sábado, 7 de noviembre de 2015

El Extraño Caso del Señor Queso


Era la primera vez que resultaba herido tras usar unas tijeras telepáticas. No era precisamente una herramienta en la que tuviera despositada toda mi confianza y muy probablemente esa falta de fe fue la causa del accidente. Afortunadamente los dos dedos de mi mano izquierda que volaron gráciles por el aire fueron recuperados en un generoso 93%, siendo el 7% restante devorado diligentemente por mi piraña Carpanta, quien se cobró justicia tras sentir cómo unas pocas falanges invadían su territorio, su hábitat, su querido, húmedo y coqueto acuario.

A toda prisa y con casi dos dedos en un cubo con hielo acudí a Urgencias del Hospital de San Meloncillo. En una sala de espera abarrotada pude encontrar un asiento donde hacer levemente más cómoda la espera mientras llegaba mi turno. Sabía que dicha espera no iba a ser corta; los dedos amputados con tijeras telepáticas solían atenderse después de los desencajamientos de cráneos y las alergias al gintónic.

Nada más sentarme comprendí por qué, con tanta gente en aquel minúsculo recinto, había un asiento disponible. A mi izquierda había un anciano de unos 130 años, muy delgado pero con una cabeza insólitamente esférica, de tez pálida y que desprendía un fétido olor a pies. En un acto reflejo dirigí mi mirada hacia sus zapatos, temiendo que el hombre se hubiera descalzado y estuviera luciendo unos más que sucios pinreles ante la muchedumbre. Para mi sorpresa mis ojos se toparon con unos mocasines bastante dignos, con toda la dignidad que puede atesorar ese tipo de calzado. En ese instante, el dueño de los mocasines advirtió mi curiosidad y me saludó cortésmente.

Parecía que el hombre tenía ganas de charlar y yo, que en aquella espera presumiblemente tan larga y tediosa no tenía mejor pasatiempo que una conversación trivial con un desconocido, accedí a sus deseos y le devolví el saludo. Al presentarse me dijo que su nombre era Gruyére McCheddar, ingeniero de botijos de profesión y -me confesó susurrando-, superhéroe en sus ratos libres.

Cuando le mostré mi incredulidad por el hecho de que, a las primeras de cambio, hiciera tal revelación a alguien a quien no conocía, me respondió que desde hacía tiempo estaba retirado de sus funciones de defensor de la justicia y protector de los inocentes y revelar su identidad secreta ya no resultaba peligroso. Sin abandonar mi escepticismo le seguí el juego y me presté a escuchar cualquier relato que seguro me narraría. Prometía ser divertido.

Efectivamente, siguiendo el hilo de su mencionada jubilación comenzó por el final, su último acto heroico. Contó que, 50 años atrás, consiguió derrocar a Kastor Nillo III, el cruel soberano que tiranizaba el reino de Repuggnanzia. Era un ser malvado y muy poderoso, prácticamente indestructible... sin embargo tenía una única debilidad: era alérgico a la lactosa. En una lucha encarnizada entre ambos, Kastor Nillo III propinó un mordisco en la pantorrilla a McCheddar de tal magnitud que le arrancó de cuajo un cacho de carne. El salvajismo innato del monarca le condujo a ingerir, masticar, tragar y digerir ese trozo de su enemigo a modo de trofeo, lo que inmediatamente le ocasionó graves consecuencias en su organismo debido a su alergia. La subyugación posterior por parte de McCheddar fue poco menos que coser y cantar.

La sonrisa que perennemente acompañaba el relato de tan glorioso episodio se vio interrumpida por un repentino ataque de tos que noté algo cremoso y a las finas hierbas. Limpiándose la periferia de la boca con la manga de una gabardina insólita y elegantemente impermeable se dispuso a proseguir su narración.

Varios años antes de su victoria ante el dictador de Repuggnanzia, McCheddar tuvo que enfrentarse con otro temible enemigo. Se trataba del afamado pistolero Rufius Peestaccio, de quien decía la leyenda que nunca había fallado un disparo. Este villano tenía atemorizada la ciudad de Parsimonia desde hacía tiempo pero nadie se atrevía a comprar un billete a una muerte segura plantándole cara. Hasta que el sheriff de aquella bonita localidad decidió llamar al anciano que estaba amenizando mi espera en el hospital. Poco tardó éste en concertar un duelo con Peestaccio, quien ardía en deseos de encontrar un rival de su nivel. Y así, un lunes después de desayunar, se retaron en la calle Mayor de Parsimonia el pistolero infalible y el héroe de la gabardina impermeable (la cual un servidor podía dar fe de que, a pesar del poco higiénico uso de las mangas, conservaba en buenas condiciones unos 60 años más tarde). Para regocijo del público allí congregado, los piques y provocaciones previos al intercambio de disparos fueron generosos. En uno de estos comentarios injuriosos McCheddar retó al pistolero a dispararle en el lado derecho del pecho. Peestaccio, seguro de su puntería, aceptó el reto sin dudar y sin dejar pasar más tiempo desenfundó, apuntó al blanco sugerido por su oponente y apretó el gatillo. A nadie sorprendió que la bala fuera a parar en la tetilla derecha de McCheddar. Lo que sí dejó estupefactos a todos los presentes fue, no sólo que aquella bala atravesara al superhéroe tan limpiamente, sino que éste ni siquiera se inmutó. Aprovechando la confusión general, incluída la del propio Peestaccio, McCheddar disparó su revólver y acabó con la vida del malhechor.

