viernes, 26 de febrero de 2016

Rebelión en el Cajón


Como cada mañana, Brosio McPeanut, un joven y humilde funcionario del Ministerio de la Exuberancia, se dispuso a culminar el ritual de su vestimenta acudiendo al último cajón de la cómoda en busca del par adecuado de calcetines. Aunque a esas horas todavía estaba oscuro, no consideró necesario encender la luz de la habitación y, tras abrir el cajón, buscó a tientas un par completo, de la textura y grosor adecuados y en buenas condiciones. Cada día, en aquel instante, se prometía a sí mismo llevar a cabo una pequeña purga de calcetines, ya que muchos estaban demasiado viejos y desgastados y apenas se los ponía. Su única función era ocupar sitio en aquel ya de por sí estrecho y superpoblado cajón.

Tras descartar dos pares de calcetines deportivos, que guardaba por si acaso pero que debido a su inoperancia atlética hacía cinco años que no se ponía, y tres pares de ejecutivo, para los que nunca encontraba el momento oportuno, encontró el cincuenta por ciento de uno de sus pares favoritos, de poliéster y de franjas rojas y grises. Absolutamente convencido de la importancia de encontrar el cincuenta por ciento restante, comenzó a rebuscar por todo el cajón, topándose con todo un elenco de prendas para los pies, desde pares sin estrenar (sus orgullosos pinreles difícilmente lucirían los estrafalarios regalos de Tía Cayetana) hasta auténticos harapos. De repente, en pleno frenesí del escrutinio, sintió un leve pinchazo. como si algo con una boca diminuta le hubiera mordido entre el pulgar y el índice de su mano derecha.

El murmullo había comenzado hacía un par de horas. Las lenguas de algodón y poliéster -y la de lana del Abuelo Max- hacían sus voces imperceptibles para los humanos, lo que aprovecharon los calcetines aquella mañana para murmurar sin cesar. Estaban hartos, su situación había alcanzado una decadencia inadmisible. La época de los zurcimientos dignos en casa de mamá McPeanut había terminado, la emancipación del pequeño Brosio había supuesto un verdadero cataclismo, especialmente para los calcetines más veteranos. El cajón estaba revuelto, más revuelto que nunca.

El pinchazo no era muy doloroso pero sí difícil de explicar. Tal vez una araña o algún insecto había encontrado un nuevo hogar. Encendió la luz, abrió el cajón y comenzó a remover los calcetines, tanto los parejados como los desparejados. En un rincón encontró un ovillo de lana envuelto en pelusas que, al desplegarlo, adquirió la forma de un calcetín muy grueso, de color verde aceituna. Sin recordar la razón de su presencia allí y consciente del valioso espacio que ocupaba, lo agarró y lo lanzó con furia fuera del cajón, dispuesto a deshacerse de él. La hora de la purga de calcetines que tanto había demorado parecía que por fin se aproximaba.

La afrenta al Abuelo Max no podía quedar impune. Fue la gota que colmó el vaso. Robert, el calcetín de rombos zurcido en dos ocasiones por mamá McPeanut y los gemelos Tenis encabezaron la rebelión. Podían tolerar cierto grado de desorden dentro de su hábitat, el cajón, pero las humillaciones continuas y, sobre todo, la tortura a las que les sometía su dueño, eran intolerables. Ya resultaba muy duro desprenderse de sus seres queridos, de sus hermanos, incluso mellizos, por la torpeza del niño McPeanut con la gestión de la lavadora, como para aceptar el daño físico que la dejadez de su dueño les provocaba.

Acuciado por la posibilidad de llegar tarde al trabajo y con una pequeña dosis de procrastinación, Brosio decidió posponer la purga calcetinera. Se disponía a cerrar el cajón cuando, de pronto, algo se lo impedía. Era un calcetín de rombos, zurcido dos veces, que parecía asomar la cabeza por el borde de la cómoda. Ese inofensivo contratiempo le hizo darse cuenta de que aún no había elegido qué elementos usaría como barrera entre sus pies desnudos y sus zapatos. Sin tiempo para difíciles decisiones, agarró el primer par que tuvo a su alcance; eran blancos, deportivos, pero no importaba, ya que tenía intención de cubrirlos con unas botas lo suficientemente altas como para evitar la vergüenza de la descoordinación estética. Una vez puestos, vio como uno de ellos lucía un tomate gigantesco a la altura del dedo gordo. Extrañado por una posible asimetría, dirigió su mirada hacia el otro calcetín y comprobó cómo el tomate de bíblicas e idénticas proporciones hacía también acto de presencia.

