sábado, 7 de noviembre de 2015

El Extraño Caso del Señor Queso


Era la primera vez que resultaba herido tras usar unas tijeras telepáticas. No era precisamente una herramienta en la que tuviera despositada toda mi confianza y muy probablemente esa falta de fe fue la causa del accidente. Afortunadamente los dos dedos de mi mano izquierda que volaron gráciles por el aire fueron recuperados en un generoso 93%, siendo el 7% restante devorado diligentemente por mi piraña Carpanta, quien se cobró justicia tras sentir cómo unas pocas falanges invadían su territorio, su hábitat, su querido, húmedo y coqueto acuario.

A toda prisa y con casi dos dedos en un cubo con hielo acudí a Urgencias del Hospital de San Meloncillo. En una sala de espera abarrotada pude encontrar un asiento donde hacer levemente más cómoda la espera mientras llegaba mi turno. Sabía que dicha espera no iba a ser corta; los dedos amputados con tijeras telepáticas solían atenderse después de los desencajamientos de cráneos y las alergias al gintónic.

Nada más sentarme comprendí por qué, con tanta gente en aquel minúsculo recinto, había un asiento disponible. A mi izquierda había un anciano de unos 130 años, muy delgado pero con una cabeza insólitamente esférica, de tez pálida y que desprendía un fétido olor a pies. En un acto reflejo dirigí mi mirada hacia sus zapatos, temiendo que el hombre se hubiera descalzado y estuviera luciendo unos más que sucios pinreles ante la muchedumbre. Para mi sorpresa mis ojos se toparon con unos mocasines bastante dignos, con toda la dignidad que puede atesorar ese tipo de calzado. En ese instante, el dueño de los mocasines advirtió mi curiosidad y me saludó cortésmente.

Parecía que el hombre tenía ganas de charlar y yo, que en aquella espera presumiblemente tan larga y tediosa no tenía mejor pasatiempo que una conversación trivial con un desconocido, accedí a sus deseos y le devolví el saludo. Al presentarse me dijo que su nombre era Gruyére McCheddar, ingeniero de botijos de profesión y -me confesó susurrando-, superhéroe en sus ratos libres.

Cuando le mostré mi incredulidad por el hecho de que, a las primeras de cambio, hiciera tal revelación a alguien a quien no conocía, me respondió que desde hacía tiempo estaba retirado de sus funciones de defensor de la justicia y protector de los inocentes y revelar su identidad secreta ya no resultaba peligroso. Sin abandonar mi escepticismo le seguí el juego y me presté a escuchar cualquier relato que seguro me narraría. Prometía ser divertido.

Efectivamente, siguiendo el hilo de su mencionada jubilación comenzó por el final, su último acto heroico. Contó que, 50 años atrás, consiguió derrocar a Kastor Nillo III, el cruel soberano que tiranizaba el reino de Repuggnanzia. Era un ser malvado y muy poderoso, prácticamente indestructible... sin embargo tenía una única debilidad: era alérgico a la lactosa. En una lucha encarnizada entre ambos, Kastor Nillo III propinó un mordisco en la pantorrilla a McCheddar de tal magnitud que le arrancó de cuajo un cacho de carne. El salvajismo innato del monarca le condujo a ingerir, masticar, tragar y digerir ese trozo de su enemigo a modo de trofeo, lo que inmediatamente le ocasionó graves consecuencias en su organismo debido a su alergia. La subyugación posterior por parte de McCheddar fue poco menos que coser y cantar.

La sonrisa que perennemente acompañaba el relato de tan glorioso episodio se vio interrumpida por un repentino ataque de tos que noté algo cremoso y a las finas hierbas. Limpiándose la periferia de la boca con la manga de una gabardina insólita y elegantemente impermeable se dispuso a proseguir su narración.

