidades superiores me otorgan una honra que, osaría decir, es lo que me mantiene con vida.

Mis poderosos brazos cuentan, uno con la ayuda de un viejo escudo, desgastado pero aún extremadamente funcional, y el otro con un extraño artilugio compuesto por unos pequeños sacos de arena atados a una cuerda. Con tan ridículos aunque honorables pertrechos me basto para salir victorioso de cualquier desafío, venga de parte de quien venga. En cuanto el caballero rival embiste mi anatomía, lo detengo con mi fiel escudo y, acto seguido, logro zafarme con un simple giro de cintura de su inercia casi siempre patosa. Posteriormente uno o varios de mis saquitos de arena se ocupan de conceder al osado retador su merecido acto de subyugación.

Soy inmortal; no tengo sentimientos ni debilidades. Tampoco necesito moverme de mi emplazamiento para sembrar el respeto entre mis enemigos. Es más, muchas veces son ellos los que se humillan al levarme en volandas hasta el paraje de mi próxima lid.