viernes, 25 de noviembre de 2011

martes, 15 de noviembre de 2011

Mi vecino Estentor


Hasta hace poco, creía que en el piso de debajo de mi casa se había instalado un ejército de cincuenta hombres. Más que un ejército, parecía un coro, ya que todos gritaban y proclamaban al unísono. Frases cotidianas e inofensivas como "La cena está lista" o "Me he quedado sin papel" retumbaban hasta hacer peligrar los cimientos del edificio.

No obstante, nunca tuve constancia de la presunta masificación del inmueble. En el buzón sólo aparecía el nombre de un tal "Estentor López Guzmán". Aparte del tal López, no me cruzaba con nadie, ni escuchaba pasos ni ajetreo. Sólo esa voz, esa terrible voz, como salida de ultratumba, que torturaba mis tímpanos sin compasión con trivialidades propias de cualquier vecino normal. Las horas de su telecomedia favorita eran un auténtico suplicio a cada chiste, así como los partidos de fútbol en los que su equipo goleaba. Era un sinvivir.

Afortunadamente todo esto terminó hace un par de días, de repente. Me ha contado durante el breve periplo ascensoril hoy mi vecina, la que vive justo junto a López Guzmán y que se caracteriza por su supremo chafarderismo, que anteayer vino a visitarle un tal Hermes, un muchacho alto y apuesto y con alas pintadas en las zapatillas que, al poco rato, tras un chillido inconcebible para el oído humano (excepto para ella) salió de Can Estentor con un sapo reventado entre sus manos.

sábado, 12 de noviembre de 2011

jueves, 3 de noviembre de 2011

La pelota y el señor


Siempre cruzo temeroso por el tramo de acera donde haya un colegio. Hay uno especialmente terrorífico y me toca pasar por él casi a diario, pero procuro no evitarlo para vencer esos temores y para no negar la irracionalidad de los mismos.

Este colegio, como la inmensa mayoría de ellos, dispone de una verja para impedir la fuga de los críos. Si este ingrediente lo sumamos a la hora de mi paso, la hora de comer, obtenemos la situación propicia para la catástrofe. Es esa hora en la que los niños que no pueden acudir al domicilio paterno para comer, lo hacen en las mismas instalaciones. Y como afortunadamente no invierten en alimentación las tres horas intermedias entre las clases matutinas y vespertinas, deben buscarse un pasatiempo el resto del tiempo. El favorito: fútbol o sucedáneos.

La combinación pelota + verja resulta altamente provocadora. Da la sensación de que la pelotita, al percatarse de la presencia de la valla, cobra vida y experimenta una especie de magnetismo hacia el exterior, hacia la libertad. Y mi fugaz presencia por ese exterior de la verja parece ser el desencadenante del drama.

En efecto, cuando paso por ahí, a mi izquierda veo cómo, tras la verja, unos mocosos se asoman con desesperación y gritan algo que no descifro, ni quiero descifrar, pero que deduzco perfectamente. A mi derecha, la puñetera pelotita. La música que sale de mis auriculares me sirve como escudo protector, como causa del falso ensimismamiento que no me permite atender las súplicas de las criaturas.

Varios motivos justifican este comportamiento; desde la poca confianza en mi forma física, que me impediría efectuar un lanzamiento que superara la barrera, hasta la seguridad de la nula gratitud y reconocimiento de los críos hacia mi hazaña. Pero la razón principal para que pase olímpicamente de ellos es la costumbre de referirse a mí como "señor". "Señor, me pasa la pelota?"... Instintivamente, la respuesta debe ser un "no" rotundo. Qué les enseñarán a esta juventud hoy en día en las escuelas? Un señor es un hombre mayor, con bigote, bastón y sombrero (una boina también valdría). Como venganza a semejante calumnia, no me queda otro remedio que castigarles con unos minutos más sin su balón, a la espera de que un "señor" auténtico les auxilie. Estoy seguro de que a una chica de mi edad (o de apariencia de mi edad) no le llamarían "señora". Eso es aún peor; además de inexactos, discriminadores.