martes, 30 de diciembre de 2014

Dobles


Seguro que alguna vez os han dicho que os parecéis a alguien. A algún personaje famoso o a algún conocido de vuestro entorno de frágil reputación. O habéis sido vosotros mismos los que os habéis sentido identificados con el físico de otra persona, muy a vuestro pesar. Porque vosotros sois, u os sentís, únicos e irrepetibles.

Os imagináis que pasaría si cada día os pareciérais a alguien distinto? Sin perder vuestra esencia, sin dejar de ser reconocibles sin dificultad por las personas que os conocen, pero cambiando de doble a diario. Aquél al que os parecíais ayer, hoy es la noche de vuestro día. En cambio mañana os pareceréis como dos gotas de agua a vuestra antítesis de hoy.

No sería un problema de falta de agudeza visual. Los gestos, la voz, la actitud, incluso el olor, serían idénticos con vuestro doble de cada día. Ni tampoco sería una cuestión subjetiva, pues vuestro entorno, como perversos espectadores, contemplarían atónitos y complacidos el insólito parecido entre vosotros y vuestros dobles. Un parecido en el que hasta hoy no habían reparado y que mañana les parecerá un sinsentido.

La mayoría de veces no os cruzaríais con vuestro doble, así que raramente seríais conscientes de este fenómeno. Además, la incomodidad del encuentro provocaría un rechazo a la posibilidad de repetirlo, al no ser conscientes de que en el próximo cruce de miradas la semejanza de atributos se vería seriamente reducida. A nadie le gusta mirarse en un espejo orgánico, con huesos, músculos y un corte de pelo de cinco dólares.

Y qué pensarían vuestros dobles? También ellos os verían como un "doble del día"? Una vez pasado el "día del doble con X", esta jornada no volverá a repetirse? Influiría la raza y el género? Y el mal rato que pasaríais si un día especialmente comprometido -un juicio, un partido de fútbol o una comida de empresa-, os "toca" como doble alguien totalmente opuesto a vuestra ideología?

Planteamos este caso como hipótesis, como una posibilidad muy remota y de bajísima probabilidad. Pero eso no significa que no pueda suceder. Así que, sí algún día tenéis bajas las defensas y creéis que os parecéis a alguien que no os cae especialmente bien, no os preocupéis. Mañana será otro día.

Y tendréis otro doble.

sábado, 29 de noviembre de 2014

El Hombre Mugre


Todos le conocían como el Hombre Mugre porque nadie sabía su verdadero nombre. Tampoco a él le apetecía mancillar el apellido de su familia a causa de su desgracia, por lo que adoptó ese poco benevolente pseudónimo con resignación. Porque debajo de la gruesa capa de suciedad que cubría prácticamente todo su cuerpo y que suponía el origen de su apodo se escondía un hombre muy desgraciado.

Sufría una extraña mutación, pero no como las de los cómics, de las que otorgan superpoderes para luchar contra otros mutantes, invasores alienígenas o altos cargos gubernamentales. La caprichosa genética le había concedido una piel con unos elevadísimos niveles de impermeabilidad. Los fluidos que sus glándulas secretaban efectivamente salían al exterior, pero en la mayoría de casos quedaban adheridos a su extraña piel, así como las partículas externas que tomaban contacto con cualquier parte de su anatomía. Su epidermis era un pegajoso imán para la porquería.

El agua no tenía ningún efecto sobre él. Las duchas eran un recurso que hacía tiempo que había abandonado por su escaso índice de efectividad. Los productos químicos de niveles inocuos de corrosión tampoco lograban desincrustar las costras de suciedad que decoraban su cuerpo. Con el paso de los años, la ropa iba perdiendo fuerza como mecanismo de defensa contra el asedio de la inmundicia, así que, como el pudor y las bajas temperaturas habían dejado de ser un problema, prescindió de ella, a excepción de unas prácticas gafas de buceador que le protegían los ojos. Su estómago y sus pulmones -probablemente gracias a su mutación- se habían acostumbrado a la ingestión de porquería, de manera que ésta apenas era nociva para su salud.

Obviamente su vida social se veía cruelmente condicionada por su fatal circunstancia. Él también se aislaba, para evitar mofas o gestos de desprecio, para proteger sus sentimientos. Era consciente de que nadie sería capaz de amarlo jamás, por eso evitaba el contacto con otras personas, casi con idéntica repulsión con que a él lo evitaban. No deseaba amar a alguien que sintiera repugnancia por él. Era una montaña de mugre de metro ochenta que aún albergaba sentimientos humanos y no podría soportarlo. Era un hombre absolutamente normal encerrado en el cuerpo de un pestilente monstruo.

viernes, 14 de noviembre de 2014

lunes, 20 de octubre de 2014

La estación de Ortensia Street


Nunca pensé que algo tan habitual como dormirse al compás del traqueteo del tren pudiera tener unas consecuencias tan... asombrosas. Aquel día me había quedado dormido, y no era la primera vez, pero sí que era mi debut como pasajero que se pasa de parada. Y no me había pasado por una ó dos, sino por bastantes más. El impaciente retorno a casa tras la jornada laboral se iba a demorar como mínimo un par de horas.

Tendría que apearme en la siguiente parada, cambiar de andén, comprar otro billete y esperar al tren de vuelta. Sin duda Morfeo me había hecho una buena jugarreta. Me desperecé, me limpié la fiel-a-la-cita babilla de la comisura y escruté con ojos legañosos el plano de aquella línea ferroviaria. La siguiente estación era "Ortensia Street". Pese a ser un asiduo nunca había oído hablar de ella.

Desconocía su ubicación geográfica, pero poco me importaba. Yo sólo quería estar en disposición de subirme a un tren que me llevara a la estación de Cefalópolis, a dos calles de mi hogar. Ya había aprendido la lección; a pesar de que el número de paradas que debía recular era considerable, otra siesta que amenizara el trayecto era una opción totalmente descartada. Cuando sonó el aviso de que nos aproximábamos a la estación de Ortensia me dirigí hacia la puerta. Me sobresaltó un poco que, aunque notaba la presencia de alguien, me encontraba absolutamente solo en la plataforma. Parecía que los demás pasajeros ni siquiera habían advertido el aviso ni el descenso de velocidad, síntoma inequívoco de la llegada a una estación. Cuando el tren paró y bajé, noté cómo alguien me empujaba, como la personificación de la sensación de prisas típica de estos viajes. Pero allí no había nadie aparte de mí...

