martes, 26 de agosto de 2014

Boffo en el País de los Mecánicos


La visita al País de los Mecánicos es la primera aventura de Boffo, un jabalí que un fatídico día se despertó en el árido Desierto de la Inoperancia sin recordar nada. Entre una duna y un hostil escorpión encontró una enigmática carta, anónima, que le revelaba tres datos que marcarían su destino: su nombre, que él era el último de su especie y que tenía un don muy especial que sólo el tiempo desvelaría. Así, este pequeño jabalí emprendió un viaje a lo desconocido con el objetivo de conocer su pasado y, sobre todo, su futuro.

Tras dos días y medio de mordiscos de lombrices carnívoras y de penurias por el desierto, alimentándose gracias al escorpión gigante contra el que había tenido que luchar para conseguir la carta, Boffo divisó unas estrambóticas edificaciones en el horizonte. Las lombrices le habían destrozado los tobillos y no podía dar un paso más. Prácticamente arrastrándose, consiguió llegar a lo que parecía una muralla construída a base de planchas de acero y cartones de tetra brik. Si existía una muralla, tenía que haber una puerta en algún sitio. No obstante, como estaba exhausto y sin fuerzas, optó por no buscar ninguna puerta, decidió tomar el camino más directo y se abrió paso a través de aquella parciamente enclenque muralla agujereando con sus colmillos dos tetra briks de zumo de melocotón.

Ya en el interior esperaba que la guardia de aquella extraña Ciudadela le detuviera. No le importaba, lo único que quería era descansar y librarse de la tortura de aquellas terribles lombrices que le estaban dejando las pantorrillas en carne viva. Estaba empezando a cabrearse, pero ya no le quedaban energías para pelear con ellas. Sorprendentemente ninguna autoridad acudió a recibirle. Su presencia pasó inusitadamente inadvertida, a excepción de un anciano que tomaba el inexistente aire justo al lado del butrón de Boffo.

La amnesia del jabalí aquellos primeros días era casi absoluta, no recordaba el aspecto de los seres con los que había convivido en el pasado. Sin embargo, la fisonomía de aquel anciano aún le resultaba extraña. Parecía compuesto por piezas de diversos materiales: plástico, cartón, vidrio, metal... Todo en una milagrosa armonía que le otorgaba apariencia humanoide. A pesar de la variedad de materiales, el diseño era sólido, magnífico, digno de los más ilustres ingenieros. Y estaba vivo.

Como parecía amistoso, Boffo se acercó. Tal vez pudiera ofrecerle cobijo y algo de comida. Cuando el anciano lo vio aproximarse un rictus de terror asomó en su rostro, pero en cuanto vio el lamentable estado del jabalí recuperó la calma. Bondadoso por naturaleza, le invitó a su hogar -construído con lo que habían sido unas sillas plegables de metal y dos sombrillas publicitarias de una extraña bebida con burbujas- y, una vez dentro, le preparó una sopa de brécoles silvestres y le dejó un humilde colchón donde dormir.

Otros dos días tardó Boffo en despertarse. Cuando abrió los ojos allí estaba Ineni, que era como se llamaba aquel amable viejecito, preparando el desayuno. Mientras desayunaban, y tras escuchar el increíble pero escueto relato del jabalí, Ineni le explicó dónde había ido a parar. Se encontraba en el País de los Mecánicos, cerca de los límites del Desierto de la Inoperancia. Los tales Mecánicos eran un pueblo pacífico, como Boffo ya había podido comprobar, pero indefensos y muy celosos de su cultura, por eso vivían apartados del resto de civilizaciones.

La característica principal de aquel pueblo era la inmortalidad. Técnicamente podían morir, pero eran capaces de reconstruirse unos a otros mediante escombros y el reciclaje de residuos. Su aspecto podía cambiar, pero su alma -el concepto más importante para ellos y más enigmático para el resto de aquel mundo- seguía siendo siempre la misma. La segunda cualidad era su enorme maestría para construir edificios, máquinas, utensilios, personas. Sin duda tenían un talento extraordinario. Para conseguir los materiales, cada semana partía un pelotón de carroñeros hacia los vertederos de los lejanos pueblos vecinos. Solían tardar entre dos y tres días y rara era la vez que no conseguían un botín altamente satisfactorio, ya que lo que saqueaban, residuos, había dejado de ser del interés de las víctimas y éstas no oponían resistencia.

Ineni también le contó que gracias a este ciclo de reciclaje y reconstrucción sólo envejecían cuando pasaba mucho tiempo sin renovar los materiales, los cuales se deterioraban inexorablemente con el paso de los días. Cuando Boffo, avispadamente, le preguntó por qué él no se había "renovado", el viejo suspiró y le condujo al exterior de la choza. Sin decir palabra, pasearon por las calles de la ciudad y el jabalí pudo comprobar cómo todo el pueblo había envejecido; metales oxidados, cartones húmedos, plásticos abollados... formaban sus decrépitas anatomías.

