lunes, 20 de octubre de 2014

La estación de Ortensia Street


Nunca pensé que algo tan habitual como dormirse al compás del traqueteo del tren pudiera tener unas consecuencias tan... asombrosas. Aquel día me había quedado dormido, y no era la primera vez, pero sí que era mi debut como pasajero que se pasa de parada. Y no me había pasado por una ó dos, sino por bastantes más. El impaciente retorno a casa tras la jornada laboral se iba a demorar como mínimo un par de horas.

Tendría que apearme en la siguiente parada, cambiar de andén, comprar otro billete y esperar al tren de vuelta. Sin duda Morfeo me había hecho una buena jugarreta. Me desperecé, me limpié la fiel-a-la-cita babilla de la comisura y escruté con ojos legañosos el plano de aquella línea ferroviaria. La siguiente estación era "Ortensia Street". Pese a ser un asiduo nunca había oído hablar de ella.

Desconocía su ubicación geográfica, pero poco me importaba. Yo sólo quería estar en disposición de subirme a un tren que me llevara a la estación de Cefalópolis, a dos calles de mi hogar. Ya había aprendido la lección; a pesar de que el número de paradas que debía recular era considerable, otra siesta que amenizara el trayecto era una opción totalmente descartada. Cuando sonó el aviso de que nos aproximábamos a la estación de Ortensia me dirigí hacia la puerta. Me sobresaltó un poco que, aunque notaba la presencia de alguien, me encontraba absolutamente solo en la plataforma. Parecía que los demás pasajeros ni siquiera habían advertido el aviso ni el descenso de velocidad, síntoma inequívoco de la llegada a una estación. Cuando el tren paró y bajé, noté cómo alguien me empujaba, como la personificación de la sensación de prisas típica de estos viajes. Pero allí no había nadie aparte de mí...

Con mi prudente obediencia crucé el paso subterráneo para acceder al andén de enfrente. Aquel túnel era oscuro como la boca de un lobo que ha estado masticando carbón y, aunque debía estar libre de obstáculos, tropecé varias veces. Tras escuchar, en uno de estos encontronazos, un débil aullido de queja, el vello de la nuca se me erizó y aceleré el paso como lo suelo hacer en los callejones sembrados de delincuentes de mi querida Cefalópolis. Con alguna que otra catarata de sudor cayendo por mi frente llegué a las escaleras que me permitían escapar de aquel claustrofóbico pasadizo.

Jadeando y sensiblemente acojonado busqué las taquillas de venta de billetes. Pese a todos los contratiempos aún era temprano, hubiera sido extraño que ya estuvieran cerradas. Pero en aquella estación, todo era extraño. Sin embargo, cuando encontré esas taquillas comprobé con moderado regocijo cómo había alguien detrás del cristal. Cuando pude ver aquella figura con claridad no supe si alegrarme o asustarme aún más. Bueno, sí, lo tuve claro, me asusté. Una anciana de unos 200 años se encargaba de despachar a los escasos viajeros que se atrevían a poner los pies en aquella -ya definitivamente maldita- Ortensia Street.

La apariencia de la anciana intimidaba. Por respeto a la tercera edad no quise compararla con un zombi de George A. Romero con obsesión por el maquillaje. Entre tartamudeo y tartamudeo conseguí articular el nombre de mi estación. O al menos eso creía, porque la vieja hizo como si no me hubiera entendido. La indignación me ayudó a pronunciar mejor "Cefalópolis" en el segundo intento y, tras una carcajada histriónica con una tonalidad que sólo había escuchado con anterioridad en el Túnel del Terror de cartón-piedra de las fiestas de mi barrio, la anciana-zombi me hizo entrega de un mugriento billete. No pronunció palabra alguna y yo tampoco estaba en condiciones de preguntar por el precio así que agarré aquel sucio trozo de papel y, haciendo el "simpa" más justificado de mi vida, salí a escape.

La experiencia hasta el momento me aseguraba la ausencia de paneles de información puntuales y exhaustivos por todos los rincones de la estación. Un reloj que no se movía constituía la única referencia con las reglas del juego del tránsito ferroviario. Observé el billete. En él no había ni fechas ni horarios. Sólo pude descrifrar parte del itinerario, "Ortensia Street", por supuesto. El resto estaba borroso. Desde luego, lo que menos me preocupaba a esas alturas era que me pillara el revisor con un billete no válido. La noche estaba cayendo y el frío se intensificaba. Miré mi reloj de pulsera, debía estar en casa hacía dos horas y aún me quedaba un trayecto de duración indeterminada, siempre y cuando algún tren se dignara a parar en aquella estación. Aunque había perdido la noción del tiempo, parecía que llevaba un buen puñado de eternidades allí.

Y cada vez hacía más frío. Una brisa desacostumbrada se paseaba por el andén desierto. Tal vez el sufrimiento con que el frío me azotaba me hubiera hecho olvidar el miedo por la soledad y la oscuridad de la estación, pero ese miedo no se desvaneció. Resurgió en cuanto comencé a escuchar los primeros aullidos. Gritos de agonía y desesperación mezclados con ridículas carcajadas como las de la taquillera competían por aporrear mis tímpanos. Me estiré en el suelo, me tapé los oídos y cerré los ojos. Y entonces, creo, me desmayé.

No sé cuánto tiempo había pasado, el reloj de la estación seguía testarudo marcando la misma hora y yo ya no podía comprender lo que me decía mi reloj de pulsera. Pero al abrir los ojos los ví. Luminosas siluetas humanas iban cobrando forma, adquiriendo paulatinamente más nivel de detalle. De repente la estación se abarrotó, se pobló de gente aparentemente normal, si no fuera porque habían surgido de la nada, porque su contorno se había ido rellenando de personalidad hasta su actual apariencia. Hombres, mujeres, niños, incluso algún perro. Todos esperaban al tren, al mismo tren salvador que me iba a sacar de aquel tétrico lugar.

Me había invadido sin darme cuenta una agradable sensación de tranquilidad; había perdido el miedo y la desesperanza. Sin apenas indicios objetivos, estaba convencido de que el tren estaba a punto de llegar. Y así fue, el tren llegó, paró y toda la espontánea muchedumbre de Ortensia Street, yo incluído, accedió a su interior. Tal como pasó en el viaje de ida ningún pasajero del vagón advirtió el paso por la estación, ni mucho menos el flujo de viajeros. Como si aquella estación no existiera. Como si los pasajeros que viajaban a ella pertenecieran a otro mundo, a otra dimensión...

Ahora viajo mucho más a menudo a Ortensia Street. Ni en casa ni en el trabajo preguntan por mí y aunque los macarras de los callejones de Cefalópolis han dejado de perseguirme, puedo afirmar que sólo soy feliz mientras viajo en tren a esa estación. Tan feliz que podría hacerlo por toda la eternidad.