Con mi prudente obediencia crucé el paso subterráneo para acceder al andén de enfrente. Aquel túnel era oscuro como la boca de un lobo que ha estado masticando carbón y, aunque debía estar libre de obstáculos, tropecé varias veces. Tras escuchar, en uno de estos encontronazos, un débil aullido de queja, el vello de la nuca se me erizó y aceleré el paso como lo suelo hacer en los callejones sembrados de delincuentes de mi querida Cefalópolis. Con alguna que otra catarata de sudor cayendo por mi frente llegué a las escaleras que me permitían escapar de aquel claustrofóbico pasadizo.

Jadeando y sensiblemente acojonado busqué las taquillas de venta de billetes. Pese a todos los contratiempos aún era temprano, hubiera sido extraño que ya estuvieran cerradas. Pero en aquella estación, todo era extraño. Sin embargo, cuando encontré esas taquillas comprobé con moderado regocijo cómo había alguien detrás del cristal. Cuando pude ver aquella figura con claridad no supe si alegrarme o asustarme aún más. Bueno, sí, lo tuve claro, me asusté. Una anciana de unos 200 años se encargaba de despachar a los escasos viajeros que se atrevían a poner los pies en aquella -ya definitivamente maldita- Ortensia Street.

La apariencia de la anciana intimidaba. Por respeto a la tercera edad no quise compararla con un zombi de George A. Romero con obsesión por el maquillaje. Entre tartamudeo y tartamudeo conseguí articular el nombre de mi estación. O al menos eso creía, porque la vieja hizo como si no me hubiera entendido. La indignación me ayudó a pronunciar mejor "Cefalópolis" en el segundo intento y, tras una carcajada histriónica con una tonalidad que sólo había escuchado con anterioridad en el Túnel del Terror de cartón-piedra de las fiestas de mi barrio, la anciana-zombi me hizo entrega de un mugriento billete. No pronunció palabra alguna y yo tampoco estaba en condiciones de preguntar por el precio así que agarré aquel sucio trozo de papel y, haciendo el "simpa" más justificado de mi vida, salí a escape.

La experiencia hasta el momento me aseguraba la ausencia de paneles de información puntuales y exhaustivos por todos los rincones de la estación. Un reloj que no se movía constituía la única referencia con las reglas del juego del tránsito ferroviario. Observé el billete. En él no había ni fechas ni horarios. Sólo pude descrifrar parte del itinerario, "Ortensia Street", por supuesto. El resto estaba borroso. Desde luego, lo que menos me preocupaba a esas alturas era que me pillara el revisor con un billete no válido. La noche estaba cayendo y el frío se intensificaba. Miré mi reloj de pulsera, debía estar en casa hacía dos horas y aún me quedaba un trayecto de duración indeterminada, siempre y cuando algún tren se dignara a parar en aquella estación. Aunque había perdido la noción del tiempo, parecía que llevaba un buen puñado de eternidades allí.

Y cada vez hacía más frío. Una brisa desacostumbrada se paseaba por el andén desierto. Tal vez el sufrimiento con que el frío me azotaba me hubiera hecho olvidar el miedo por la soledad y la oscuridad de la estación, pero ese miedo no se desvaneció. Resurgió en cuanto comencé a escuchar los primeros aullidos. Gritos de agonía y desesperación mezclados con ridículas carcajadas como las de la taquillera competían por aporrear mis tímpanos. Me estiré en el suelo, me tapé los oídos y cerré los ojos. Y entonces, creo, me desmayé.

No sé cuánto tiempo había pasado, el reloj de la estación seguía testarudo marcando la misma hora y yo ya no podía comprender lo que me decía mi reloj de pulsera. Pero al abrir los ojos los ví. Luminosas siluetas humanas iban cobrando forma, adquiriendo paulatinamente más nivel de detalle. De repente la estación se abarrotó, se pobló de gente aparentemente normal, si no fuera porque habían surgido de la nada, porque su contorno se había ido rellenando de personalidad hasta su actual apariencia. Hombres, mujeres, niños, incluso algún perro. Todos esperaban al tren, al mismo tren salvador que me iba a sacar de aquel tétrico lugar.

Me había invadido sin darme cuenta una agradable sensación de tranquilidad; había perdido el miedo y la desesperanza. Sin apenas indicios objetivos, estaba convencido de que el tren estaba a punto de llegar. Y así fue, el tren llegó, paró y toda la espontánea muchedumbre de Ortensia Street, yo incluído, accedió a su interior. Tal como pasó en el viaje de ida ningún pasajero del vagón advirtió el paso por la estación, ni mucho menos el flujo de viajeros. Como si aquella estación no existiera. Como si los pasajeros que viajaban a ella pertenecieran a otro mundo, a otra dimensión...

Ahora viajo mucho más a menudo a Ortensia Street. Ni en casa ni en el trabajo preguntan por mí y aunque los macarras de los callejones de Cefalópolis han dejado de perseguirme, puedo afirmar que sólo soy feliz mientras viajo en tren a esa estación. Tan feliz que podría hacerlo por toda la eternidad.

martes, 26 de agosto de 2014

Boffo en el País de los Mecánicos


La visita al País de los Mecánicos es la primera aventura de Boffo, un jabalí que un fatídico día se despertó en el árido Desierto de la Inoperancia sin recordar nada. Entre una duna y un hostil escorpión encontró una enigmática carta, anónima, que le revelaba tres datos que marcarían su destino: su nombre, que él era el último de su especie y que tenía un don muy especial que sólo el tiempo desvelaría. Así, este pequeño jabalí emprendió un viaje a lo desconocido con el objetivo de conocer su pasado y, sobre todo, su futuro.

Tras dos días y medio de mordiscos de lombrices carnívoras y de penurias por el desierto, alimentándose gracias al escorpión gigante contra el que había tenido que luchar para conseguir la carta, Boffo divisó unas estrambóticas edificaciones en el horizonte. Las lombrices le habían destrozado los tobillos y no podía dar un paso más. Prácticamente arrastrándose, consiguió llegar a lo que parecía una muralla construída a base de planchas de acero y cartones de tetra brik. Si existía una muralla, tenía que haber una puerta en algún sitio. No obstante, como estaba exhausto y sin fuerzas, optó por no buscar ninguna puerta, decidió tomar el camino más directo y se abrió paso a través de aquella parciamente enclenque muralla agujereando con sus colmillos dos tetra briks de zumo de melocotón.

Ya en el interior esperaba que la guardia de aquella extraña Ciudadela le detuviera. No le importaba, lo único que quería era descansar y librarse de la tortura de aquellas terribles lombrices que le estaban dejando las pantorrillas en carne viva. Estaba empezando a cabrearse, pero ya no le quedaban energías para pelear con ellas. Sorprendentemente ninguna autoridad acudió a recibirle. Su presencia pasó inusitadamente inadvertida, a excepción de un anciano que tomaba el inexistente aire justo al lado del butrón de Boffo.