Tan desesperada situación podía acabar con la vida de aquel fantástico pueblo e Ineni le contó a Boffo qué era lo que la estaba causando. Hermosia era la ciudad más cercana y prácticamente el proveedor principal de los Mecánicos. Sus habitantes tenían una preocupación enfermiza por la estética y las autoridades, en respuesta a las numerosas quejas de su ciudadanía, habían decidido instalar unos contenedores enormes, irrompibles e inexpugnables, para evitar el saqueo de la brigada de carroñeros de los Mecánicos. Debido a la imposibilidad de asaltar esos contenedores, hacía tres meses que los saqueadores volvían con las manos vacías, sin nuevos materiales con los que recomponer los cuerpos de sus conciudadanos.

No tenía ni idea de cómo podía ayudarlos, pero Boffo se sentía en deuda con aquel pueblo que tan amablemente le había acogido dada la precariedad de su situación. Decidió acompañar a los saqueadores en su próximo viaje y examinar aquellos crueles contenedores. Cuando llegaron a las afueras de Hermosia observó que efectivamente era imposible extraer cualquier cosa que hubieran depositado en su interior. Parecía una caja fuerte gigantesca.

Examinándolo con más cuidado vio una pequeña rendija a través de la cual se podía abrir. Pero para conseguirlo hacía falta una fuerza descomunal y los Mecánicos no tenían herramientas lo suficientemente potentes. Boffo comenzó a dar vueltas a aquel pétreo contenedor, buscando algún otro mecanismo de apertura, cuando, justo al completar la vuelta y volver a situarse debajo de la rendija redentora, una lombriz carnívora le mordió, por enésima vez, en la pezuña izquierda. La cólera invadió al jabalí, de repente su masa corporal se convirtió en plomo y adquirió una fuerza colosal. Pisoteó con furia a la lombriz y, casi sin darse cuenta, abrió el contenedor.

Los saqueadores contemplaron atónitos el inesperado espectáculo, pero no tardaron en dejar aquel contenedor más vacío que el estómago de un troll de la sabana. Le contaron a Boffo lo que había sucedido cuando éste recuperó su estado normal, pues para variar no recordaba nada. Tal vez ése fuera el don que la misteriosa carta anunciaba, convertirse en plomo y adquirir una fuerza titánica cada vez que la ira se apoderara de él. Dudaba de que tal superpoder pudiera serle útil, sobre todo por su escasa tendencia al cabreo, pero debería tenerlo en cuenta en el futuro.

Con sabiduría, los Mecánicos construyeron con los nuevos materiales utensilios que les permitieran abrir más contenedores en el futuro. Boffo pasó unos meses aprendiendo y ayudando a reconstruir el País de los Mecánicos. Era muy querido por todos y estaba muy cómodo entre ellos pero sentía que tenía aún un camino muy largo por recorrer. Su amigo Ineni, con la juventud restaurada, le regaló un objeto hecho con piezas muy diversas y cuya utilidad resultaba misteriosa. Con un misterio similar le explicó que en el futuro aprendería a manejarlo. Con un fuerte abrazo se despidieron y el pequeño jabalí, mucho más sabio que cuando se despertó en medio del desierto un tiempo atrás, reemprendió el camino que le conduciría a saber quién realmente era.

viernes, 22 de agosto de 2014

El viajar es un placer


Las vacaciones. La época más anhelada del año, el momento de dejar a un lado la rutina de la vida diaria, el agobio, el estrés... porque hacer un viaje no es nada estresante, verdad? En absoluto. El más pequeño e insospechado detalle puede convertir la fuente de nuestra relajación en un vertedero de inquietudes y preocupaciones.

El génesis de todo este calvario se encuentra en la aprobación de las fechas de vacaciones por parte de tu empresa y la compatibilidad con las de tu/s acompañante/s. Honestamente, no se puede decir que tu jefe dedique la mayor de sus diligencias a tan menospreciada, pero importantísima, labor; el menor descuido por su parte provoca un retraso en la planificación de tus vacaciones que puede resultar absolutamente letal.

Bien, ya tenemos fechas. Es el momento de la contratación de vuelos y hoteles. Con un poco de suerte disponemos de cierta flexibilidad para seleccionar aquellos días y horarios en que los vuelos están más baratos. Por supuesto, los de las 7:00 A.M. y alrededores son los más accesibles a nuestro bolsillo, merced a los increíbles (literalmente) mecanismos de oferta y demanda y a la sospechosa generosidad de la compañia low cost de turno. Con el argumento de que "así aprovecharemos más el primer día" nos disponemos a comprar los billetes para ese avión tan madrugador. Y aquí viene la primera de nuestras indignaciones. Ese precio tan atractivo se ve mágicamente inflado por tasas, seguros, facturación de equipaje, pago con tarjeta... Todos estos simpáticos incrementos prácticamente suponen duplicar o triplicar el precio inicial. Con cierta impotencia, no exenta de la sensación de estar siendo estafados, aceptamos esas leoninas condiciones. Aún así no dejamos de presumir delante de nuestras amistades por lo económico que nos ha salido el billete, fardando patéticamente de una inexistente habilidad negociadora.