Al observar mi rostro de incredulidad tras el extraño desenlace de la historia, el anciano se quitó la gabardina y se desabrochó la camisa, dejando al descubierto al auténtico protagonista de su enfrentamiento con el pistolero: su pectoral derecho. En lugar del prosaico pezón masculino, estéril obsequio de la genética a los mamíferos machos, y de buena parte del músculo había un agujero perfectamente redondo, que atravesaba completamente su cuerpo y dejaba ver la parte posterior de la camisa. Por ese agujero había pasado la bala de Rufius Peestaccio sin ocasionarle daño alguno.

Orgulloso y satisfecho por haberme convencido, comenzó a relatarme una nueva historia, un nuevo enfrentamiento con otro pérfido adversario. Esta vez el enemigo de turno tenía un extraño superpoder: podía convertirse en una bola de fuego durante aproximadamente 5 minutos, tras los cuales tenía que recargar la batería durante una media hora. Su verdadero nombre no había trascendido pero todos lo conocían como Pelota Infernal. Como era costumbre entre los de su calaña, utilizaba este absurdo poder para sembrar el caos y la destrucción, así que Gruyére McCheddar tuvo que acudir al rescate.

El choque de trenes tuvo lugar en el centro de la megalópolis de Honorata. En aquel momento Pelota Infernal tenía la batería totalmente cargada y McCheddar lo único que tenía eran las de perder. De repente, antes de que el hombre-bola-de-fuego apareciera y dejando -por enésima vez- boquiabierto al público asistente, el superhéroe -aquí el anciano bajó ostensiblemente la voz mientras me lo contaba- comenzó a desnudarse. Completamente. Decidió enfrentarse al monstruo sin armas, sin ropa y sin dignidad. Pelota, sin ganas de perder el tiempo, se convirtió en bola de fuego y se lanzó hacia aquel hombre en cueros...

...el cual aguantó la embestida. No se quemaba, sólo se derretía. Poco a poco su cuerpo iba perdiendo consistencia y se iba convirtiendo en una masa cada vez más líquida. Paralelamente la energía de Pelota Infernal iba descendiendo y al cabo de los famosos cinco minutos se convirtió de nuevo en el frío e inofensivo pseudohumano que era la mayor parte del día. En ese momento, la masa en la que se había convertido McCheddar lo cubrió por los brazos. Mientras esa masa se iba solidificando, iba recuperando la forma humana. Y cuando se enfrió totalmente, los testigos pudieron ver a un desnudo McCheddar agarrando por los brazos al humano que podía transformarse en fuego. Antes de que tuviera ocasión de volverse a transformar, las autoridades de Honorata ya lo habían puesto a buen recaudo.

Lo confieso, los relatos de aquel misterioso anciano me estaban fascinando. Aunque llevaba varias horas en el hospital, no deseaba que llegara mi turno para ser atendido. Quería escuchar más historias. Pero no pudo ser, no llegó mi turno, pero sí el de Gruyére McCheddar. Me guiñó el ojo y se levantó, anduvo unos pasos y, tras unos espasmódicos movimientos, su cuerpo se convirtió en una esfera casi perfecta. Y así fue, rodando, hacia la enfermera que había vociferado su nombre.

Aquel anciano había sido un personaje importante hacía muchos años. Tal vez ahora sólo sirviera para entretener en la sala de espera de un hospital a un patoso que se mutila dedos con unas tijeras telepáticas como yo. O tal vez no. En ningún momento me contó, o yo logré imaginar, el motivo por el que este ex-superhéroe estaba en la sala de espera de un hospital.

jueves, 1 de octubre de 2015

Fluyan mis lágrimas...


Ambientada en un distópico futuro el cual, mirando estrictamente el calendario, hoy en día ya sería pasado, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía es una de las novelas más características de Philip K. Dick.

Con no demasiados elementos clásicos de ciencia-ficción -bueno, hay coches voladores, chips implantados en humanos por la policia, etc. pero ninguno es esencial para la trama-, el más importante de ellos podría ser los avances de la ingeniería genética. Porque el protagonista, Jason Taverner, es un seis. Un superhumano creado en un laboratorio y cuyos presuntos superpoderes no acabamos de asimilar realmente durante la lectura. Al final, no llegamos a comprender la teórica correspondencia entre su naturaleza y su privilegiada posición social.

Sin embargo a priori, dicha naturaleza especial es altamente sospechosa de ser la causa del desconcertante suceso que desencadena el resto de acontecimientos: cuando Taverner se despierta un día en un destartalado hotel, desprovisto de documentación identificativa, nadie lo conoce ni lo recuerda. Y eso que se trata de una estrella televisiva con una audiencia de 30 millones de espectadores! Lo primero que alegremente pensamos es que esto le pasa por ser un seis.

Ya tenemos el misterio que nos va a enganchar a las peripecias de Jason Taverner en una sociedad dominada por una dictadura policial en la que todo está bajo el control de una burocracia muy extensa pero eficaz. Sin duda compartimos la estupefacción del protagonista por su extraña situación, pero también su temor por ser atrapado sin documentación en controles rutinarios de la policía. Este entorno hostil está muy bien descrito, ya que empatizamos rápidamente con la clandestinidad de Taverner a pesar de que éste no ha cometido conscientemente ningún crimen. Una paradoja que se pone de relieve de manera manifiesta al final de la novela.