La amnesia del jabalí aquellos primeros días era casi absoluta, no recordaba el aspecto de los seres con los que había convivido en el pasado. Sin embargo, la fisonomía de aquel anciano aún le resultaba extraña. Parecía compuesto por piezas de diversos materiales: plástico, cartón, vidrio, metal... Todo en una milagrosa armonía que le otorgaba apariencia humanoide. A pesar de la variedad de materiales, el diseño era sólido, magnífico, digno de los más ilustres ingenieros. Y estaba vivo.

Como parecía amistoso, Boffo se acercó. Tal vez pudiera ofrecerle cobijo y algo de comida. Cuando el anciano lo vio aproximarse un rictus de terror asomó en su rostro, pero en cuanto vio el lamentable estado del jabalí recuperó la calma. Bondadoso por naturaleza, le invitó a su hogar -construído con lo que habían sido unas sillas plegables de metal y dos sombrillas publicitarias de una extraña bebida con burbujas- y, una vez dentro, le preparó una sopa de brécoles silvestres y le dejó un humilde colchón donde dormir.

Otros dos días tardó Boffo en despertarse. Cuando abrió los ojos allí estaba Ineni, que era como se llamaba aquel amable viejecito, preparando el desayuno. Mientras desayunaban, y tras escuchar el increíble pero escueto relato del jabalí, Ineni le explicó dónde había ido a parar. Se encontraba en el País de los Mecánicos, cerca de los límites del Desierto de la Inoperancia. Los tales Mecánicos eran un pueblo pacífico, como Boffo ya había podido comprobar, pero indefensos y muy celosos de su cultura, por eso vivían apartados del resto de civilizaciones.

La característica principal de aquel pueblo era la inmortalidad. Técnicamente podían morir, pero eran capaces de reconstruirse unos a otros mediante escombros y el reciclaje de residuos. Su aspecto podía cambiar, pero su alma -el concepto más importante para ellos y más enigmático para el resto de aquel mundo- seguía siendo siempre la misma. La segunda cualidad era su enorme maestría para construir edificios, máquinas, utensilios, personas. Sin duda tenían un talento extraordinario. Para conseguir los materiales, cada semana partía un pelotón de carroñeros hacia los vertederos de los lejanos pueblos vecinos. Solían tardar entre dos y tres días y rara era la vez que no conseguían un botín altamente satisfactorio, ya que lo que saqueaban, residuos, había dejado de ser del interés de las víctimas y éstas no oponían resistencia.

Ineni también le contó que gracias a este ciclo de reciclaje y reconstrucción sólo envejecían cuando pasaba mucho tiempo sin renovar los materiales, los cuales se deterioraban inexorablemente con el paso de los días. Cuando Boffo, avispadamente, le preguntó por qué él no se había "renovado", el viejo suspiró y le condujo al exterior de la choza. Sin decir palabra, pasearon por las calles de la ciudad y el jabalí pudo comprobar cómo todo el pueblo había envejecido; metales oxidados, cartones húmedos, plásticos abollados... formaban sus decrépitas anatomías.

Tan desesperada situación podía acabar con la vida de aquel fantástico pueblo e Ineni le contó a Boffo qué era lo que la estaba causando. Hermosia era la ciudad más cercana y prácticamente el proveedor principal de los Mecánicos. Sus habitantes tenían una preocupación enfermiza por la estética y las autoridades, en respuesta a las numerosas quejas de su ciudadanía, habían decidido instalar unos contenedores enormes, irrompibles e inexpugnables, para evitar el saqueo de la brigada de carroñeros de los Mecánicos. Debido a la imposibilidad de asaltar esos contenedores, hacía tres meses que los saqueadores volvían con las manos vacías, sin nuevos materiales con los que recomponer los cuerpos de sus conciudadanos.

No tenía ni idea de cómo podía ayudarlos, pero Boffo se sentía en deuda con aquel pueblo que tan amablemente le había acogido dada la precariedad de su situación. Decidió acompañar a los saqueadores en su próximo viaje y examinar aquellos crueles contenedores. Cuando llegaron a las afueras de Hermosia observó que efectivamente era imposible extraer cualquier cosa que hubieran depositado en su interior. Parecía una caja fuerte gigantesca.

Examinándolo con más cuidado vio una pequeña rendija a través de la cual se podía abrir. Pero para conseguirlo hacía falta una fuerza descomunal y los Mecánicos no tenían herramientas lo suficientemente potentes. Boffo comenzó a dar vueltas a aquel pétreo contenedor, buscando algún otro mecanismo de apertura, cuando, justo al completar la vuelta y volver a situarse debajo de la rendija redentora, una lombriz carnívora le mordió, por enésima vez, en la pezuña izquierda. La cólera invadió al jabalí, de repente su masa corporal se convirtió en plomo y adquirió una fuerza colosal. Pisoteó con furia a la lombriz y, casi sin darse cuenta, abrió el contenedor.

Los saqueadores contemplaron atónitos el inesperado espectáculo, pero no tardaron en dejar aquel contenedor más vacío que el estómago de un troll de la sabana. Le contaron a Boffo lo que había sucedido cuando éste recuperó su estado normal, pues para variar no recordaba nada. Tal vez ése fuera el don que la misteriosa carta anunciaba, convertirse en plomo y adquirir una fuerza titánica cada vez que la ira se apoderara de él. Dudaba de que tal superpoder pudiera serle útil, sobre todo por su escasa tendencia al cabreo, pero debería tenerlo en cuenta en el futuro.

Con sabiduría, los Mecánicos construyeron con los nuevos materiales utensilios que les permitieran abrir más contenedores en el futuro. Boffo pasó unos meses aprendiendo y ayudando a reconstruir el País de los Mecánicos. Era muy querido por todos y estaba muy cómodo entre ellos pero sentía que tenía aún un camino muy largo por recorrer. Su amigo Ineni, con la juventud restaurada, le regaló un objeto hecho con piezas muy diversas y cuya utilidad resultaba misteriosa. Con un misterio similar le explicó que en el futuro aprendería a manejarlo. Con un fuerte abrazo se despidieron y el pequeño jabalí, mucho más sabio que cuando se despertó en medio del desierto un tiempo atrás, reemprendió el camino que le conduciría a saber quién realmente era.

viernes, 22 de agosto de 2014

El viajar es un placer


Las vacaciones. La época más anhelada del año, el momento de dejar a un lado la rutina de la vida diaria, el agobio, el estrés... porque hacer un viaje no es nada estresante, verdad? En absoluto. El más pequeño e insospechado detalle puede convertir la fuente de nuestra relajación en un vertedero de inquietudes y preocupaciones.

