sábado, 22 de marzo de 2014

viernes, 14 de marzo de 2014

Chuck & Edward


Chuck era una rata común de vertedero. Sin saber muy bien cómo, había sobrevivido a una guerra nuclear que había exterminado, entre otras bestias, al 98% de la población de aquella raza tan repugnante conocida como "humanos". En semejante entorno post-apocalíptico vivía feliz, rebuscando entre basura y excrementos y obteniendo suculentas recompensas. Sin embargo su felicidad no era plena; se sentía solo. Las diversas y caprichosas mutaciones, consecuencia de la radiación, que había sufrido le habían sustraído el apetito sexual, pero aún así necesitaba compañía. Alguien con quien chillar, con quien roer, con quien compartir el botín de media croqueta reseca de bacalao.

Un buen día, fisgoneando en la buhardilla del señor Jackson -el granjero de Arizona que, mientras éste seguía con vida, permitía a Chuck retozar en el corral de los cerdos los martes y los viernes-, vio algo que se movía. No se podía tratar de sus archienemigas las cucarachas, ya que éstas habían abandonado por aburrimiento el lugar. Un lugar que aburría hasta a las cucarachas. Como es habitual en estas situaciones, la estupefacción de Chuck le hizo volver a pasar por delante de donde había observado el movimiento. Y allí lo vió. Otra rata macho, de su misma especie, pero a sus ojos mucho más sucio y desaliñado.

Se llamaba Edward y tenía casualmente su misma edad. Era muy introvertido, sólo hablaba cuando Chuck lo hacía. Y curiosamente siempre estaban de acuerdo, por lo que congeniaron en seguida. Esta inusitada empatía, unida a la soledad y a ese ambiente tan lúgubre que los rodeaba, forjó una instantánea y sólida amistad.

Conforme pasaban los días, Chuck sentía una afinidad mayor por su nuevo amigo; eructaban con la misma frecuencia (expresada en megahercios), les gustaban las heces del mismo color, roían los calcetines de tenis casi a la misma velocidad... Por timidez jamás le preguntó su lugar de procedencia, pero comenzaba a sospechar cierto vínculo genético entre ambos. Hasta que Edward, bien por descuido, por excesiva confianza, o por algún oculto motivo, un día lo llamó hermano.

La comodidad con la que Chuck había convivido aquellas semanas con Edward se vio sensiblemente mermada. Hasta el punto en que puede estar segura una rata, sabía a ciencia cierta que él era hijo único, pero tales coincidencias superaban incluso las de un presunto hermano gemelo. No era normal. Empezaba a tener el tétrico presentimiento de algún fenómeno paranormal provocado por las radiaciones. Cada gesto que hacía, Edward lo imitaba. Cada palabra -que las cuerdas vocales de un roedor permitían pronunciar- que pronunciaba, su flamante némesis la reproducía. Estaba seguro, lo había leído (antes de roerlo) en algún libro del viejo Jackson; estaba delante de su doppelgänger.

Estaba muy asustado. Sin darse cuenta, le había invadido un ente de un mundo que los roídos libros de Física del señor Jackson no explicaban. Debía librarse de él como fuera. Así que esperó a la hora de la siesta, un momento en el que el diabólico Edward se encontraba tan bajo de defensas como él mismo, para asestarle un golpe asesino, demoledor. Acudió al rincón donde solían reunirse y allí estaba, puntual. Ese día incluso se parecía a Chuck más que nunca; bajo la luz de aquel lejano mediodía eran prácticamente idénticos. Hasta compartían la misma mirada de odio y temor. Sin mediar palabra, Chuck se lanzó hacia él con sus garras, con sus dientes, con su rabia. Edward lo imitó con un gesto absolutamente simétrico, como si se hubiera adelantado a sus intenciones, como si el sentimiento fuera compartido.

Si las impacientes cucarachas hubieran permanecido en la sucia buhardilla del señor Jackson, habrían sido testigos del ruido de un cristal romperse con vehemencia. Y de los últimos instantes de vida de una rata orgullosa y solitaria.