Mientras intentamos descubrir el truco de magia que explique el origen de la inexistencia social y burocrática del protagonista, éste se encuentra, entre visita y visita a la comisaría, con varios personajes, a cual más desdichado. Él, un ser superior, rico y apuesto, únicamente preocupado por recuperar su identidad, se ve obligado a debatir sobre temas trascendentales como la relación entre el amor y el dolor. También es testigo directo de elementos -esta vez sí- muy presentes en la literatura de ciencia-ficción como las drogas.

Porque no es el elitismo genético sino una droga experimental la respuesta al enorme interrogante planteado al inicio de la historia. De repente, todo el mundo vuelve a reconocer al famoso Jason Taverner. Sus discos suenan con su voz y sus conocidos lo tratan como si nada hubiera sucedido. El cese de esta incertidumbre se debe a la muerte de Alys, la hermana (y algo más) de Félix Buckman, el policía llorón del título. Ella era la que había consumido la droga KR-3 y, al morir, sus efectos distorsionadores de la percepción habían desaparecido. Alys percibía una realidad donde nadie (salvo ella) conocía a Jason Taverner, ni éste estaba registrado en los archivos de la policía. No existía. Y tanto el resto de los personajes como el propio lector estábamos presenciando, sin saberlo, esa realidad alternativa. Una trampa narrativa magistral.

Como es habitual, Dick nos plantea una incógnita en un entorno genuinamente de ciencia-ficción y cuya respuesta obviamente no encontraremos fuera de ese género. Describe muy a grandes rasgos pero con mucha diligencia un 1988 distópico, agridulce e inseguro. No necesita exponer toda la situación política mundial para que nos hagamos una idea de las condiciones de vida de la población. Los personajes son unos losers absolutos y están descritos con la minuciosidad justa. Y no dejamos de disfrutar de pequeños detalles producto de la dudosamente sana mente de Philip K. Dick, como orgías telefónicas o coleccionismos estrambóticos.

Lo mejor que tiene la ciencia-ficción es que todo puede pasar. Y todo acaba pasando. En nuestro universo o quizás en algún universo paralelo. Y en este segundo caso, algunas veces como en Fluyan mis lágrimas, ignorándolo por completo.


viernes, 14 de agosto de 2015

Los exabruptos de la Mandrágora


Si había algo de lo que Rolencio Smith estaba seguro era de su amor por su novia Sybil. Era un muchacho extremadamente inseguro y ella significaba todo para él; por eso era capaz de cualquier cosa por tener la certeza de que su incondicional amor era correspondido. Le agasajaba con toda clase de gestos y obsequios, pero la reciprocidad que ella le mostraba le resultaba insuficiente. A pesar de todo, Rolencio era moderadamente feliz.

En los escasos momentos que Rolencio no dedicaba a venerar a su amada se veía obligado a realizar tareas más terrenales. Como hacer la compra. Su itinerario por la frutería siempre estaba de lo más predestinado: las alcachofas -que tanto le gustaban a Sybil-, el brócoli -o brécol, como le gustaba llamarlo a Sybil-, etc. Cuando se disponía a realizar el pago de tan objetivamente abyecta mercancía, vio que junto a la caja estaban expuestos unos bonitos boniatos. En su ránking de tubérculos favoritos el boniato ocupaba el primer puesto por lo que, en un alarde de temeridad y disimulando como si estuviera cometiendo el peor crimen del mes de agosto, agarró el que parecía más lozano y saleroso y lo introdujo en la cesta.

Durante el camino de vuelta a su casa no podía dejar de pensar (aparte de en Sybil) en cómo cocinaría aquel suculento boniato. En muy pocas ocasiones se podía permitir un lujo como aquél, así que, nada más llegar, aprovechando que Sybil aún no había vuelto del trabajo, entró en la cocina, encendió el fuego y puso encima una sartén. La impaciencia y su escasa pericia culinaria lo empujaron a elaborar aquella receta tan básica. Sacó el boniato de la bolsa y lo estaba colocando sobre la sartén cuando de repente escuchó un escalofriante alarido.

Rolencio detuvo el proceso de elaboración de aquel suculento manjar, buscando una explicación a aquel inexplicable sonido. Superada la estupefacción inicial, retomó la operación Asado de Boniato. De nuevo, cuando su mano se aproximaba a aquella candente sartén, el gritó volvió a escucharse. Advertido, esta vez prestó más atención y tuvo la absurda sensación de que el sonido procedía de lo que su mano derecha sujetaba, que no era otra cosa que lo que se disponía a achicharrar: el boniato. O lo que parecía un boniato.

Tras observarlo muy atentamente, ya sin la presión en la tienda con los fruteros, suspicaces ante la presencia de potenciales amigos de lo ajeno, su sobresalto fue mayúsculo. Aquel tubérculo tenía cuerdas vocales. Y ojos, y un conato de extremidades. Aquella cosa no era un boniato; era una mandrágora.

"Rayos y centellas!" tradujo claramente Rolencio. Semejante interjección había salido de un pequeño orificio que podía ocupar perfectamente la posición de una boca. Sin salir de su asombro, apagó el fuego, retiró cautelosamente la sartén y sentó, de la mejor manera que se puede sentar a un pariente cercano de la patata, en la mesa de la cocina a la mandrágora. "Cáspita!", profirió alegremente el ex-tubérculo. Se le veía enojado. Sin embargo, la incredulidad de Rolencio dio paso a la hilaridad ante la ridiculez de tales exabruptos. Jovial, le dio un pellizco en lo que parecía un rechoncho cogote y soltó una carcajada al escuchar como insulto-respuesta la expresión Botarate. Aquella criatura fantástica era muy divertida.