El génesis de todo este calvario se encuentra en la aprobación de las fechas de vacaciones por parte de tu empresa y la compatibilidad con las de tu/s acompañante/s. Honestamente, no se puede decir que tu jefe dedique la mayor de sus diligencias a tan menospreciada, pero importantísima, labor; el menor descuido por su parte provoca un retraso en la planificación de tus vacaciones que puede resultar absolutamente letal.

Bien, ya tenemos fechas. Es el momento de la contratación de vuelos y hoteles. Con un poco de suerte disponemos de cierta flexibilidad para seleccionar aquellos días y horarios en que los vuelos están más baratos. Por supuesto, los de las 7:00 A.M. y alrededores son los más accesibles a nuestro bolsillo, merced a los increíbles (literalmente) mecanismos de oferta y demanda y a la sospechosa generosidad de la compañia low cost de turno. Con el argumento de que "así aprovecharemos más el primer día" nos disponemos a comprar los billetes para ese avión tan madrugador. Y aquí viene la primera de nuestras indignaciones. Ese precio tan atractivo se ve mágicamente inflado por tasas, seguros, facturación de equipaje, pago con tarjeta... Todos estos simpáticos incrementos prácticamente suponen duplicar o triplicar el precio inicial. Con cierta impotencia, no exenta de la sensación de estar siendo estafados, aceptamos esas leoninas condiciones. Aún así no dejamos de presumir delante de nuestras amistades por lo económico que nos ha salido el billete, fardando patéticamente de una inexistente habilidad negociadora.

Llega el momento de elegir alojamiento en la ciudad de destino. Algunos sitios web especializados, realmente exhaustivos, tienen la costumbre de darte "empujoncitos" a base de indicarte que para la oferta tan suculenta que has encontrado sólo quedan unas pocas habitaciones disponibles. O la compras ipso facto, o pierdes la oportunidad. Pero la tarea de buscar hotel no es sencilla, intervienen muchos factores: precio, ubicación, desayuno, cucarachas... Cuando finalmente te decides, nunca queda claro si el pago lo realizas al momento, a través de la agencia, o en el mismo hotel en la llegada. Si te encuentras el cargo en la tarjeta en ese instante, debes presuponer que en el check-in el hotel no te hará ninguna jugarreta en forma de pago inesperado.

Así, con los billetes de avión comprados, sin saber aún si la maleta que facturas pesará mucho o el equipaje de mano será del agrado de la compañía de turno, y con el hotel reservado, rezando porque el pago que has hecho con tu tarjeta sea suficiente, te "relajas" hasta el comienzo de la aventura.

Hacemos la maleta, nos aseguramos de que no nos falta nada (pasaportes, guías, cámara de fotos, cargador del móvil, etc...), cerramos la llave del agua, puertas y ventanas y cogemos el tren hacia el aeropuerto. A estas horas tan tempranas el metro aún no luce la agilidad de las horas punta, así que es probable que su retraso nos haga sufrir por una eventual pérdida del tren que nos llevaba al aeropuerto ya con la hora justa. De todas maneras, no hay nada que no solucione una carrera, maletas a cuestas, por los transbordos de nuestros queridos transportes públicos.

Ya en el aeropuerto sale a relucir nuestro superpoder de seleccionar la cola del mostrador de facturación donde el empleado incompetente y el viajero inexperto aúnan fuerzas. Tras una eternidad de bolsillo llega nuestro turno, y con él las polémicas sobre nuestro equipaje de mano. Éste, según la compañía de bajo coste que te toque en suerte, es posible que sobrepase el peso máximo permitido o que su volumen le convierta prácticamente en material radiactivo. En el primer caso basta con reubicar contenido entre el equipaje de mano y la maleta que facturas, siempre y cuando ésta no repose ya, mientras discutes con el empleado del mostrador, tranquilamente en la bodega del avión. En el segundo caso puedes encontrarte con el empleado traicionero que, sin advertirte, te permite llevar el equipaje de mano a la misma puerta de embarque, donde te espera la cuadrilla de Curro Jiménez para cobrarte un suplemento inesperado.

Las aventuras vividas en el interior del avión merecerían un capítulo exclusivo. Mención especial merecen aquellos sujetos que, ya bien entrado el siglo XXI, se esfuerzan en demostrar que es la primera vez que viajan en avión; mirando con avidez por las ventanillas, intentando reconocer los lugares sobrevolados (con un porcentaje de acierto del 0,00003%), aplaudiendo a un aislado piloto por su buen desempeño en el aterrizaje... Y luego en el desembarco, prisas y colapsos para salir de la gigantesca ave de metal, como si nos hubiéramos dejado abierto el gas.

La siguiente estación es la odisea de recuperar la maleta en esa infecta cinta transportadora. Las peleas de los pasajeros por ubicarse justo delante de la salida del equipaje harían estremecer a persas y espartanos. En este momento es cuando más te alegras de haber traído una maleta "original".

Ahora tenemos que llegar a la ciudad, en metro, autobús o tren. Nuestro primer contacto con el transporte público del lugar de destino puede resultar caótico e inquietante. Afortunadamente el turista medio es más inepto que nosotros, así que las instrucciones en rótulos y carteles suelen ser bastante asequibles. Tras callejear orientados por un mapa incompleto que traemos de casa conseguimos llegar al hotel. Generalmente con mostrar el pasaporte el recepcionista consigue toda la información necesaria, pero también se puede dar el caso en que los nombres españoles sean "demasiado complicados" y no consigan localizar nuestra reserva (1). Tras alcanzar hitos como aprender cómo funciona la llave-tarjeta de la habitación, la contraseña del wi-fi y tener controlada la hora del desayuno, comienzan nuestras verdaderas vacaciones.

Sin embargo, todo paréntesis tiene que cerrarse. Desandando lo andado, el check-out puede resultar igual de imprevisible que el check-in. La amenaza de que te atribuyan injustamente el consumo de productos del minibar planea cual cóndor por los Andes. O de que descubran algún material fungible del cuarto de baño en tu maleta de manera clandestina -jabones y similares; espero que nadie siga "robando" toallas de los hoteles, es algo muy cutre...-. Nos queda el trayecto del hotel al aeropuerto, la trifulca con el empleado de la aerolínea en el mostrador de facturación con el agravante de, al estar presumiblemente en un país extranjero, tener que esgrimir como poderío armamentístico nuestro patético inglés, la búsqueda de la puerta de embarque, los insoportables compañeros de asiento en el avión, la recogida (o no) de nuestro equipaje en la llegada, el tren hacia el metro, el metro hacia casa...

