jueves, 31 de octubre de 2019

sábado, 26 de octubre de 2019

Una diosa revoltosa

Todos los dioses y diosas del Olimpio son muy famosos, reconocibles y, si las oraciones son correctamente pronunciadas, accesibles. O casi todos y todas. Porque hay una diosa relativamente desconocida por ser muy difícil de localizar, ya que siempre anda corriendo de un lugar sagrado para otro. Una celeridad a todas luces estéril, pues el retraso en las citas es un factor mesurable y, por consiguiente y por desgracia para ella, acumulable.

A pesar de su aparente carencia de popularidad, la diosa Festina cuenta paradójicamente con multitud de adeptos. Mortales que, a causa de su devoción, siempre llegan tarde a todos sus compromisos, con independencia de su trascendencia. Entre estos millones de devotos existen varios niveles de fanatismo; los más leves manifiestan su veneración haciendo esperar a sus amigos un período sensiblemente inferior al límite de ruptura de amistad. Los más radicales mezclan religiosidad con cinismo y acuden con un retraso más o menos premeditado a sus obligaciones laborales, esgrimiendo como irrefutable pretexto su extravagante culto.

A los que madrugan no es precisamente Festina quien les ayuda; levantarse temprano está absolutamente prohibido en su culto. En la comunidad del Olimpio, ella misma es la última en levantarse, horas más tarde que por ejemplo Malumiocus, el dios de los chistes malos, lo que le acarrea la imperativa omisión del desayuno y una higiene corporal adecuada -necesaria entre los dioses y diosas únicamente por una cuestión cosmética-.

Entre el resto de dioses y diosas no está bien considerada, es más, está catalogada como maligna, ya que sus predicaciones conducen a sus mortales seguidores a cometer torpezas continuamente, e incluso fechorías. Actos tan reprobables como saltarse semáforos, empujar abuelitas, hacer perder el tiempo al prójimo y un largo etcétera están a la orden del día gracias a -la oficialmente malvada- diosa Festina, quien dispone además de un ejército de sacerdotisas, denominadas las prisas, que propagan su mensaje de caos y desorden descontrolado subyacente.

Para mantener determinado equilibrio, el cual funciona como los engranajes que permiten el transcurso de la Historia de la Humanidad sin accidentes de naturaleza cuántica, la Providencia ha procurado otro dios, muchísimo más austero y humilde y con una legión de seguidores infinitamente menor que Festina, conocido como Lente.

Lente es infaliblemente el primero en levantarse cada mañana en el Olimpio. Lo hace incluso antes que Galliclamore, el dios despertador (también considerado maligno por motivos obvios). Tanto él como sus feligreses compensan la pérdida de tiempo de los festinianos en el Universo aportando sus propios minutos, incluso horas, al acudir con excesiva (y terriblemente extrema) antelación a sus convocatorias. Gracias a ellos se produce ese necesario equilibrio, caprichoso e ineficiente, y no exento de cierto conflicto entre los partidarios de derrochar el tiempo ajeno y los de invertir el propio en depósitos sin rédito alguno.

Profetas y vaticinadores auguran que en el Armagedón del mes que viene se producirá la esperada batalla final entre Lente y Festina, que decidirá un reparto más eficiente del tiempo ocioso de los mortales. Una batalla cuyo resultado tendrá enormes repercusiones en la vida cotidiana de los humanos y en la de la mayoría de dioses. Y diosas.

sábado, 19 de octubre de 2019

El Guasón


Actualmente, cuando opinamos sobre una película, o sobre un libro, o sobre cualquier otro tipo de obra, no nos basamos en el análisis, sino en la comparación. Probablemente siempre haya sido así, de manera más o menos inconsciente, pero en este punto de nuestra evolución cultural es mucho más acusado, ya que acumulamos un bagaje tal que nos conduce a encontrar, casi sin pretenderlo y por una cuestión estadística, referencias en obras anteriores cuando consumimos algún producto recién salido del horno.

Limitándonos al cine -pero, como he dicho, es algo extrapolable al resto de manifestaciones culturales-, cada año se hacen más películas, que se van acumulando en nuestra memoria y en nuestra estantería porque se suman a las anteriores, las clásicas que han perdurado en el tiempo y que por suerte son fácilmente conservables con los medios actuales. Y cada año tenemos a nuestra disposición más elementos con los que comparar con puntería relativa cualquier cosa que veamos.

Ahora no solemos afirmar si una película es buena o mala. Decimos que es mejor o peor que otra; de la misma saga, del mismo director, del mismo actor... Es comprensible, porque en definitiva supone una crítica rápida, directa y asequible para el receptor -siempre y cuando éste conozca las alusiones-. Por otro lado, las comparaciones provocan algo con mucho éxito en esta era de las redes sociales: controversia. Generalmente son de baja intensidad y su más nefasta consecuencia suele ser el unfollow o el block, pero llama la atención el aparente fanatismo con el que se defiende la referencia favorita de las dos que se encuentren en liza.