Se convirtió en su secreto, en su afición culpable. No quería que nadie conociese la existencia de aquel ser misterioso, ni siquiera su querida Sybil. Construyó para él -o ella, había llegado a la conclusión de que estaba ante algo descaradamente hermafrodita- un pequeño apartamento en el cajón de sus calcetines suplentes, los proscritos, los desparejados. Y cada noche, furtivamente, en un diálogo esperpéntico desde el punto de vista de la cultura occidental, charlaban sobre la vida, sobre sus vidas. De esta manera Rolencio averiguó el origen de su extravagante vocabulario. La Mandrágora le explicó que durante muchos años había estado viviendo con un sheriff nonagenario, un tal August Littleonion, quien presumía de tener la más sublime mala leche al oeste del Mississippi. La Mandrágora le confesó que, en su humilde objetivo de convertirse en un ser malvado, adoptó las malas costumbres del anciano, o al menos las que su limitada anatomía le permitía. Y dentro de ese catálogo de vicios perversos lo único accesible a su vegetal naturaleza eran las palabrotas. Así que se convirtió en un experto en palabras malsonantes del siglo XIX.

La compasión de Rolencio no podía alcanzar mayores cotas. No era en absoluto aceptable que aquella criatura, que no tenía más poder que el que le otorgaba el lenguaje, sufriera de un léxico tan paupérrimo y obsoleto. Decidió aleccionarle, ofreciéndole un idioma más actual, menos ridículo, pero a su vez no tan maligno. Le enseñó lo que era la amabilidad, la cortesía, el romanticismo.

Y tuvo éxito. La Mandrágora abandonó el lenguaje soez y casposo y de su particular boca sólo salían bellas palabras. Se convirtió en un auténtico rapsoda y era algo de lo que Rolencio se sentía muy orgulloso.

Un día muy temprano, haciendo la colada, Sybil se topó con un nuevo calcetín desparejado. Ante la imposibilidad de contraer matrimonio con otro sujeto de la cesta de la ropa, su destino estaba claro, el cajón de los calcetines suplentes de Rolencio. Al abrir el cajón, encontró un cuerpo extraño que a esas horas de la mañana roncaba con estruendo. Al agarrarlo se despertó y su primera reacción instintiva fue recitar unos versos de una hermosura superlativa y que su amo actual, un tal Rolencio, le había hecho memorizar.

La muchacha quedó embelesada. Su habitual frialdad e indiferencia quedaron enterradas por los sentimientos que le produjeron las palabras que aquella patata con ojos le había recitado por sorpresa. No quería saber nada más de ese chico inseguro que le compraba alcachofas. Su único deseo era escuchar las palabras que le susurraba una mandrágora, pérfida, malévola, ex-esclava de un sheriff arcaico y de un chaval bondadoso, cándido y, como hubiera dicho ella misma en otra época, un absoluto gaznápiro.

viernes, 19 de junio de 2015

Los Gigantes


Por un agujero de la pared, Corey observaba aquellos dos Gigantes. No podía asomar demasiado la cabeza por seguridad, así que debía limitarse a contemplar cuatro tobillos muy gruesos y con pinta de ser el soporte de sendos cuerpos enormes, horribles y torpes. A su lado, temeroso e incapaz de introducir su cabeza por el agujero, se encontraba El Capitán. Éste era muy joven y aún no había logrado méritos suficientes durante su carrera en la milicia para alcanzar semejante rango, pero a él y a sus compañeros, especialmente a su inseparable Corey, les gustaba el apodo.

Aquella tarde ambos montaban guardia en el interior de la colosal estructura que habían construido los Gigantes, sus enemigos en la sanguinaria guerra que estaban librando. Una guerra cruel, sin cuartel, aparentemente desigual pero en el fondo muy equilibrada. Los Gigantes eran unos seres que verdaderamente hacían honor al apelativo. Eran unas mil veces mayores que ellos y, además, disponían de armas y herramientas letales. Los soldados del modesto ejército de Corey y El Capitán, en cambio, individualmente no disponían más que de su cuerpo y su astucia para intentar alzarse con la victoria. Pero tenían a su favor un factor muy importante; eran infinitamente más numerosos, en una proporción muy superior al mil a uno del tamaño individual de sus soldados. Y tenían una capacidad de reclutamiento prácticamente ilimitada.

Durante aquella semana, la misión de los dos reclutas consistía en el abastecimiento de las tropas. El edificio que tímidamente asediaban contenía una cantidad de suministros suficiente como para que su batallón no pasara hambre durante muchos meses. El único obstáculo entre la hambruna que padecían y su mitigación eran dos Gigantes que parecían no moverse de su sitio. Y allí estaban Corey y El Capitán, resguardados detrás de una pared, esperando que aquellos lentísimos mastodontes les dejaran vía libre hacia su botín de guerra.

La situación resultaba tan abrumadoramente monótona que el valeroso Corey se quedó dormido. Así que solamente El Capitán fue testigo de la súbita marcha de uno de los dos Gigantes, el más fuerte y robusto de ellos. El segundo centinela permanecía allí y el momento en el que seguiría los pasos de su compañero era todo un misterio, podía pasar otra eternidad...

Permitiéndose despilfarrar unos segundos de vacilación, El Capitán decidió, armado de valor y con la firme voluntad de aproximarse al mérito de su pseudónimo, atravesar él solo el agujero y correr hacia los depósitos de comida de aquellos monstruos. Estaba convencido de que su innato sigilo le ayudaría a que el Gigante no advirtiera su diminuta presencia. Pero estaba muy equivocado.

