lunes, 29 de enero de 2018

La cuarta de Black Mirror


Si por casualidad en tu entorno social se detecta que eres aficionado a las series, pasa muy poco tiempo hasta que alguien te pide que le recomiendes una. Semejante reto tenía una resolución excesivamente fácil hace apenas 10 años, cuando bastaba con mencionar Los Soprano o Breaking Bad para que tu reputación de gurú seriéfilo incluso se reforzara. En 2018 la situación ha cambiado radicalmente; la inabarcabilidad de la oferta de series actual sólo provoca mermas en la puntería de las recomendaciones. Y lo que es peor; la buena fe con la que propones un producto audiovisual que conoces y que consideras que el receptor del consejo va a disfrutar no se ve correspondida con la mínima obediencia propia del consumidor ocasional de series que ha solicitado dicha recomendación.

Últimamente a los consumidores rándom de series les suelo recomendar, con todo lujo de advertencias, Black Mirror. Porque la oferta, como he dicho antes, es tan variada y, en muchos casos, conozco tan poco el grado de frikismo del solicitante, que opto por sugerir una con un registro medio-alto, no asequible para todos los públicos, con el fin de establecer un filtro para futuras sugerencias. Y, sobre todo, la recomiendo porque me gusta mucho.

Los resultados de recomendar Black Mirror han sido por regla general poco satisfactorios. Quiero creer que mi fracaso se debe al impacto del capítulo inicial, el famoso del cerdo, y no a una presunta debilidad de mi criterio. Me gusta, y eso que el formato no es el que me puede resultar más atractivo a priori. Para mí, el formato ideal de una serie tiene que estar estructurado en base a una trama principal que se repita en todos los capítulos y lo suficientemente fuerte como para que las tramas paralelas y secundarias supongan un mero ornamento. Las películas compuestas por segmentos, tipo Creepshow o Cuentos Asombrosos no son mi ideal de experiencia cinematográfica, aunque al final reconozco que me acaban gustando. Como los relatos breves de ciencia-ficción. Prefiero las novelas, a priori de nuevo, pero luego disfruto muchísimo (más) con los cuentos de Asimov o Dick. A mi edad tal vez es probable que deba reajustar ciertos parámetros en mis apriorismos...

Como fanático de la ciencia-ficción, siempre me he sentido frustrado por no haber coincidido temporal y geográficamente con las emisiones de series como The Twilight Zone, The Outer Limits o Doctor Who. Cierto, con los medios actuales podría poner solución fácilmente a ello, pero casualmente mis clones están ocupados en otros menesteres.




A falta de The Twilight Zone, bueno es Black Mirror. Y aunque la ciencia-ficción de mediados del siglo XX me entusiasma, una actualización a los tiempos actuales puede resultar un ejercicio apasionante. Y eso es lo que propone esta excelente serie británica. Británica al 100% en sus inicios, cuando la albergaba Channel 4. Ahora lo es sólo en parte; tras la adopción/rescate de la plataforma estadounidense Netflix, gran parte del reparto y las localizaciones siguen siendo de nuestra querida Pérfida Albión, pero los contenidos y el mensaje, sobre todo de la cuarta temporada, denotan una clara influencia yanki.

De entrada, las tres primeras temporadas de Black Mirror me parecieron excelentes. De lo mejor que nos ha podido ofrecer la televisión moderna en los últimos años. Incluso con el cambio de idiosincrasia al pasar a Netflix, la calidad del producto pudo ser diferente pero en ningún caso peor. Luego no era de extrañar que los fans de las series en general y en concreto de esa sci-fi, no de navecitas ni marcianitos, sino de esos futuros distópicos pseudoapocalípticos, tuviéramos marcada la fecha de finales de diciembre de 2017 en nuestra agenda. Cuando llegó la fecha, nos sentamos delante de ese espejo negro con ganas, con expectación. Y con una lupa escrutadora.

Porque la temporada 4 de Black Mirror es fantástica, como las anteriores. Buscamos una idea, un concepto, un mensaje y nos lo da, sin concesiones, sin derecho a reclamar. Ideas diferentes a aquellas que nos ofrecía Rod Serling, más basadas en la evolución más o menos verosímil de esa tecnología a veces desconcertante que disfrutamos actualmente. Pero son 4 temporadas y ya no es lo mismo. Se han mostrado demasiadas cartas de un producto que se basa en gran parte en la sorpresa y en la escasa concesión a la anticipación. Si no se han visto las temporadas anteriores -algo semánticamente posible-, si nos desproveemos de ese inevitable contexto, los sentimientos hacia cualquier capítulo de ésta se magnifican; el grado de satisfacción puede ser equiparable al de cualquiera de una temporada anterior. Pero tras más de una docena de capítulos llegamos a un punto en que se resiente nuestra capacidad de sorpresa y de desvincularnos del sentimiento de haberlo visto antes. Ciertos elementos altamente atractivos y factores indudables del éxito de la serie se mantienen, pero tras tres temporadas la alerta del espectador está demasiado arriba como para provocar la euforia que sentía cuando le embargaba la inexperiencia y la candidez. Porque innovar es la tarea más complicada en el mar de tiburones del planeta Series en el que navegamos.

Aparte de la irremediable omisión de la frescura de este tipo de producto, se acusa también cierto desgaste en otro aspecto en el que destacaba; la crítica a la sociedad en la que vivimos, hipnotizada por las nuevas tecnologías, ha perdido mordacidad. O bien la metáfora está definida de una manera demasiado lejana como para sentirnos identificados, o bien la alusión a esas tecnologías que nos están reblandeciendo el cerebro es simplemente accesoria. La invitación a la reflexión que nos ofrecían las temporadas anteriores se ha difuminado sensiblemente.

Por capítulos, no hay ninguno malo, pero tampoco ninguno excelente. Quizá mi favorito sea el primero, USS Callister, por su fantástica producción y por su tramposa evocación al sentimiento friki. La historia también es divertida aunque, de nuevo, resulta ligeramente familiar. El segundo, Arkangel, quizá sea el que, a pesar de su planteamiento -y sobre todo, desarrollo- algo extremo, más invite al debate. Crocodile nos da buenos momentos de tensión y algún giro inesperado y Hang the DJ plantea un futuro distópico muy curioso. Lástima del desenlace. En cambio, Metalhead puede ser el más flojo en su conjunto, pero su desenlace nos deja ¿buen? sabor de boca. Por último, Black Museum es el más completo y tal vez el que nos exponga los avances tecnológicos más atractivos, aunque para mi gusto le sobra un giro argumental, ó dos.

Por supuesto, si en el futuro siguen grabando y emitiendo capítulos y temporadas, contribuiré humildemente a mejorar su audiencia. Con el escaso tiempo de que disponemos y la feroz competencia seriéfila, su rápido consumo, por la agilidad de las tramas y el relativamente bajo número de capítulos, hace que no suponga mucho esfuerzo dedicarle parte de nuestra atención. Y por supuesto que la voy a seguir recomendando. Aunque nadie me haga caso.