Tomates aparte, le llamó la atención la estrechez de aquellas prendas. Cierto era que hacía un lustro desde su última práctica deportiva, pero sus pies en ningún caso habían crecido tanto. Podía obviar los enormes agujeros, de hecho sus pulgares inferiores podían sobrevivir perfectamente a la intemperie, pero el dolor provocado por la apretura sería soportable durante pocos minutos. Intentó quitárselos y buscar otro par más holgado, pero le fue imposible. Aquellos calcetines parecía que le mordían, que se agarraban a su vello podal con fuerza hercúlea.

Con su cuello torcido, Robert gritaba y animaba desde la cómoda a los gemelos Tenis en su lucha con el infame gigante. Los dos hermanos habían pasado todos aquellos años de abandono en el cajón entrenando sin cesar para fortalecer sus texturas. El estigma de los tomates que les denigraba y les había dejado medio ciegos no había sido un impedimento, sino todo lo contrario, un estímulo para fortalecer su venganza. Era su momento y no tenían intención de desaprovechar la oportunidad. Pero poco les duró la alegría. Aquel denigrante agujero cada vez se hacía más grande...

Desesperado, Brosio fue en busca de unas tijeras. No le importaba destrozar unos calcetines que no iba a volver a ponerse jamás, por el dolor que le causaban, por los tomates gigantescos y porque probablemente jamás volvería a practicar deporte. Situó una de las puntas de la tijera en el borde del tomate del calcetín izquierdo y comenzó a cortar. Repitió la operación con el opresor de su pie derecho y en un minuto, con dos pedazos irreconocibles de ropa en sus manos, recuperó su estatus de descalzo.

Los gemelos Tenis habían muerto heroicamente. Cegado por las lágrimas por semejante tragedia, Robert no pudo reprimir el impulso de lanzarse hacia el agresor. Se abalanzó hacia el cuello del cruel asesino, dispuesto a ahogarle...

Sin saber muy bien cómo, Brosio notó como un calcetín, el mismo que minutos antes, simulando tener una insólita voluntad propia, había intentado impedir que cerrara el cajón, le rodeaba el cuello con su estirada y zurcida anatomía. Se lo logró arrancar no sin dificultades y, sin saber muy bien qué hacer con él, fue corriendo al cuarto de baño y lo arrojó por el inodoro.

Un pinchazo mientras escarbaba dentro del cajón, la increíble fuerza constrictora de los calcetines blancos, el kamikaze lanzado hacia su gaznate... el pequeño McPeanut estaba desconcertado y ciertamente asustado. Se encontraba de nuevo en su dormitorio sentado en el suelo, recuperando el resuello, cuando notó algo que rozaba su mano derecha. Era la bola amorfa de lana verde que había expulsado del cajón de los calcetines justo antes de aquellos fenómenos extraños.

Con su último aliento, el Abuelo Max intentaba vengar la afrenta de aquel ser ominoso hacia sus hijos, sus amigos. Rodeado de pelusas infectas y sin apenas fuerzas, se aproximó a la mano derecha del engendro con la intención de por lo menos pellizcarle el dedo meñique. Una retirada del meñique, de toda la mano en su conjunto, cargada de indiferencia, desencadenó la derrota de la que sería su última batalla.

Apartando aquel viejo calcetín y sin importarle la reprimenda por llegar tarde al trabajo, Brosio se levantó y volvió a abrir aquel malévolo cajón. Examinó minuciosamente todos y cada uno de los habitantes de aquel inhóspito recinto de madera, lo que le condujo a una terrorífica revelación: los que no tenían un flagrante descosido disponían de un tomate de, en el mejor de los casos, cinco centímetros de diámetro. Obviamente estas imperfecciones se concentraban en la zona de los dedos, tendiendo hacia los extremos.

Cabizbajo, reflexionando sobre su dejadez y sobre su patético estilo de vida, su mirada errante acabó en sus pies, aún desprovistos de cobertura. Y lo entendió todo.

Fue al baño, abrió el mueble mugriento que soportaba al lavabo y, entre telarañas, logró desincrustar un instrumento mágico: el cortaúñas. Una tras otra, con un sonoro y agudo estruendo, fue decapitando las zarpas que ornamentaban siniestramente sus pies y que, sin pretenderlo, habían llevado a cabo un auténtico genocidio de calcetines.

Han pasado cinco años desde entonces, toda una vida para una nueva generación de calcetines que ahora conviven felices y orgullosos, sin tomates, sin rasguños, con la cabeza alta y limpia y deseando cubrir unos pies que ahora presumen de una pedicura envidiable. Sin embargo, entre toda esta felicidad, en aquel cajón siempre habrá un recuerdo para los gemelos Tenis, Robert y el Abuelo Max. Los héroes que dieron su vida en la crisis pre-cortaúñas.