Llega el momento de elegir alojamiento en la ciudad de destino. Algunos sitios web especializados, realmente exhaustivos, tienen la costumbre de darte "empujoncitos" a base de indicarte que para la oferta tan suculenta que has encontrado sólo quedan unas pocas habitaciones disponibles. O la compras ipso facto, o pierdes la oportunidad. Pero la tarea de buscar hotel no es sencilla, intervienen muchos factores: precio, ubicación, desayuno, cucarachas... Cuando finalmente te decides, nunca queda claro si el pago lo realizas al momento, a través de la agencia, o en el mismo hotel en la llegada. Si te encuentras el cargo en la tarjeta en ese instante, debes presuponer que en el check-in el hotel no te hará ninguna jugarreta en forma de pago inesperado.

Así, con los billetes de avión comprados, sin saber aún si la maleta que facturas pesará mucho o el equipaje de mano será del agrado de la compañía de turno, y con el hotel reservado, rezando porque el pago que has hecho con tu tarjeta sea suficiente, te "relajas" hasta el comienzo de la aventura.

Hacemos la maleta, nos aseguramos de que no nos falta nada (pasaportes, guías, cámara de fotos, cargador del móvil, etc...), cerramos la llave del agua, puertas y ventanas y cogemos el tren hacia el aeropuerto. A estas horas tan tempranas el metro aún no luce la agilidad de las horas punta, así que es probable que su retraso nos haga sufrir por una eventual pérdida del tren que nos llevaba al aeropuerto ya con la hora justa. De todas maneras, no hay nada que no solucione una carrera, maletas a cuestas, por los transbordos de nuestros queridos transportes públicos.

Ya en el aeropuerto sale a relucir nuestro superpoder de seleccionar la cola del mostrador de facturación donde el empleado incompetente y el viajero inexperto aúnan fuerzas. Tras una eternidad de bolsillo llega nuestro turno, y con él las polémicas sobre nuestro equipaje de mano. Éste, según la compañía de bajo coste que te toque en suerte, es posible que sobrepase el peso máximo permitido o que su volumen le convierta prácticamente en material radiactivo. En el primer caso basta con reubicar contenido entre el equipaje de mano y la maleta que facturas, siempre y cuando ésta no repose ya, mientras discutes con el empleado del mostrador, tranquilamente en la bodega del avión. En el segundo caso puedes encontrarte con el empleado traicionero que, sin advertirte, te permite llevar el equipaje de mano a la misma puerta de embarque, donde te espera la cuadrilla de Curro Jiménez para cobrarte un suplemento inesperado.

Las aventuras vividas en el interior del avión merecerían un capítulo exclusivo. Mención especial merecen aquellos sujetos que, ya bien entrado el siglo XXI, se esfuerzan en demostrar que es la primera vez que viajan en avión; mirando con avidez por las ventanillas, intentando reconocer los lugares sobrevolados (con un porcentaje de acierto del 0,00003%), aplaudiendo a un aislado piloto por su buen desempeño en el aterrizaje... Y luego en el desembarco, prisas y colapsos para salir de la gigantesca ave de metal, como si nos hubiéramos dejado abierto el gas.

La siguiente estación es la odisea de recuperar la maleta en esa infecta cinta transportadora. Las peleas de los pasajeros por ubicarse justo delante de la salida del equipaje harían estremecer a persas y espartanos. En este momento es cuando más te alegras de haber traído una maleta "original".

Ahora tenemos que llegar a la ciudad, en metro, autobús o tren. Nuestro primer contacto con el transporte público del lugar de destino puede resultar caótico e inquietante. Afortunadamente el turista medio es más inepto que nosotros, así que las instrucciones en rótulos y carteles suelen ser bastante asequibles. Tras callejear orientados por un mapa incompleto que traemos de casa conseguimos llegar al hotel. Generalmente con mostrar el pasaporte el recepcionista consigue toda la información necesaria, pero también se puede dar el caso en que los nombres españoles sean "demasiado complicados" y no consigan localizar nuestra reserva (1). Tras alcanzar hitos como aprender cómo funciona la llave-tarjeta de la habitación, la contraseña del wi-fi y tener controlada la hora del desayuno, comienzan nuestras verdaderas vacaciones.

Sin embargo, todo paréntesis tiene que cerrarse. Desandando lo andado, el check-out puede resultar igual de imprevisible que el check-in. La amenaza de que te atribuyan injustamente el consumo de productos del minibar planea cual cóndor por los Andes. O de que descubran algún material fungible del cuarto de baño en tu maleta de manera clandestina -jabones y similares; espero que nadie siga "robando" toallas de los hoteles, es algo muy cutre...-. Nos queda el trayecto del hotel al aeropuerto, la trifulca con el empleado de la aerolínea en el mostrador de facturación con el agravante de, al estar presumiblemente en un país extranjero, tener que esgrimir como poderío armamentístico nuestro patético inglés, la búsqueda de la puerta de embarque, los insoportables compañeros de asiento en el avión, la recogida (o no) de nuestro equipaje en la llegada, el tren hacia el metro, el metro hacia casa...

Y una vez en casa, ya podemos descansar y disfrutar de nuestras merecidas vacaciones.

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(1) Mis futuros hijos no tendrán ese problema en cuanto me familiarice con el idioma klingon.