He utilizado esta humilde reflexión a modo de preámbulo de este (humilde también) artículo sobre la película Joker (Todd Phillips, 2019). Siendo menos esperpéntico que el debate sobre quién ha sido el mejor Batman en el cine, las (in)evitables comparaciones con jokers anteriores han supuesto una fina cortina de humo en forma de crítica barata sobre una obra que tiene mucho más que ofrecer que el mero histrionismo de un cuarentón perturbado que se disfraza de payaso.

Entendería el debate sobre, por ejemplo, Drácula, James Bond o Sherlock Holmes, personajes de larga trayectoria y que han sido interpretados por múltiples actores, con una solidez contrastada en (casi) cada una de esas interpretaciones. Pero... Batman? Realmente invertimos nuestra saliva virtual en comparar a Michael Keaton con Ben Affleck? Con el Joker pasa algo relativamente distinto, pero igualmente estéril, porque, siendo honestos, comparable al personaje que retrata Joaquin Phoenix únicamente sería el de Heath Ledger en El Caballero Oscuro. Pero este afán de búsqueda de símiles no se detiene con el célebre personaje de cómic, villano del hombre murciélago; también se ha planteado extensamente la poco descabellada equiparación con Travis Bickle, por ejemplo.

Una vez superados estos párrafos liberadores del estigma de las comparaciones, cuya única intención era la de reivindicar la valoración de un producto por sí mismo, procedo a comentar mis humildes impresiones sobre la película de Phillips. A pesar de tratarse de un producto de Warner-DC, las expectativas eran -insólitamente, dados los precedentes- altas. Las excelentes y unánimes opiniones leídas en la previa generaban el temor a un "no-era-para-tanto" antológico. Porque salvo gloriosas excepciones, esta sobreexpectación desmesurada no suele acarrear un feliz desenlace.

Con este sentimiento de contención visionamos los primeros minutos, con interés y con el runrún de los premios cosechados en un festival como el de Venecia -que nos suele dar igual pero no dejamos de ser conscientes de que estos certámenes sirven para generar opiniones-, y, de repente, sin apenas darnos cuenta, pasamos de un estado contemplativo a un conato de empatía con un ser miserable y desgraciado; empatía que va creciendo de manera inexorable a lo largo del metraje.

Esta evolución de nuestros sentimientos transcurre en paralelo a la evolución del personaje de Arthur Fleck, así como gran parte de culpa de nuestra inmersión en película y personaje la tiene la magnífica interpretación de Joaquin Phoenix. Con el asunto los Óscars soy muy escéptico; aunque el año que viene se haya adelantado la ceremonia, la mayor parte de películas que recibirán nominaciones prácticamente ni conocemos su existencia, así que la abstención para la proclamación de su candidatura es absoluta.

Arthur Fleck tiene varios, muchos, problemas psiquiátricos. Pero en cierto modo, y a pesar del mundo que le rodea, una ciudad de Gotham que le oprime y le apalea -también en sentido literal-, mantiene cierto equilibrio en su vida. Gracias a unos frágiles servicios sociales, a la responsabilidad con su anciana madre y a su aspiración vital de convertirse en cómico consigue conservar el estatus de buena persona. Pero estos tres pilares, muy finos para cualquier persona pero estratégicamente colocados para el bueno de Arthur, se van desmoronando poco a poco.

La atención que le dispensaban los servicios sociales posiblemente no serían de los más académicos y productivos que hayamos visto, pero sí le proporcionaban a su organismo una química redentora; los recortes de fondos a estos departamentos estatales/municipales -responsabilidad de Thomas Wayne?- fulminan este suministro imprescindible para la estabilidad mental y vital de Fleck.

Su segundo eje, su madre, también se tuerce drásticamente con un vaivén de revelaciones ante el cual ignoramos cómo reacciona la mente de Arthur, pero que a los espectadores nos marea entre un sentimiento de estupefacción y, por qué no confesarlo, posterior alivio. Al darse cuenta de que su vida hasta hace unos días había sido una farsa, y que su vida durante los últimos días había sido otra farsa, Arthur se siente traicionado y actúa en consecuencia.

Sus entrañables pinitos como monologuista, conductores más de compasión que de hilaridad, son cruelmente devastados cuando Murray Franklin (interpretado por Bobby De Niro), el presentador de televisión más célebre del momento, lo humilla durante el programa a través de la emisión de una grabación de su hasta entonces única (y patética) actuación. La réplica de Arthur al final de la película, maquillada de una sospechosa candidez inicial, es tan brutal que confirma el cambio de talante del muchacho.

Pese a conocer donde va a terminar este viaje psicológico del personaje (SPOILER: se convierte en El Joker), el trayecto es muy sutil, incluso con sus baches y socavones. No obstante, hay un punto de inflexión en la historia -cuando comete su primer (triple) crimen- que nos muestra que, por muy difícil que parezca, nuestro timorato protagonista puede llegar a convertirse en el archienemigo de Batman. Y le muestra al futuro Joker que hacer el mal puede llegar a ser bueno.