Y una vez en casa, ya podemos descansar y disfrutar de nuestras merecidas vacaciones.

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(1) Mis futuros hijos no tendrán ese problema en cuanto me familiarice con el idioma klingon.

sábado, 12 de julio de 2014

Un caracol gigante


Aquel 21 de julio, lunes, amaneció diferente en la pequeña y pacífica localidad de Gasteroptown. Fue José María, el madrugador panadero, el primero en descubrir lo que rompía la dulce monotonía de aquel monótono, y al alimón dulce, pueblo. Cuando, camino a sus quehaceres, pasó por la Plaza Mayor y vio lo que allí había plantado, el sobresalto le obligó a soltar los dos sacos de harina que cargaba. Lo que vio era una gigantesca estructura en forma de concha de caracol, justo en el centro de la plaza. La sorpresa no era sólo esa enigmática presencia, sino el hecho de que el día anterior aquella plaza se encontraba totalmente despejada; la protocolaria superstición condujo a pensar al pobre José María que la colocación de un objeto de tales dimensiones en tan pocas horas se presumía tarea divina, alienígena o peligrosamente demoníaca.

Lo primero que hizo el panadero fue alertar al sheriff del pueblo, Gustavo Reguillo. Éste, aún en el sexto sueño de la madrugada, en cuanto recibió la llamada se levantó de la cama de un salto y se vistió, no sin antes asegurarse de haberse colocado sus calcetines de la suerte del revés. Aquella, lo presentía, iba a ser una memorable jornada.

Cuando Reguillo llegó al lugar de los hechos, las marujas tituladas del pueblo ya habían estado escrutando minuciosamente el gigantesco molusco. Las conclusiones que habían conseguido extraer habían sido pocas, pero los chismorreos numerosos. Prescindiendo de la aportación detectivesca de las marujas oficiales, el sheriff se dispuso a inspeccionar el terreno. Sin duda se trataba de una concha de caracol de unos 15 metros de altura, aparentemente vacía, y sin rastro de nada que pudiera haberla colocado justamente allí. Por suerte su repentina aparición no había generado víctimas personales y apenas escasos daños materiales. Entre las pocas cosas que se habían roto con el aterrizaje del molusco destacaba un contenedor de plástico pseudoclandestino del grupo revolucionario BÚHO (1).

Mientras inspeccionaba la zona, apartando alcahuetas a su paso, Reguillo no encontró pistas relevantes, pero sí fue pensando en sospechosos, o al menos en alguien a quien preguntar. Anotó en su mugriento bloc de notas tres nombres.

El primero de la lista era el Doctor Alvar Ikoke; el típico científico chiflado que no puede faltar en cada pueblo y que debe aportar las dosis exactas de culpabilidad en los conflictos, diversión científica en los momentos de tedio y creación accidental de superhéroes cuando la creatividad de los guionistas no encuentra recursos en los caprichos de la genética. El Dr. Ikoke, experimentando con caracoles y babosas, había logrado fabricar un extraño ungüento que hacía las delicias del lobby de las marujas, cuyo cutis experimentaba una mejoría para ellas -no así para sus congéneres- muy satisfactoria. Esto le había supuesto al doctor unos sustanciosos emolumentos, por lo que su adoración hacia gasterópodos como el coloso de la Plaza Mayor se presumía mínimamente justificada. Tras ser interrogado, aseguraba no conocer la procedencia del misterioso caracol gigante, pero sus tics nerviosos y sus guiños indiscriminados fueron anotados en el bloc roñoso del sheriff Reguillo.

El segundo sospechoso era Narciso Daucus, líder de BÚHO. Reguillo pensó que este grupo, que defendía a ultranza a hermafroditas como los caracoles, podía haber encontrado en ese gigantesco molusco al tótem de su conato de religión. Daucus destacaba por su talante rebelde y proactivo pero confesó, con lágrimas llenas de barro del pantano de las sanguijuelas, y muy a su pesar, que no tenía nada que ver con la concha misteriosa de la Plaza Mayor. El sheriff le creyó, pero no dejó de guardar disimuladamente una muestra de ADN de aquellas sospechosas lágrimas.

El tercer nombre de la lista era Humberto García. Reguillo no tenía motivos objetivos para pensar que él fuera el responsable, pero era el típico ciudadano inocente de todo; vivía con su madre, sus vecinos tenían buen concepto de él, saludaba a todo el mundo... Si no hubiera sido por su tendencia a llevar los pantalones a ras de las axilas hubiera pasado totalmente desapercibido, incluso para el ojo clínico de Marujas Corporation. Su descarada inocencia era lo que le concedía ese aura de culpabilidad en muchos crímenes. De manera injusta el sheriff lo tenía en su lista permanente de sospechosos, como si deseara que alguna vez se equivocara con el cambio en la charcutería para que su trasero probara el pétreo colchón que le esperaba en el calabozo. Tras superar el interrogatorio, una vez más, García fue (inicialmente) descartado.

Era ya muy tarde, casi las doce de la noche, cuando el sheriff Reguillo dio por concluídas sus pesquisas. Los tres sospechosos habían dado muestras de no tener relación con la aparición repentina de aquel enorme objeto en la principal plaza del pueblo. Decidió descansar, quizás al día siguiente los sospechosos mostrarían algún signo de debilidad o bien las marujas ofrecerían alguna pista peregrina.

Martes, 22 de julio. El madrugador panadero José María fue el único testigo de la terrible devastación del pueblo de Gasteroptown. Una gigantesca babosa, surgiendo pausada e inesperadamente de una concha de caracol que tranquilamente reposaba en la Plaza Mayor del pueblo, impregnó de babas las calles y devoró comercios, casas, edificios gubernamentales y parques con sus columpios y toboganes. Sólo un habitante del municipio pudo escapar para dejarnos este testimonio que ahora les relatamos. Un tal Humberto García, vecino paradigmático, a quien cualquiera que lo hubiese tratado hubiera asegurado que se trataba de una persona absolutamente normal.

Aunque, curiosamente y a modo de anécdota, tenía una extraña afición por los caracoles. Y por la ingeniería genética.

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(1) Benefactores Unidos de los Hermafroditas Ostentosos: una asociación en defensa de seres hermafroditas, con un talante díscolo pero aparentemente conciliador y ecologista. La tilde en la U del acrónimo es por motivos caprichosamente ortográficos.

sábado, 28 de junio de 2014

Inter vs Vanguard

La televisión. El invento más influyente del siglo XX. El medio de comunicación más completo, más directo, más universal, cuya jubilación, anunciada a partir del auge de Internet, se está retrasando más de lo esperado. Odiada e idolatrada casi a partes iguales, sin duda la aversión hacia la televisión se debe, no al medio en sí, sino al uso que se hace de él. Que las cadenas prácticamente sólo ofrezcan propaganda política, diversión estéril y publicidad es más culpa de la sociedad en su conjunto que del medio.