La titánica criatura bajaba lenta y armoniosamente la cabeza en el momento en que El Capitán pasaba entre sus pies. Éste, horrorizado, se detuvo, a merced de un pisotón que pusiera fin de manera rotunda a su descerebrada y efímera aventura. Sin saber qué hacer, cerró los ojos, esperando oir el crujido de su cuerpo como última experiencia vital. Pero, en su lugar, escuchó el alarido más agudo y horripilante que sus oídos hubieran sufrido jamás, seguido del ruido de los pasos de una esperpéntica carrera. Sin entender muy bien lo que había sucedido, abrió el ojo izquierdo, luego el derecho, y el segundo Gigante también había desaparecido.

Al cabo de unas horas, Corey y El Capitán regresaron al campamento cargados de alimentos. Fueron recibidos como auténticos héroes, especialmente el segundo, tras relatar su extraña pero portentosa hazaña. Las tropas habían recuperado la moral en una guerra que se presumía larga, eterna...

Pero sus enemigos, a pesar de la parsimonia con la que acompañaban todos sus actos, no eran tan pacientes como parecían. Pasaron unos días y Corey y El Capitán, henchidos de optimismo, regresaron al lugar de su reciente epopeya. Al asomarse por el boquete que tan bien conocían únicamente divisaron a Gigante Uno, el que primero se ausentó la última vez que estuvieron allí. No había ni rastro de Gigante Dos

De repente, Gigante Uno abandonó su metafórica garita y dirigió sus pasos hacia otra gigantesca estancia. Los dos pequeños soldados aprovecharon tal generosidad para colarse en territorio de su enemigo y seguir con su exitosa misión de saqueo. Esta vez fue Corey quien, despreciando las facilidades que sus terribles adversarios le habían concedido, fue víctima de una osada curiosidad y siguió las huellas de Gigante Uno. Encontró a éste en la habitación de al lado, delante de un panel metálico lleno de pantallas, lucecitas y botones dispuestos de manera incomprensible. Entre toda esa parafernalia informática destacaba un enorme botón rojo, que Corey descubrió justo en el momento en el que Gigante Uno lo pulsaba con ímpetu...

Una luz muy intensa se interpuso entre la mirada de Corey y aquel fatídico botón rojo antes de desmayarse.

Cuando despertó, Gigante Uno se había convertido en un montoncito de ceniza. Por todas partes no quedaba rastro de aquellos terribles Gigantes. Aquel mundo que pretendían conquistar, con esfuerzo y tesón, se lo acababan de servir en bandeja. Habían ganado la guerra de manera merecida por la estupidez de un adversario que se había autoliquidado.

Comenzaba la Era de Corey, de El Capitán. La Era de las Cucarachas.

sábado, 6 de junio de 2015

viernes, 22 de mayo de 2015

Maruja Desinformada


Cluchatilde Cazalla, o como a ella glamurosamente le gustaba que la llamaran, Madame Tequila, tenía un oído prodigioso. Su capacidad auditiva era ciertamente un don divino, pues era capaz de escuchar conversaciones que se llevaban a cabo a tres manzanas de distancia. Sin que fuera principalmente su labor en el cuadriculado organigrama de Villacebollos del Catalejo, acostumbraba a alertar al alcalde del humilde municipio cuando una cuadrilla de indios merodeaban las afueras con aviesas intenciones.

Por si este práctico superpoder no fuera suficiente, Madame Tequila poseía una infalible memoria. En su cerebro tenía archivadas en estricto orden alfabético las intricadas ramas de los árboles genealógicos de la totalidad de la población de Villacebollos. Nunca preguntaba a ningún chaval que de quién era, pues almacenaba tal dato en su disco duro prácticamente desde el alumbramiento del mozo. Ella se jactaba de tales virtudes, que le conferían la capacidad de estar al corriente de todo lo que sucedía en el pueblo, memorizarlo y promulgarlo cuando surgiere la oportunidad. Era sin duda una hemeroteca con faja y verrugas.

Además, para consolidar su status de Maruja Oficial, tenía la desagradable costumbre de preguntarlo todo, de interesarse por asuntos que en absoluto le concercían. En cuanto algún ciudadano insignificante abría la boca para expresar, simplemente, la molesta sensación de un picor en la punta de la nariz, ella acudía rauda al lugar de los hechos para confirmar la noticia y recabar más datos. Vivía por y para la vida de los demás, en una patética mezcla de una enfermiza voluntad de caer bien al mundo y una insulsa vida propia. Esta aparente empatía de Madame Tequila hacia el resto de sus paisanos no le otorgaba enemistades, pero tampoco una enorme popularidad. Caía bien pero, a pesar de sus extraordinarios oído y memoria, no generaba admiración.

Todo cambió un día, de repente. Sin haberlo planificado antes, los habitantes de Villacebollos empezaron a utilizar una técnica desconocida hasta entonces: el cuchicheo. Los rumores -cuyo espectro se extendía desde bombazos como suculentas infidelidades matrimoniales hasta trivialidades como la evolución durante la semana del color de la ropa interior de un pueblerino random- circulaban de unos a otros en voz extremadamente baja, en un volumen inaccesible para la agudeza de los radares de Madame Tequila. Ella, para paliar tal insoportable desajuste, preguntaba, pero los demás, inmersos en el fervor de la rumorología, la ignoraban de manera involuntaria. Para colmo, los integrantes de aquel maligno círculo de cuchicheos esbozaban una sonrisa maliciosa, lo que desesperaba en grado sumo a la hasta entonces Suma Maruja del pueblo.