Porque giros y sobresaltos que ayudan a romper la planicidad de la trama hay unos cuantos. Y algunos de ellos se basan en engaños posteriormente desenmascarados de manera entre abrupta e indulgente. Por ejemplo, la estupefacción ante la posibilidad de que el Joker y Batman fueran hermanastros generaba una incomodidad tan morbosa que, a su vez, provocaba incredulidad ante su desmentido. También sorprendía que un perdedor desequilibrado como Arthur Fleck tuviera una novia guapa, educada y responsable; la revelación de que sólo estaba haciendo un Tyler Durden nos podía hacer sentir un pelín ingenuos.

En Gotham City todo es exagerado, pero aun así pecamos conscientemente de credulidad. La excepción es la evolución -paralela al personaje- del trasfondo social y político de la ciudad. Es útil, incluso imprescindible, para la trama y para el génesis de la figura del líder criminal que es el Joker, pero cuesta creer que un crimen, de los innumerables que deben sucederse en esa ciudad tan conflictiva, aunque se haya cometido sobre miembros de las castas superiores de esa sociedad salpicada por la injusticia, genere una reacción colectiva tan unánime y radical. O tal vez sea una mera ilustración de la crisis social y la decadencia de Gotham, exhibida de forma excelente en unos escenarios elegantemente sucios y decrépitos.

No voy a recomendar Joker a través de este artículo porque quienes hayan llegado a este párrafo ya la habrán visto. O eso espero, porque se ha colado algún que otro spoiler. Pero fuera de estas líneas la voy a recomendar fervientemente. Porque transmite, hace reflexionar, emociona, no deja indiferente y, lo más importante, entretiene. Aparte del objetivo primordial del cine, la diversión, nos genera unos sentimientos de insólita empatía hacia uno de los villanos más despiadados de la cultura contemporánea, lo que hace muy complicada su inserción en las futuras películas de Batman, por el conflicto de simpatías que tendría el espectador. Pero ahí estará, no lo dudo. Y supondrá todo un reto para Warner-DC. Mis dedos ya están cruzados.





P.S. Ahora que no me lee nadie: Phoenix > Ledger.

sábado, 21 de septiembre de 2019

sábado, 18 de mayo de 2019

El crepúsculo del insólito antihéroe

El ocaso de Timothy Perhaps, el hombre más poderoso del mundo, comenzó el día más inesperado. Considerado el ejemplar masculino más bello del planeta, oficioso galardón obtenido en los recientes cinco años de manera consecutiva, también amasaba una fortuna inigualable gracias a su enorme inteligencia, su destreza en los negocios y a una diosa fortuna que siempre le acompañaba. Su perfección llegaba a tal extremo que la posible envidia que pudiera causar su privilegiada situación había sido sustituida por un respeto sincero y una admiración infinita. Rico, inteligente, guapo, famoso. No tenía ningún defecto. Aparentemente.

Había nacido y vivido los 30 años que constituían su edad en California, siempre en San Francisco. Sin apenas conocerla, no le gustaba la ciudad de Los Ángeles. Es más, era incapaz de visitarla; cada vez que se acercaba, o leía un letrero con su nombre, se ponía enfermo. Era como una especie de alergia. En cambio, en otras ciudades relativamente cercanas que frecuentaba, como Las Vegas o Sacramento, gozaba de una salud de hierro.

Se consideraba tan invulnerable que nunca había acudido a un especialista en medicina. Como mucho se había dejado examinar por algún terapeuta para que le recomendara trucos para el mantenimiento impoluto de su cutis digno de Adonis o ejercicios para que sus abdominales parecieran diseñadas por el más prolijo de los delineantes. A pesar de todo, si existía algo que le inquietara en su vida colmada de perfecciones era aquella extraña alergia a una ciudad.

Así que, cuando más por tedio que por preocupación decidió ir al médico, sus dolencias se reactivaron. Y cuando el doctor se atrevió a confesar su incapacidad de ofrecer un diagnóstico, las tripas de Timothy Perhaps dieron un vuelco absoluto. Se sentía como aquella vez en que quiso comprarse una cámara fotográfica. O cuando veía fotos del Discóbolo de Mirón o la Pirámide de Keops.

Le había atendido el que probablemente era el profesional de la medicina más prestigioso de los Estados Unidos; sin embargo su pronóstico había sido nefasto para el bello Timothy. Se sentía peor que antes, peor que nunca. Ya no se trataba de la fobia a una ciudad; los síntomas de aquella inexplicable enfermedad le atormentaban. No podía caminar rápido, pero sí deprisa. En pleno verano dormía con mantas porque las sábanas le producían urticaria. Los gorriones, los jilgueros, incluso las urracas le gustaban; hasta podía tolerar a los terribles periquitos, pero los pájaros, en general, le provocaban náuseas. En semejante espiral de destrucción, sus propias náuseas le provocaban náuseas.

Comenzó a recordar leves alteraciones en su vida perfecta que resultaban coherentes con lo que le estaba sucediendo. Como aquella vez que en un restaurante se atrevió a pedir steak tartar en castellano. O cuando se encontró con un intrépido sátiro en el ático de la Perhaps Tower, que le provocó serias lesiones en estómago, páncreas e hígado.