A esta reflexión se le podrían dedicar muchas páginas. Pero hoy me invade la nostalgia y quiero evocar una época en la que la televisión, contando únicamente con dos ó tres canales, era aún más importante en nuestras vidas que en la actualidad. Era una época en que los chavales podíamos merendar o hacer los deberes mientras veíamos con obvia naturalidad a Epi y Blas compartir dormitorio. Es muy sintomático que lo retro esté muy de moda últimamente; tal vez significa que, a pesar de que la oferta de entretenimiento y su propagación ha crecido exponencialmente, la creatividad de hoy en día no es suficiente para saciar nuestro apetito cultural y lúdico. Pero, de nuevo, no hablaré de la programación televisiva de entonces, sino del armazón tecnológico; no hablaré de la televisión, sino de los televisores.

A principios de los 80 mi familia era humilde, como casi todas y como lo sigue siendo ahora. Sin pasar apuros económicos, nos subíamos al tren de los avances tecnológicos cuando podíamos, antes o después que la mayoría. Sin darle más importancia, ni antes ni ahora, a este hecho, el primer televisor que recuerdo era un Inter pequeñito, de pulgadas suficientes para que una familia de dos adultos y tres críos muy pequeños pudieran disfrutarlo. En blanco y negro, por supuesto, y con los botones suficientes (dos) para sintonizar aquellos (dos) canales que nos ofrecía la televisión pública. De un orgulloso color rojo, disponía tanto de antena de cuernos como de aquella tan extraña circular que parecía diseñada para pasar el rato dándole vueltas, porque su efectividad era más que dudosa. Las dos ruedas de sintonización eran deliciosamente rústicas pero, con la escasez de canales de entonces, su frecuencia de uso se presumía escasa.

En aquella época la televisión en color era ya una realidad muy consolidada y poco tardamos en poseer una flamante Vanguard. (1) Más grande y de un amaderado color marrón, permitía la sintonización de la friolera de 8 canales y además para pasar de uno a otro, una vez estuvieran ya sintonizados, sólo tenías que apretar un botoncito junto a la pantalla. Cierto es que por aquel entonces entre la oferta televisiva sólo disponíamos de las dos cadenas de Televisión Española, la Primera y la Segunda y, aquí en Catalunya, TV3 (y un poquito más tarde el Canal 33). No obstante, cambiar de canal pulsando aquellos extremadamente ruidosos botones, aún teniéndose uno que levantar del sofá, era un placer hasta entonces inusitado. Recuerdo que en la parte inferior de los botones existía un pequeño panel que, al abrirlo, nos ofrecía un dispositivo ultramoderno de sintonización compuesto por un pivote de plástico que debías insertar en el orificio correspondiente al canal y hacerlo girar. Para las retinas más sibaritas, tanto la Inter como la Vanguard, disponían de los controles de brillo y contraste. En la segunda además podías controlar el color (lo que conocemos ahora, mucho más culturizados, como saturación).

Mientras que la Inter cumplía con su misión en el pequeño cuarto de estar, fue la Vanguard la que inauguró el uso abusivo del salón como centro de ocio familiar. La desgracia de la pobre Inter de aparecer en nuestras vidas demasiado pronto se vio compensada con creces con la adquisición de mi "juguete" favorito de la infancia, un Sinclair ZX Spectrum 48k. La Vanguard pasó a presidir -y gobernar dictatorialmente- el salón, mientras que la denostada Inter deambulaba entre la cocina y mi habitación. En la cocina un servidor veía con una pobre conexión de antena los resúmenes de la jornada de liga que ofrecía el Estudio Estadio los domingos por la noche. Y en mi habitación disfrutaba como el enano que era con el Manic Miner o el Sabre Wulf en blanco y negro. En muy contadas ocasiones la Vanguard se dignaba a ser conectada al Spectrum y así supe que Quasimodo, del Hunchback II de Ocean, era verde.

Este panorama se vio sensiblemente alterado cuando, allá por verano de 1986, entró en escena un nuevo sujeto en el ecosistema: un vídeo VHS Panasonic. Un aparato enormemente influyente en nuestro entretenimiento, en nuestra formación, en nuestras vidas, para nosotros y para todos aquellos que aún recordamos aquellas visitas (casi diarias) al videoclub con la esperanza de ver que la película que anhelábamos tuviera la tarjetita de "disponible". Sin duda las aventuras en el videoclub merecerían un artículo retronostálgico propio.

La novedad que aportó el vídeo fue el -indispensable hoy en día- mando a distancia. Si sintonizábamos en la televisión el canal del vídeo (yo contaba con menos de diez años y viendo la destreza de mi progenitor con este tipo de tecnología todavía me pregunto cómo lo conseguimos), podías cambiar de canal... sentado cómodamente en el sofá!

Probablemente debido a la defunción de la Vanguard, a principios de los 90 adquirimos una Sanyo de 25 pulgadas y con mando a distancia. Estoy seguro de que la Inter duró mucho más y que nos deshicimos de ella por problemas de espacio. Se trataba sin duda de una máquina maravillosa e irrepetible y estoy convencido de que si algún día me reencuentro con ella seguirá mostrándome la famosa nieve y esos canales, ahora tan abyectos, pero entrañablemente mal sintonizados.

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(1) Resulta curioso comprobar cómo tendemos a emplear el género femenino al designar un aparato, el televisor, con género caprichosamente masculino. La razón seguramente será que el nombre del medio, televisión, se impuso al del aparato. O tal vez a algún extraño Complejo de Edipo aplicado a las ondas hertzianas, quién sabe.

viernes, 20 de junio de 2014

American Gods


Puedo decir que he leído relativamente poco a Neil Gaiman. Tampoco es que él sea demasiado prolífico, no es Stephen King, pero teniendo en cuenta su estilo, su temática y mis aficiones, podría considerarse que estoy en deuda con su obra.

Lo conocí en mi época pratchettiana -la cual no ha muerto, sólo está vigorosamente aletargada- gracias a la divertidísima Buenos Presagios. Una novela que me encantó pero que, al estar escrita junto al maestro Terry Pratchett y al estar un servidor terryblemente influenciado, no supe reconocer el talento de Gaiman. Por aquel entonces me sonaba su nombre por las novelas gráficas de Sandman, un género que aún no había llamado mi atención. Hoy en día sigo sin haber leído nada del Hombre de Arena, cuando tenga listo el clon que cumpla con mis obligaciones profesionales prometo ponerme con ello.