Madame Tequila no lograba comprender. Allí pasaban cosas y ella no era testigo, juez y notario. Ponía el oído y no escuchaba, preguntaba y nadie respondía. El inesperado fallo de aquella perfecta sociedad comenzó a trasladarse a su perfecto organismo interno. No procesaba los datos de manera correcta. Era algo inconcebible...

Y esa mañana, en pleno centro del pueblo y rodeada de aquellas malas personas que no compartían con ella sus confidencias, se produjo el cortocircuito. De sus prodigiosas orejas saltaron chispas, sus ojos adquirieron un inusitado color rojo, rasgos metálicos asomaron bajo su piel, empezó a babear un denso líquido blanquecino... El oído extremadamente agudo y la infinita memoria por fin tenían una no humana explicación.

sábado, 4 de abril de 2015

A lomos de la Tortuga


De una manera tan injusta como inexplicable había abandonado hacía mucho tiempo la lectura de la obra de Terry Pratchett (1948-2015). Fue con motivo de su fallecimiento el mes pasado cuando reflexioné sobre ello y sobre todo lo que este escritor británico había aportado a mi bagaje cultural, a mi entretenimiento y a mi vida. Durante muchos años prácticamente monopolizó mis lecturas. No soy un lector voraz, suelo detenerme en exceso en los detalles de los relativamente escasos libros que leo, pero sí me considero un lector fiel. Y hace aproximadamente unos 15 años me convertí en un fan acérrimo y orgulloso de Sir Terry Pratchett, el autor que, junto a Francisco Ibáñez, más me ha influido.

Puede sonar exagerado, pero si pudiera moldear un tipo de novela que reuniera todas las características que me apasionan, se asemejaría mucho a una novela del Mundodisco. No en vano se trata de una saga de literatura fantástica, con toques de ciencia-ficción, monstruos, mitología, crítica social (sin acritud y sin abandonar la parodia) y humor, mucho humor. Humor sutil, británico, del que si no prestas suficiente atención te pierdes un chiste escondido entre dos párrafos. Un humor que inevitable y lamentablemente pierde mucha fuerza en la traducción, sobre todo en las primeras novelas, cuya traducción era ciertamente terrorífica. Ignoro si en ediciones posteriores han subsanado el desastre pero, por ejemplo, en mi edición de Rechicero puedo contemplar con pavor en la contraportada cómo aluden a nuestro querido planeta en forma de disco como Mundovisión.

Porque sí, estamos en un planeta en forma de disco que gira sobre los lomos de cuatro elefantes gigantes que, a su vez, reposan en el caparazón de una tortuga aun más gigante, Gran A'Tuin. Un planteamiento surrealista, inverosímil y a su vez, apasionante. Pratchett no necesitó más para terminar de conquistarme.

Es prácticamente imposible hacer referencia a todo lo que aparece directa o indirectamente en las historias del Mundodisco. Porque el Hombre del Sombrero no sólo diseñó un mundo, con su geografía, sus ciudades y sus ciudadanos. También creó religiones, mitologías, corrientes filosóficas y leyendas dentro de las propias leyendas, con una anarquía tan frívola como adictiva. Si os sumergís por primera vez en el Mundodisco no esperéis una coherencia absoluta, sobre todo en las primeras novelas, aunque sí que es cierto que con el paso de las novelas los cabos se van atando hasta el punto de que se han llegado a editar varias enciclopedias al más puro estilo Tolkien. Pero, insisto, no busquéis leyes firmes e inmutables en un Multiverso donde el más avispado de la prestigiosa Universidad Invisible, su bibliotecario, es un orangután.

Como sucede muchas veces, fue por casualidad como conocí al Maestro, y con no demasiada fortuna. En una recopilación de relatos de Robert Silverberg llamado Leyendas Negras, volumen que contenía historias de otros autores célebres como Ursula K. Le Guin y Tad Williams y que adquirí pensando que sería algo distinto, encontré un cuentecito titulado El mar y los pececitos, de un tal Terry Pratchett, protagonizado por una bruja de cuyo nombre no consigo acordarme. No me quedó claro cómo se llamaba aquella bruja porque en algunos párrafos la llamaba Granny y en otros Yaya. En efecto, se trataba de Esmerelda Ceravieja, la mejor bruja de todos los tiempos.

No guardo un recuerdo especialmente positivo de la lectura de aquel cuento. Entre otras negligencias, cambiar de nombre a un personaje en un relato corto me resultaba inconcebible. No era precisamente Gandalf, quien es el orgulloso poseedor de unos 18 nombres distintos en El Señor de los Anillos. Aun así, investigué un poco sobre el autor y su obra y tardé poco en comprar El Color de la Magia. Me gustó mucho, en parte porque tenía muchas ganas de que me gustara. Reconozco que tanto esta novela como su continuación, La Luz Fantástica, son de lo más flojito a nivel argumental. Siempre he pensado que Pratchett las escribió en plena fase experimental, probando e introduciendo elementos como método de ensayo y error. Y esas pruebas, para mí, un chaval ávido de historias fantásticas con personajes perdedores y estrafalarios y situaciones absurdas pero ingeniosas, suponían un regalo para mis ojos. Y así seguí con Ritos Iguales, Mort, Rechicero...