Toda esta ráfaga de despropósitos le generó un enérgico desánimo. Exánime, su apolíneo aspecto se había tornado decrépito. Porque su vida de éxito y éxtasis había sido efímera; se había transformado, paradójicamente, en una esdrújula catástrofe.

sábado, 23 de febrero de 2019

El vagón

La historia narrada a continuación pasó hace apenas dos horas, pero que según como se mire sucedió hace décadas. Y comenzó con una situación de lo más cotidiana...

Siempre me he considerado un privilegiado por no tener la obligatoria costumbre de utilizar el transporte público. Lo que implica que tampoco tenga la necesaria costumbre de correr hacía un vagón de metro que esté a punto de abandonar el andén. Pero aquella noche de jueves invitaba a que la espera entre un tren y el siguiente fuera tediosamente larga, circunstancia que se alió con las ganas de volver pronto a casa. Así que, con la nocturnidad como aliada en la misión de evitar la humillación de exhibir mi paupérrima forma física, corrí con toda la dignidad que me permitían unos zapatos de un par de días de antigüedad y me introduje en el vagón dos décimas de segundo antes de que comenzaran a cerrarse las puertas.

Mi entrada no fue todo lo triunfal que tan titánico esfuerzo merecía. Un tipo corpulento, de camisa verde desabrochada y melena extraña, me obstruía el paso y no tuve más remedio que empujarlo levemente. Por fortuna su respuesta se limitó a un breve gruñido y no tuve que demorar con discusiones absurdas la tarea de buscar un rincón donde pasar los siguientes tres minutos de viaje de la manera más confortable posible.

Porque sólo me quedaba una parada por delante. Siguiendo una arrebatadora estadística, los transbordos en las líneas del metro te juegan malas pasadas y te fuerzan a invertir más tiempo recorriendo andenes, pasillos y escaleras entre líneas que dentro del propio tren. Un incentivo claro para prescindir de este medio de transporte y acelerar el envejecimiento de la suela de los zapatos.

A pesar de la abundancia de asientos libres, decidí realizar de pie mi pasatiempo favorito en estas situaciones: diseccionar, de una manera medio veleidosa, medio quirúrgica, al resto del pasaje. Por fortuna para mi innata misantropía y por desgracia para mis lúdicas necesidades, a aquella hora el vagón se encontraba prácticamente vacío y sólo pude contabilizar cinco individuos más.

El pasajero que sin duda llamaba más la atención, por lo menos para mi lasciva mirada, era una mujer escultural, de sinuosa silueta, que optaba como yo a no depositar sus nalgas en los impredecibles asientos del vagón y que desentonaba demasiado en aquel ambiente en las antípodas del glamour. Mis ojos recorrieron disimuladamente sus curvas a modo de ingenuo escáner, hasta que se detuvieron abruptamente en una minúscula verruga que brotaba de la punta de su perfecta nariz. Con gran injusticia porque apenas era perceptible, aquel corpúsculo en el centro de su bello rostro suponía un borrón en una auténtica obra de arte.

A continuación inspeccioné al caballero que se encontraba nerviosamente sentado en un asiento a la izquierda de aquella voluptuosa señorita. Tenía el aspecto del típico doctor chiflado, con zapatos descuartizados y cordones deshechos, un traje gris desgastado y una pajarita púrpura que culminaba cual guinda la parafernalia de su atuendo; su estilo no era admirable pero sí coherente. Pero lo que le convertía en un sujeto digno de intriga era la bolsa de deporte que colgaba de sus manos cansadas, totalmente negra y con forma de bola de bolos. Una pesada esfera, contundente y deportiva, hubiera sido el inquilino más probable de aquel recipiente, pero todo indicaba que no era así. Sobre todo porque parecía que algo se movía en su interior.

A la izquierda del doctor chiflado, más allá del hueco impuesto por dos asientos vacíos, reposaba sus metálicas posaderas un viejo androide, de aquellos a los que la obsolescencia se le reflejaba en los oxidados circuitos que daban forma a sus rostros. Parecía estar sumergido en una somnolencia a modo de stand by de la cual con total seguridad despertaría cuando anunciaran su estación por la megafonía interna del vagón.

A mi lado se encontraba todavía el cachas melenudo que me había dificultado el acceso. En aquel esperpéntico encuentro inicial no me había percatado de lo feo que era. Y lo más inquietante era que, cada segundo que pasaba, los rasgos de su cara se constreñían ligeramente, dándole una apariencia más terrorífica aún. Por suerte dejaría aquel vagón en breve y evitaría conocer el desenlace de la metamorfosis y la definitiva manifestación de su extrema fealdad.

A mi otro lado, sentado justo enfrente del taciturno robot, había un dandy engominado, de traje carísimo y corbata de lunares, la cual no se había permitido el lujo de aflojar a pesar de que probablemente su jornada laboral ya hacía horas que había concluido. Así como el sujeto de mi izquierda era quizás el más feo que había visto nunca, el tipo de la corbata de lunares poseía la cara de peores pulgas de la ciudad. Me devolvió la mirada con un instinto asesino que los lóbulos de mis orejas se estremecieron.