Aparte de Good Omens, he podido leer Los hijos de Anansi y algunos cuentos de Objetos frágiles. Con respecto a estos últimos no puedo decir que quedara muy satisfecho. Quizás esté acostumbrado a otros ejemplos más ágiles, más dinámicos, como los relatos de Isaac Asimov o de Philip K. Dick, auténticos paradigmas para mí de lo que es un cuento en los siglos XX y XXI. Sin embargo me sirvieron para consolidar mi idea del principal defecto de Gaiman: el excesivo toque onírico de sus narraciones. Lo noté con Los hijos de Anansi, una novela que me entusiasmó en su primera parte, una mezcla de humor, misterio y fantasía, pero que me hizo naufragar en su conclusión, demasiado poética y surrealista. Mi opinión en general es muy buena, pero teniendo en cuenta los momentos de euforia que llegué a experimentar durante las desventuras iniciales de Gordo Charlie, en el desenlace la decepción llamó tímidamente a mi puerta.

Creo que leí antes las aventuras de los hijos del Señor Nancy que American Gods porque éste aún no había salido en edición de bolsillo. Y fue cuando lo descubrí en la librería, en su flamante -o no- edición de bolsillo, cuando lo compré sin dudarlo, consciente de que se trataba de una absoluta garantía.

Sabía que me encontraría irremediablemente con esos momentos oníricos, firma personal del autor, que tanto éxito tienen entre sus innumerables fans. Pero por diversos motivos estos pasajes se hacen aquí mucho más digeribles. En primer lugar, es una obra más larga, más densa, con muchos personajes y muchos sucesos. Esto hace que el protagonista, nuestro querido Sombra, pase mucho tiempo despierto. También tiene bastantes referencias a elementos de diversas culturas populares, para mí, junto a lo rocambolesco de la trama, lo mejor del libro.

La trama principal, que espero no estropear demasiado a quienes no hayan leído la novela, trata de una guerra inminente entre los dioses antiguos, que las culturas europeas, africanas y asiáticas trajeron a los Estados Unidos, y los dioses modernos, los dioses de la tecnología. Como ya nos enseñó Pratchett en su Dioses Menores, la fuerza de un dios reside en la fe de sus creyentes y estos cada vez más adoran a sus televisores o sus teléfonos móviles, dejando de lado a sus Odines o sus Horuses. Interesante papel de pseudoárbitro juegan los dioses autóctonos, los que ya estaban allí cuando vikingos o esclavos africanos trajeron sus propias deidades.

Entre toda esta tensión pre-conflicto bélico se encuentra Sombra, un eslabón que puede hacer que la cadena se rompa o se mantenga firme. Entre tanta apoteosis divina aporta el factor terrenal, más cercano al lector. Es un personaje tosco, simple, con una profundidad en su personalidad desconocida hasta para él y cuya mayor proeza -y casi su objetivo en la vida- son unos juegos de magia con monedas. El lector se identifica rápidamente con Sombra porque también está intrigado, expectante ante una respuesta a tantas cosas fantásticas que le suceden. Sombra es paciente con estas respuestas, lo han contratado para un trabajo y no hace preguntas. Sabe, como el lector, que unas cuantas páginas más adelante se le revelarán todas (o casi todas) las respuestas.

Lo mejor, como he comentado, es la referencia a las muchas culturas -religiones, mitologías, etc.- que hace de manera más o menos directa y/o gratuita. Y lo hace a través de unos personajes entrañables, con una personalidad muy definida (y a menudo doble o triple). Personajes como los funerarios de Cairo, los rusos del ático de Chicago, el dios Araña o la señora Pascua no son meras alusiones, tienen su influencia en la trama. Es una delicia reconocerlos o molestarse en buscar -invocando a los nuevos dioses de Google- su correspondencia en el olimpo de turno. Tanto la satisfacción por reconocer al señor Ibis o a Low Key Lyesmith, como el aprendizaje de pequeños elementos de culturas antiguas, aportan un valor añadido a una historia ya de por sí interesantísima.

A diferencia de su spin off, American Gods tiene un final redondo, altamente satisfactorio. De esos que, aunque no es un libro especialmente breve, te dejan con ganas de más. Tiene tanto potencial que las secuelas como Los hijos de Anansi resultan muy probables, aunque parece que todo dependerá -creo que afortunadamente- de la inspiración de Gaiman, más que de las presiones comerciales de las editoriales. De momento lleva tiempo circulando el rumor de una serie basada en esta novela, producida nada menos que por HBO. Una noticia que sin duda hay que seguir y que no me disgusta en absoluto.


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Imagen: Derek Charm
http://www.superpunch.net/2011/10/art-inspired-by-neil-gaimans-american.html

sábado, 14 de junio de 2014

El funcionario Judas


Trabajar como funcionario tenía muchas ventajas, pero también muchos inconvenientes; una vida laboralmente tranquila y con completa estabilidad suponía un precio a pagar demasiado elevado. Las duras pruebas de oposición al puesto, que Judas Treulosziege había tenido que superar, eran prácticamente una propina miserable en la cuenta que le tenían preparada sus mefistotélicos empleadores.

La función principal del funcionario Judas, papeleos varios y obvios aparte, era la de conducir a las demás bestias de su comarca a la finalidad de su existencia, a su puesto exacto en la cadena (generalmente alimenticia) de aquella estructurada sociedad. Atraídos por el buen hacer y la dialéctica de Judas, los miembros de la Comunidad Ovina seguían sus pasos sin pensárselo dos veces, consolidando sin darse cuenta el cliché del borreguismo. En el proceso acudían a un edificio muy siniestro del cual, paradójicamente, Judas salía con una espléndida sonrisa en el rostro que animaba a sus congéneres a imitarlo. Cuando estos atravesaban el lugar no corrían la misma suerte, pues jamás lograban completar el itinerario de aquel guía tan simpático que les habían asignado. El recinto en cuestión era -como habrán deducido- un matadero, del cual salían unos alaridos de muerte y desesperación que atormentaban las entrañas del aparentemente apacible trabajador del Estado.

A pesar del sufrimiento infinito de Judas, aquel vil negocio seguía creciendo. Ya no eran sólo cabras y ovejas las víctimas de su forzosa traición; cerdos, patos, avestruces, e incluso algún caballo, eran convencidos para cruzar aquel auténtico corredor de la muerte. Judas no podía soportarlo más, el implacable mazo de la conciencia le aporreaba las sienes con más fuerza cada día que pasaba.