Varios años antes de su victoria ante el dictador de Repuggnanzia, McCheddar tuvo que enfrentarse con otro temible enemigo. Se trataba del afamado pistolero Rufius Peestaccio, de quien decía la leyenda que nunca había fallado un disparo. Este villano tenía atemorizada la ciudad de Parsimonia desde hacía tiempo pero nadie se atrevía a comprar un billete a una muerte segura plantándole cara. Hasta que el sheriff de aquella bonita localidad decidió llamar al anciano que estaba amenizando mi espera en el hospital. Poco tardó éste en concertar un duelo con Peestaccio, quien ardía en deseos de encontrar un rival de su nivel. Y así, un lunes después de desayunar, se retaron en la calle Mayor de Parsimonia el pistolero infalible y el héroe de la gabardina impermeable (la cual un servidor podía dar fe de que, a pesar del poco higiénico uso de las mangas, conservaba en buenas condiciones unos 60 años más tarde). Para regocijo del público allí congregado, los piques y provocaciones previos al intercambio de disparos fueron generosos. En uno de estos comentarios injuriosos McCheddar retó al pistolero a dispararle en el lado derecho del pecho. Peestaccio, seguro de su puntería, aceptó el reto sin dudar y sin dejar pasar más tiempo desenfundó, apuntó al blanco sugerido por su oponente y apretó el gatillo. A nadie sorprendió que la bala fuera a parar en la tetilla derecha de McCheddar. Lo que sí dejó estupefactos a todos los presentes fue, no sólo que aquella bala atravesara al superhéroe tan limpiamente, sino que éste ni siquiera se inmutó. Aprovechando la confusión general, incluída la del propio Peestaccio, McCheddar disparó su revólver y acabó con la vida del malhechor.

Al observar mi rostro de incredulidad tras el extraño desenlace de la historia, el anciano se quitó la gabardina y se desabrochó la camisa, dejando al descubierto al auténtico protagonista de su enfrentamiento con el pistolero: su pectoral derecho. En lugar del prosaico pezón masculino, estéril obsequio de la genética a los mamíferos machos, y de buena parte del músculo había un agujero perfectamente redondo, que atravesaba completamente su cuerpo y dejaba ver la parte posterior de la camisa. Por ese agujero había pasado la bala de Rufius Peestaccio sin ocasionarle daño alguno.

Orgulloso y satisfecho por haberme convencido, comenzó a relatarme una nueva historia, un nuevo enfrentamiento con otro pérfido adversario. Esta vez el enemigo de turno tenía un extraño superpoder: podía convertirse en una bola de fuego durante aproximadamente 5 minutos, tras los cuales tenía que recargar la batería durante una media hora. Su verdadero nombre no había trascendido pero todos lo conocían como Pelota Infernal. Como era costumbre entre los de su calaña, utilizaba este absurdo poder para sembrar el caos y la destrucción, así que Gruyére McCheddar tuvo que acudir al rescate.

El choque de trenes tuvo lugar en el centro de la megalópolis de Honorata. En aquel momento Pelota Infernal tenía la batería totalmente cargada y McCheddar lo único que tenía eran las de perder. De repente, antes de que el hombre-bola-de-fuego apareciera y dejando -por enésima vez- boquiabierto al público asistente, el superhéroe -aquí el anciano bajó ostensiblemente la voz mientras me lo contaba- comenzó a desnudarse. Completamente. Decidió enfrentarse al monstruo sin armas, sin ropa y sin dignidad. Pelota, sin ganas de perder el tiempo, se convirtió en bola de fuego y se lanzó hacia aquel hombre en cueros...

...el cual aguantó la embestida. No se quemaba, sólo se derretía. Poco a poco su cuerpo iba perdiendo consistencia y se iba convirtiendo en una masa cada vez más líquida. Paralelamente la energía de Pelota Infernal iba descendiendo y al cabo de los famosos cinco minutos se convirtió de nuevo en el frío e inofensivo pseudohumano que era la mayor parte del día. En ese momento, la masa en la que se había convertido McCheddar lo cubrió por los brazos. Mientras esa masa se iba solidificando, iba recuperando la forma humana. Y cuando se enfrió totalmente, los testigos pudieron ver a un desnudo McCheddar agarrando por los brazos al humano que podía transformarse en fuego. Antes de que tuviera ocasión de volverse a transformar, las autoridades de Honorata ya lo habían puesto a buen recaudo.

Lo confieso, los relatos de aquel misterioso anciano me estaban fascinando. Aunque llevaba varias horas en el hospital, no deseaba que llegara mi turno para ser atendido. Quería escuchar más historias. Pero no pudo ser, no llegó mi turno, pero sí el de Gruyére McCheddar. Me guiñó el ojo y se levantó, anduvo unos pasos y, tras unos espasmódicos movimientos, su cuerpo se convirtió en una esfera casi perfecta. Y así fue, rodando, hacia la enfermera que había vociferado su nombre.

Aquel anciano había sido un personaje importante hacía muchos años. Tal vez ahora sólo sirviera para entretener en la sala de espera de un hospital a un patoso que se mutila dedos con unas tijeras telepáticas como yo. O tal vez no. En ningún momento me contó, o yo logré imaginar, el motivo por el que este ex-superhéroe estaba en la sala de espera de un hospital.