Pese a la escasa afluencia de pasajeros, con aquel maleducado escrutinio conseguí mi propósito y resulté entretenido durante los teóricos tres minutos de viaje. Mi parada sin duda debía de estar cerca. Consulté mi reloj de pulsera y extrañamente sólo había transcurrido, más o menos, un minuto y medio. Probablemente las ganas de llegar a casa habían ralentizado el tiempo; es lo que sucede cada vez que esperas con avidez la sucesión de un evento. El tren circulaba a la velocidad acostumbrada, al menos ésa era la sensación, y no se habían producido paradas inesperadas. Así que aquel alargamiento del tiempo se trataba obviamente de una experiencia subjetiva.

Al cabo de (muchos) segundos, volví a mirar mi reloj. Mostraba la misma hora que en la vez anterior. En un primer momento pensé en un nuevo contratiempo, mi viejo reloj se había parado, pero al observar la inquietud del resto del pasaje me di cuenta de que allí estaba pasando algo más; más extraño que una percepción personal del paso del tiempo o la avería de un reloj de pulsera.

El tren circulaba en todo momento a través de la oscuridad, era imposible que hubiera atravesado alguna estación sin detenerse sin que nos hubiéramos dado cuenta. La exuberante señorita me miró con el fin de compartir conmigo su perplejidad. Yo, tras 1,6 segundos concentrado en su verruga, le devolví la mirada, levantando las cejas y arrugando la barbilla. Tanto el yuppie como el musculoso de la camisa verde también comenzaban a ponerse nerviosos. Rompimos el hielo y la desconfianza y revelamos, con tremenda y colectiva estupefacción, que a todos se nos había parado el reloj y que nuestros teléfonos móviles estaban encendidos pero inservibles, como congelados.

El tiempo pasaba y la anunciada próxima estación no llegaba. Sólo el presunto científico y el robot andrajoso permanecían impertérritos; uno seguía concentrado en su sospechosa bolsa de deporte y el otro no acababa de encenderse. Pero su letargo, al menos el del científico, no se prolongaría mucho más. El poco agraciado musculitos soltó una especie de estruendoso aullido. En ese momento me fijé en su cara, totalmente desfigurada; sus orejas eran más puntiagudas de lo normal y en sus manos había brotado un vello inusitado. Provocaba auténtico pavor.

Poco tardamos en darnos cuenta de que estaba tan asustado como nosotros. Porque del desconcierto inicial habíamos pasado directamente al pánico. El tren seguía avanzando a una velocidad constante, sin encontrar ningún motivo para detenerse. Las puertas que separaban los vagones estaban bloqueadas y era inconcebible intentar abrir las laterales de acceso. El ejecutivo agresivo recurrió a una de nuestras escasas tablas de salvación accionando el freno de emergencia, pero no funcionó en absoluto.

Cómo habían podido desaparecer las estaciones? El tren no circulaba a tanta velocidad como para hacer inapreciable su aparición. Pero a través de las ventanas sólo contemplábamos las paredes de un túnel interminable. La bella verrugosa, el hombre feo, el yuppie y un servidor dedicamos unos instantes a elaborar estrambóticas teorías. La más plausible fue que habíamos sido víctimas de un secuestro y nuestros captores nos estaban conduciendo a través de un túnel secreto a un zulo donde nos retendrían a cambio de una suculenta recompensa. Si estábamos en lo cierto, tarde o temprano recibiríamos la terrible confirmación.

Me tapé la cara con las manos; estaba atrapado en aquel vagón sin frenos, ignorante de mi destino, con cinco individuos a cual de ellos más estrafalario.

Pasaron incontables minutos, calculados a ojo en ausencia de relojes funcionales, el tren seguía sin detenerse y el paisaje inalterable. En el interior del vagón el ambiente era cada vez más tenso, no teníamos noticias del exterior por parte de presuntos secuestradores y empezamos a contemplar la posibilidad de que el origen de todo no estuviera fuera, sino dentro. Teniendo en cuenta que el robot estaba dormido, el ejecutivo lucía unas exonerantes aureolas axilares, la verruga de la top model latía con más vehemencia que su corazón, el peludo inquilino transpiraba cataratas de aminoácidos, y que yo estaba simplemente acojonado, el centro de atención se situó en el incomprensiblemente impasible doctor chiflado, más pendiente de su extravagante bolsa de deporte que de los propios acontecimientos.

Sin duda fue la empatía de tantas horas de cautiverio lo que provocó la compenetración con la que los cuatro pasajeros oficialmente despiertos dirigimos nuestras miradas y nuestras sospechas hacia aquel presuntamente inofensivo individuo. Aquella bolsa tan celosamente guardada, de forma y comportamiento tan inexplicable, tendría forzosamente que ser la explicación de nuestra situación. La cordura se extinguía por momentos, pero, agonizante, aún estaba presente en aquel lugar y, blandiéndola como último recurso, fue como acometimos el primer intento de acceder a aquella bolsa, mientras el aparentemente enclenque científico se defendía, resistiéndose a desvelar su contenido con uñas, dientes y plumas estilográficas. Precisamente fue durante el forcejeo entre la inferioridad del doctor por un lado, y la superioridad del hombre feo y un servidor por el otro, cuando sucedió algo que turbó la tensa inactividad de las últimas horas. El timbre de un teléfono móvil sonó.