Entre Mundodisco y Mundodisco cayó en mis manos la trilogía de El Éxodo de los Gnomos. Orientado al público juvenil, se alimenta de la fórmula que tan bien funciona de mezclar elementos fantásticos con cotidianos, narrando las peripecias de una colonia de gnomos que deben afrontar el hecho de abandonar el supermercado que ha sido su hogar, su mundo. Un mundo con países como la Planta de Caballeros o la de Electrodomésticos y cuyo paso del tiempo no se rige por el movimiento de los astros sino por horarios comerciales. En este sentido, la concepción del paso del tiempo que describe Pratchett en esta novela tan aparentemente intrascendente siempre me pareció interesante. Para los seres pequeñitos, los gnomos, el tiempo pasa muy lentamente. A los humanos cuando somos niños nos pasa lo mismo y cuando crecemos el tiempo pasa cada vez más deprisa. El tiempo será algo relativo y subjetivo, pero me cuesta no encontrar algo de objetividad en este hecho.

Otra obra que disfruté fue Buenos Presagios, escrita junto a Neil Gaiman. Por aquel entonces sólo conocía a Pratchett, y eso condicionó sin duda la lectura. Con el tiempo he podido leer más a Gaiman (y he dejado constancia de ello en este mismo blog) y he podido repartir el sentido de humor impregnado en la novela con mayor ecuanimidad. Reparto de méritos aparte, es una historia divertidísima sobre el apocalipsis.

Volviendo al Mundodisco, las historias que sobre él (literalmente) se relatan son muy diversas; sin embargo se pueden dividir, aparte de varias novelas independientes, en cuatro series claramente diferenciadas: los magos, las brujas, la Muerte y la Guardia Nocturna de Ankh-Morpork. La serie de los magos es la inicial, protagonizada en su mayor parte por el desastroso "Echicero" Rincewind, el típico torpe inepto al que al final todas las cosas le salen (casi) bien. También comprende las aventuras de los magos de la Universidad Invisible, comandados por el archicanciller Mustrum Ridcully. Si tuviera que elegir una saga principal me decantaría por ésta, pero no es de mis favoritas. La proliferación de magos con personalidades parecidas y/o contradictorias como el decano, Runas Recientes, el tesorero, etc. despistan a mi entender un poco al lector. Y eso que aquí es donde hace acto de presencia nuestro querido Bibliotecario.

La serie de las brujas es quizá nuestra favorita. Ambientada en las imprevisibles Montañas del Carnero, del País de Lancre, es donde encontramos mayor número de referencias a la cultura popular, los cuentos y la tradición celta (como Aliss la Negra). Y donde conocemos a dos de los mejores personajes de todo el Mundodisco, Gytha "Tata" Ogg y, sobre todo, Esmerelda "Yaya" Ceravieja. También hay una tercera, para completar el trío de Macbeth, Magrat Ajostiernos. Pero Yaya Ceravieja quizá sea el personaje más atractivo, y no por su físico, del Mundodisco. La bruja más antipática y arisca pero a su vez más poderosa y admirada. Y sin verrugas. Todos quisiéramos ser como ella.

La serie de la Muerte la protagoniza el personaje conocido por todos, al que conocemos por su cuerpo esquelético, su túnica, su inefable guadaña y sus conflictos en la traducción (en inglés es masculino y en castellano es caprichosamente femenino). Esta saga tal vez sea la más floja, por dos motivos. La temática tan interesante de Mort, la de tener que buscar a un sustituto de la Muerte en sus delicadas labores, se repite en novelas posteriores y eso nos evoca un deja vu innecesario. Y por otro lado, el personaje de la Muerte aparece en prácticamente todas las novelas como un secundario excelente. Como complemento es muy bueno, pero comer patatas como plato principal acaba aburriendo.

Y por último, la serie de la Guardia, con los mejores personajes a nivel global. Un grupo heterogéneo y apasionante formado por el capitán Sam Vimes, Zanahoria, Angua, Detritus, Nobby, Colon... enanos de dos metros, trolls, mujeres-lobo, borrachos... con este elenco, y en Ankh-Morpork, no puede salir una mala historia. Y precisamente es en esta serie donde encontramos mayor riqueza argumental. Esta guardia tan aparentemente incompetente acompaña al lector en la resolución de crímenes mayormente absurdos. Las historias son de talante detectivesco barnizadas con la ironía y el surrealismo pratchettiano.

Entre una serie y otra encontramos novelas independientes. En ellas se narra una historia sin contar con los personajes habituales, salvo generosos cameos, tratando un tema en particular. Me gustaría destacar Imágenes en acción, que trata el tema del cine y donde nos presentan a nuestro querido perro maravilla, Gaspode. Y Dioses Menores, la novela que yo humildemente recomendaría a aquél que no sabe qué es el Mundodisco y que no está seguro de querer involucrarse en él. Una sátira muy divertida sobre la religión, que huye de fanatismos con muy buen rollo, que osa confrontarla con la filosofía y con unos personajes dignos de minucioso estudio.