Si el tiempo ya parecía estar detenido, en aquel momento se detuvo aún más. Todos nos quedamos inertes, hieráticos, paradójicamente estupefactos ante una situación cotidiana que rompía la incoherencia de aquel entorno tan surrealista. La misión de descubrir qué escondía la bolsa del científico quedó abortada. Lo que importaba era aquel mensaje del mundo exterior que habíamos recibido.

Era el teléfono del yuppie. Nervioso, sudoroso hasta límites inexplorados por la civilización humana, descolgó como si de un teléfono fijo ciberpunk se tratara. El número que mostraba la pantalla era irreconocible. Nadie contestó.

Ese hombre, hasta aquel momento tan mustio como un cardo podrido y tan engreído como un junco desafiante a las débiles brisas de las marismas, se derrumbó. En un inusitado ejercicio de sincera locuacidad nos contó que se llamaba Arnold Mondayface y que trabajaba en una importante empresa financiera, de ésas que no tienen contacto con la economía real y lo único que hacen es mover cifras nominales de un sitio para otro. Se ganaba bien la vida, pero él en su vida no había ganado.

Su pagano pragmatismo le había ayudado a llegar a la conclusión de que el tren realmente no se movía. Las leyes de la física dictaban celosamente en contra de su teoría, pero su desesperación, condimentada con severas dosis de histerismo, le empujó a proferir un alarido aun mayor que el aullido con el que el peludo hombre feo había obsequiado a nuestros tímpanos unas horas antes. Además, aunque a aquellas alturas empezábamos a acostumbrarnos a la presencia de fenómenos imposibles, nos sorprendió que dos greñas rebeldes brotaran de la fronda de su cabellera y provocaran el hecho inaudito de que el impoluto caballero procediera al vil acto de despeinarse. Fuera de sí, con el rostro rojo como un semáforo nihilista con hemorroides y los ojos casi tan fuera de las órbitas que temíamos por la continuidad de sendos nervios ópticos, abrió una de las ventanas y asomó la cabeza a través de ella. Tenía que comprobar que, efectivamente, aquel maldito vagón no se estaba moviendo.

Y como ya sucedió con la desconcertante llamada perdida anterior, otra travesura tecnológica cambió drásticamente el rumbo de los acontecimientos. Las luces en el interior del vagón se apagaron durante unos segundos... el tiempo suficiente para que el señor Mondayface pudiera desaparecer sin despedirse.

El hueco de la ventana era suficiente amplio como para que la totalidad de los michelines de Mondayface la atravesaran; sin embargo, se hacía muy raro pensar que la determinación de arrojarse a un suicidio -probable, dada la dramática existencia del sujeto, pero tan esperpéntico- coincidiera con un apagón dudosamente programado.

Tras inspeccionar escrupulosamente el recinto durante muchos, muchos minutos, así, a ojo, sin hallar más evidencias de la anatomía del otrora antipático ejecutivo, los tres seres aún racionales que aún permanecíamos allí acordamos un período de reflexión. El tren seguía desplazándose hacia adelante, a la velocidad prevista, y el paisaje, así como los dos sujetos impasibles del vagón, continuaba invariable. Aquellos sujetos probablemente no eran conscientes de que con tal impasibilidad corrían el riesgo de convertirse en los principales sospechosos de causar el extraño fenómeno que indefectiblemente nos ocupaba, pero en caso de que lo barruntaran no parecía preocuparles, ni a al doctor ni al robot. Entre otras cosas porque sí eran plenamente conscientes de que, en caso de que uno de ellos fuera el responsable del desaguisado, ni el bruto de la camisa verde, ni la top model de la verruga, ni un servidor, seríamos capaces de desenmascararlo(s). Y si era eso lo que pensaba uno de los dos, o incluso los dos, no les faltaba ni un ápice de razón.

Aburrido y trastornado, el hombre rudo de la camisa verde, de rostro desfigurado y vello hasta en las palmas de las manos, decidió dejar a un lado su aversión a los clichés sociales y contarnos su historia, que incluía entre otras cosas que se llamaba Roland Lacombe y que era nada menos que un hombre lobo. Una especie oficialmente extinguida y que no formaba parte de otra cosa que no fuera mera leyenda. Si la mayoría de nosotros nos encontrábamos desubicados, sin explicación a lo que sucedía dentro y fuera del vagón, él lo estaba y sufría muchísimo más, puesto que su aspecto extraño y deforme se debía a que, justo a la hora en la que el metro abandonaba la última estación que habíamos conocido, comenzaría su transformación en licántropo. Dicha metamorfosis se había detenido, por las mismas enigmáticas razones por las que los relojes no avanzaban o la siguiente estación nunca llegaba.

La bella señorita tomó el testigo en la ronda de confesiones, eso sí, a cuentagotas. Su insaciable coquetería la limitó a revelar únicamente que su nombre era Wilma Bubblemint y que su edad era una cifra sorprendente. Ni el señor barbudo ni un servidor osamos indagar más en su biografía, más forzados por la situación que por ausencia de una curiosidad morbosa. Y fue precisamente la curiosidad lo que, transcurridos unos segundos de solemne silencio, impulsó a la señorita Bubblemint, tras recordar al señor Mondayface y su incomprensible desaparición, a emularlo fugazmente y asomar, durante un segundo, la cabeza fuera de la ventana que tenía más cercana. El sobresalto por la evaporación del yuppie despeinado fue elevado pero fue superado con creces cuando el cuello de la chica devolvió cráneo y envoltorio al interior del vagón.

Su rostro había envejecido prácticamente un siglo; la imagen de un cuerpo joven y escultural con la cabeza de un esqueleto era dantesca. Toda la vitalidad que irradiaba la muchacha se esfumó y falleció, instantánea y técnicamente, de vieja.

Las reacciones del pasaje que aún quedaba dentro de aquel tren mortífero fueron de lo más variopintas: yo me quedé completamente congelado, sin capacidad alguna de interacción con el entorno; el robot permanecía impávido en su perenne letargo; el presunto doctor mostraba síntomas de nerviosismo y delatoras gotas de sudor comenzaban a deslizarse por sus sienes, lo que no impedía que siguiera aferrándose a su bolsa como un hóbbit corrupto a su anillo; y Lacombe, casi literalmente, explotó.

Nadie llega a ser realmente consciente del dolor infinito que supone una metamorfosis de hombre a lobo si no se es uno de ellos. Y Rolando Lacombe era presa de ese sufrimiento estratosférico de manera permanente y, lo que era peor, ignorante de cuándo la agonía tocaría a su fin. La mezcla de incertidumbre y estupefacción por el rumbo de aquel ingobernable vagón, unida a las muertes de Mondayface y la señorita Bubblemint arrojaban poco optimismo al desenlace. Por eso rogó, suplicó, imploró, que si algún alma caritativa aún permanecía en aquel siniestro vagón pusiera fin a aquella tortura inconmensurable. Yo, en mi estado catatónico, era incapaz de mover un músculo, y mucho menos de pensar en alguna manera de ejecutar a sangre fría a un ser vivo. El científico chiflado optó por exhibir una voluntad indisimulada de obviar lo que sus sentidos le reclamaban como justificación de su inacción. Mientras tanto, en esta tensa espera, cada milésima de segundo suponía para el licántropo un suplicio indecible.

La tensión extrema que se respiraba se vio truncada con un nuevo giro de los acontecimientos. De repente, el viejo androide en-presunto-modo-de-reposo sacó un trabuco láser de no sé sabe dónde y ajustició al hombre lobo. Literalmente lo pulverizó, así como a la teoría de que sólo las balas de plata acaban con la vida de estos mutantes legendarios.

De nuevo necesité unos minutos para asimilar lo que acababa de suceder. Huelga decir que en ese intervalo de tiempo el tren tampoco alcanzó mi estación, por lo que mis problemas, una vez más y de momento, no los había solucionado Maese Tiempo.

Nunca pensé que describir el paisaje en el que me encontraba con la frívola expresión de panorama desolador me produjese tanto desasosiego. A la incertidumbre de conocer el final, si existía, de aquel trayecto se sumaba la purga que se estaba produciendo de pasajeros que morían de manera a cuál más cruel. Además, sólo quedábamos tres, y uno de ellos era un robot insensible y, presuntamente, sin consciencia, lo que le convertía en la víctima menos apetecible para el sádico marionetista que controlaba nuestros destinos.

Qué estaba pasando realmente? A aquellas alturas resultaba demasiado obvio que no éramos víctimas de un secuestro; y que tampoco se trataba de un fallo técnico de las instalaciones. Y si simplemente se limitara a una percepción subjetiva y todo fuera una ilusión, una alucinación, un sueño? Un sueño muy real, y diabólicamente largo.

Cuando pude recuperar la concentración, observé al androide. Unos minutos antes acababa de realizar el primer movimiento desde que fui consciente de su presencia, cuando entré en aquel tren infernal hacía ya horas. Me quedé mirándolo fijamente, intentando localizar la más mínima vibración que delatase que su hibernación era fingida. Puedo decir que esa suspicaz curiosidad fue la que me salvó la vida. O la vida tal y como la conocía.

No pude evitar fijarme en que la luz de los pilotos repartidos estratégicamente -o caprichosamente- por toda su anatomía ofrecían un fulgor notablemente más apagado. Su cuerpo comenzó a temblar, cada vez más deprisa, mientras saltaban chispas de todas sus articulaciones. La extraña magia de aquel vagón de metro había paralizado la transformación orgánica de un hombre lobo, pero no había conseguido detener el deterioro de la máquina.

"He fra-ca-sa-do". De pronto se escucharon esas palabras desde la megafonía del vagón. La ilógica de su semántica frustraba cualquier atisbo de esperanza que pudiera aportar la cotidianidad de un presunto mensaje desde el exterior.