Hay otras sagas, pero yo me bajé del tren antes de llegar a la siguiente estación. Estoy seguro de que volveré a subirme al tren y en ese momento volveré a escribir otro artículo como éste. Porque aún nos queda mucho Mundodisco por disfrutar. Tengo libros por leer, que como he dicho al principio no he comenzado porque existen infinitos libros y nuestro tiempo es infinitamente escaso. Y la mayoría de los que he leído son de los que haría una cosa que no acostumbro a hacer, releerlos. La trágica noticia de la muerte de Terry Pratchett me trajo una pequeña alegría al comprobar que numerosos fans en las redes sociales compartían mi tristeza. Me reconfortó saber que, en mi pratchettismo, no estaba solo.

viernes, 6 de febrero de 2015

Metro 2033


El contexto de Metro 2033 no podía ser más atractivo: un futuro (no muy lejano) postapocalíptico, donde los últimos y escasos ejemplares de la raza humana se hallan inmersos en una lucha por la supervivencia con unos aun más escasos recursos... en los túneles y estaciones del metro de Moscú.

A través de sus páginas, el lector va siguiendo los pasos del joven, valiente pero inexperto, Artyom, y junto a él va conociendo a los extraños personajes y los misteriosos lugares que nutren y sustentan la historia. No obstante, el auténtico protagonista es la red del metro moscovita. Un organismo prácticamente vivo, diverso, corrupto y, sobre todo, terrorífico. Porque una de las características más destacadas del libro es el opresivo ambiente con el que se describen los túneles, oscuros, tóxicos y con la posible presencia de habitantes no necesariamente humanos y frecuentemente hostiles. Esta sensación se enfatiza especialmente en los primeros capítulos, cuando nos lanzamos con Artyom a explorar esos túneles desconocidos que apestan a peligro. La amenaza es permanente y el sufrimiento notable, incluso cuando el joven recluta de la VDNKh viaja acompañado de feroces y preparados soldados. La claustrofobia, la falta de luz y la presencia de ratas, mutantes, escalofriantes susurros y algún que otro fenómeno paranormal convierten lo que antaño fue un viaje rutinario por el transporte suburbano en un verdadero calvario.

Pero, entre túnel y túnel, las estaciones tampoco son lo que se podría decir un remanso de paz. Convertidas en una especie de ciudades-estado, los guardias fronterizos que controlan sus accesos recelan de cualquier forastero. Tampoco la existencia de facciones, radicalmente opuestas, que dominan su propio sector en la red de metro, facilita el tránsito entre estaciones. Y aquí encontramos otro de los temas que trata la novela, de modo relativamente anecdótico, la lucha de ideologías políticas. En la red hay estaciones capitalistas, comunistas, neutrales e incluso fascistas (el IV Reich!). El trato que recibe el desubicado y neutral Artyom en las estaciones pertenecientes a cada una de estas facciones es muy distinto, en algún caso cordial y en otros terrible, pero siempre inesperado.

La religión, y la consecuente búsqueda de los orígenes y de la redención, también tiene su protagonismo en esta futurista red de metro. Artyom y el lector se tropiezan con fanáticos religiosos y con momentos de muerte inminente (aunque de esto último el lector está felizmente exento) y ya casi al final de la novela este tema cobra fuerza, pero más a nivel descriptivo y narrativo que panfletario.

Según mi humilde opinión, el tema principal es el destino. En varias ocasiones el protagonista se plantea seriamente la continuidad de su misión y se sorprende de haber esquivado tantos peligros de manera casi milagrosa. Para mí, el destino es lo que da consistencia a tan accidentado viaje porque se alude inequívocamente en diferentes puntos críticos de éste. La creencia sobre la existencia de un destino establecido, lo suficientemente cruel como para matar a algunos de sus acompañantes, muchos de ellos inocentes, concede la voluntad necesaria a Artyom para dar un paso más, para caminar hacia la siguiente estación.

Dejando a un lado la temática y el planteamiento filosófico subyacente, Metro 2033 es una novela de aventuras muy divertida. A pesar de las numerosas descripciones (el autor se detiene a describir la práctica totalidad de estaciones que visitamos a través de sus páginas), posee un ritmo altísimo y los acontecimientos se suceden sin cesar, hasta el punto en que casi llegamos a compartir, desde nuestro sillón de lectura favorito, el cansancio físico y mental de los personajes.

Porque personajes hay muchos. Principales no tantos, pero secundarios con la relevancia suficiente para conocer su nombre y apellido, unos cuantos. Lo ¿malo? es que la mayoría de ellos tienen una presencia efímera, y no necesariamente porque mueran. Da la impresión (confirmada en Metro 2034) de que Glukhovsky se los guarda para que vuelvan a aparecer en otro momento, en otra obra, ya sea literaria o no. Como parte de un pequeño universo subterráneo en la capital de Rusia. No es algo que me disguste, pero deja una leve sensación de obra incompleta.

Quizá lo que resta un poco de dinamismo a la acción es la alusión constante a los nombres de las estaciones. Para nosotros, ignorantes occidentales, todos los nombres nos resultan parecidos, salvo agradecidas excepciones como la VDNKh. Al principio esta desorientación nos llega a desbordar un poco (especialmente a aquéllos como un servidor que han leído la edición de bolsillo, desprovista de plano de la red de metro entre sus páginas), aunque más tarde, ya sea por familiaridad o indiferencia, se convierte en un problema menor. En cualquier caso, llegas al convencimiento de que si fueras un pasajero habitual del suburbano moscovita hubieras disfrutado la novela con mayor plenitud.

En resumen, Metro 2033 es una gran novela de terror-ciencia-ficción, muy entretenida, con algunos desenlaces algo previsibles y pocos personajes con carisma, pero que se disfruta hasta el último momento. Y con un final muy, muy digno.


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Fuente de la imagen:
http://metrovideogame.wikia.com/wiki/Metro_2033_(Novel)?file=825386_5.jpg