No tardé en darme cuenta de que no era un agente externo el que intentaba transmitirnos con sumo desacierto su preocupación por nuestra seguridad ante puertas correderas, escalones o carteristas. La voz provenía del último aliento de nuestro compañero de pasaje, el androide moribundo, quien, en un acto de inusitada generosidad pre mortem, nos acabó liberando de aquella prisión móvil y nos relató todo lo que había causado nuestro cautiverio en una especie de prefacio a su epitafio.

Se llamaba Makharius-14 y era el último ejemplar de su especie. Tan obsoleto -él utilizó el término exclusivo- era que los materiales en los que se basaba su batería, su única fuente de energía, hacía años que se habían extinguido y sustituido por otros más sostenibles pero totalmente incompatibles con su modelo. A pesar de su indudable obsolescencia, su IA era muy avanzada y había llegado a adquirir consciencia de su propia existencia, lo que le procuraba pánico a la muerte/desguace y un instinto de supervivencia casi humano. En los últimos meses había estado estudiando múltiples versiones de la teoría de cuerdas, progresando a una velocidad tal que había conseguido reproducir un modesto agujero de gusano. Su objetivo era encontrar la manera de detener indefinidamente el tiempo, de poder vivir para siempre. Y ese agujero de gusano lo había construido en un túnel del metro, justo entre la parada donde yo me subí aquella noche de jueves y la parada más cercana a mi casa.

Ese jueves, cuando apenas le quedaba una barrita de batería, puso en práctica su experimento, su plan desesperado. Y casi le salió bien. Manteniéndose en stand by para conservar el máximo de energía, manipuló el tren, conduciéndolo al agujero de gusano y consiguió detener el tiempo, los relojes, los teléfonos móviles, incluso la transformación de un licántropo. Pero no contaba con que los materiales extintos de los que se componía su organismo jugaban bajo otras normas. Para él sí transcurría el tiempo.

Nos confesó al doctor y a mí, no sin pesar, que tuvo que sacrificar al señor Mondayface para mantener su coartada. Conectándose a la instalación eléctrica del tren, de la misma manera que a la megafonía como nos había mostrado minutos antes y a la propia dirección que nos condujo al agujero de gusano, manipuló su teléfono móvil en un primer momento y posteriormente provocó un apagón y aprovechó la alevosía de la oscuridad para arrojar al ejecutivo por la ventana. Del compasivo asesinato del señor Lacombe fuimos testigos y nos aseguró, y le creímos, que de la muerte de la señorita Bubblemint no tuvo nada que ver.

Tras su penitente revelación, su último gesto fue redireccionar el tren, sacarlo de aquel bucle cuántico y conducirlo, por fin, a la siguiente estación.

Cuando se abrieron las puertas, en el vagón sólo quedaba un robot con una batería agotada y difícilmente restaurable; el cadáver hecho fosfatina de un hombre lobo; un cráneo de bruja pegado a un cuerpo exuberante pero inerte; y un servidor. Porque el doctor chiflado, como si para él sólo hubieran transcurrido los tres minutos protocolarios entre estación y estación, salió despavorido en cuanto se abrieron las puertas. Nunca más volví a saber de él. Ni supe cuál era el contenido de aquella enigmática bolsa de bolos.

Salí por fin de aquel metro, exhausto, tenso por los momentos vividos pero relajado porque todo había terminado. Sin embargo, lo que me encontré en la estación no mitigó la inquietud experimentada en las últimas horas.

Todo estaba distinto. La decoración era completamente diferente, futurista como en las películas de ciencia-ficción de los años 70. Incluso el nombre de la estación había cambiado, ahora se llamaba Steven Spielberg. En un primer momento pensé que podría tratarse de una estratagema comercial de promoción de su próxima película, pero al subir las escaleras y salir al exterior lo entendí todo.

La estación se llamaba así en memoria del famoso director fallecido hacía unos años. En la calle no había semáforos pues, como todo el mundo se desplazaba en bicicleta o patinete y, como para esos vehículos los semáforos suponían un mero adorno, éstos se acabaron extinguiendo. La gente vestía la moda de los años 90 y los restaurantes eran mayoritariamente vegetarianos. Como se suele hacer en estos casos, me acerqué a una papelera y escarbé en busca de un periódico del día, o del día anterior. O del mes anterior, daba lo mismo. Tenía una terrible intuición y sólo deseaba conocer el año en el que me encontraba. Al final encontré un panfleto de una organización religiosa que seguía recurriendo para su proselitismo al atávico método de la saturación por acumulación de papel que me informó de la fecha aproximada.

Tuve que retener a mis ojos para que no se salieran de sus órbitas. Aquel panfleto anunciaba un evento 184 años más tarde de cuando me subí a aquel fatídico vagón. Un trayecto de tres minutos, que para nosotros, los pasajeros, fueron dos, tres horas, en el mundo exterior se tradujo en casi dos siglos. Todo era distinto, no conocía ese mundo. Mi familia, mis amigos, ya no estaban allí. Habían muerto. Y yo no era más que un troglodita desconocido en un planeta desconocido.

Por ese esfuerzo, por esa carrera absurda por subir a ese vagón de la noche de los jueves.