Ya había tenido suficiente. Disfrutaba de un sueldo respetable y de una vida cómoda y segura, pero el hecho de ser testigo día tras día de aquel sufrimiento ajeno superaba el umbral de su resistencia. Estaba completamente hundido, así que tomó una determinación, una decisión, con pocas probabilidades de éxito, que arriesgaría esa vida tan confortable pero que sin duda lo liberaría de aquella pasiva condena. Decidió que en su siguiente turno advertiría, disimuladamente o como pudiera, a sus próximas víctimas de hacia qué fatídico destino les estaba guiando.

Le tocó trabajar el jueves por la mañana; desde hacía dos semanas, el jueves era el día de recolección de matería prima para la fabricación de calzado, un sector en alza. El matadero se llenó de serpientes, caimanes y cocodrilos, todos distribuídos religiosamente en filas gracias a la promesa de una suculenta (pero falaz) recompensa. Judas fue asignado a la fila de los cocodrilos jurásicos, unos reptiles mastodónticos cuyos dientes afilados resultaban legendarios.

No podía, ni deseaba, echarse para atrás en su revolucionario plan, así que aprovechó un momento en que su supervisor alertaba a una boa constrictor de la fila de al lado sobre los efectos perjudiciales del tabaco para acercarse al líder de aquellos gigantescos cocodrilos y comunicarle lo que les iba a pasar si seguían sus instrucciones. Aquel macho alfa de tres metros, en aquel momento plantígrado además, lo comprendió inmediatamente y, para proteger su huida y la de su grupo, atacó al primer componente de su insospechado y recién creado grupo de enemigos que se interpuso en su camino.

Judas Treulosziege falleció dos horas más tarde, por graves heridas de garra de reptil en cuello, tórax y rabadilla. Los que lo vieron exhalar su último aliento comentaron que su rostro esbozaba una enigmática sonrisa. Pero lo que más importaba era que, por culpa de su torpeza, aquel día se fabricaron cuatro pares de zapatos menos.

sábado, 3 de mayo de 2014

El Día de los Batracios


Aquel martes de abril amaneció verde. Verde y extraño. La porción de cielo que se filtraba por las persianas permanecía azul, parcialmente emborronado por nubes grises, y las paredes de mi habitación seguían siendo del color indefinible de la suciedad. Pero había algo en el ambiente de un color más verde de lo habitual.

Los inquietos nubarrones se apresuraron en marchar, como si tuvieran otra misión que cumplir en algún lugar lejano, y el sol reconquistó monótonamente una vez más su trono. Antes de salir de casa y recibir directamente el fulgor de sus rayos, atendí distraídamente al noticiero mientras desayunaba: la peseta se revalorizaba de nuevo en relación al euro, las tropas neosoviéticas habían invadido Luxemburgo y un científico loco, el Dr. Von Mustard, había sido detenido por la Interpol por razones que el hastío y el zápping me impidieron conocer.

Casi olvidé las gafas de sol antes de pisar la calle. Suponían un atuendo imprescindible para aquel día radiante y absolutamente veraniego. Además, aparte de la protección contra los letales rayos solares, me permitían el aleve escrutinio del resto de transeúntes. En un primer momento pareció que la discreta opacidad de aquellos instrumentos oculares me jugaba una mala pasada; a través de aquellos cristales, los escasos rostros que podía contemplar a aquellas aún tempranas horas se grababan en mis retinas con una tonalidad verdosa realmente inquietante.

En la boca del metro, un chavalín -de apariencia también muy verde- ocupaba el lugar habitual del repartidor de periódicos gratuitos que, cada jornada laborable, a la entrega del diario nos deseaba los buenos días. Este muchacho, en cambio, repartía, también gratuitamente y a modo de promoción, un nuevo producto; un aperitivo de un llamativo envoltorio verde fosforito cuyo nombre me resultaba familiar, probablemente debido al acribillamiento mediático. Al tratarse de algo gratis, el pobre repartidor se vio fuertemente asediado. Los recolectores, una vez conseguido, devoraban aquel producto con avidez, como si de una sustancia nueva, adictiva -y quizá peligrosa- se tratase...

Por supuesto yo también obtuve mi correspondiente unidad, pero me la guardé con cautela en el bolsillo del pantalón; prácticamente acababa de desayunar tres tostadas de mermelada de albaricoque siberiano -los neosoviéticos dominaban por aquel entonces el mercado de productos de primera necesidad- y, sinceramente, las corrosivas reacciones de los flamantes consumidores que acababa de presenciar en la calle me dieron un poco de repelús.

En el trabajo pasé toda la mañana con aquel producto en el bolsillo. Sin embargo, a pesar de la incomodidad y de la mala imagen que me otorgaba un objeto de aquellas dimensiones a la altura de la entrepierna, apenas reparé en él debido a los acontecimientos que presencié durante las horas siguientes. Si nada más despertarme tuve una sinestésica sensación de "verde" alrededor, dicha sensación sin duda se acrecentó más tarde. Ya no sólo veía al resto de mis compañeros con la tonalidad de piel un poco más verdosa, sino que comenzaba a vislumbrar unos ojos saltones que no recordaba en la mayoría de ellos. Mi horror subió muchos enteros cuando, a la hora autoimpuesta del café y cuando tocaba la protocolaria tertulia política o futbolística, un par de colegas al abrir la boca para conversar exhibieron una lengua larga y delgada; y maldijeron al no disponer de moscas o libélulas en la máquina de vénding.

Media hora más tarde, casi todo el mundo en aquella oficina ya caminaba dando saltos y muchos hacían consultas o daban órdenes croando. El ambiente cada vez era de un color más verde, empezaba a ponerme muy nervioso. Debido a estos nervios, y a que el café, seguramente por aquel extraño comportamiento de mis acompañantes, no me había sentado demasiado bien, recordé el revolucionario aperitivo que llevaba en el bolsillo. Aparte de los nervios realmente tenía hambre y, sin pensarlo mucho, abrí el paquete y me lo zampé vorazmente, en menos de dos mordiscos. El sabor era tan exquisito que me hizo olvidar por un momento las extrañas vivencias experimentadas desde que empezó el día. Me sentó francamente bien, hasta el punto de que dejé de ver a mis compañeros comportarse de una forma inusual. Todo lo que hacían, saltar, croar, cazar moscas con la lengua, me parecía ya de lo más natural.

Aliviado e inusitadamente relajado, me repantigué en mi silla y examiné desinteresadamente el envoltorio de aquel milagroso aperitivo. Cumpliendo los pronósticos no entendí demasiado bien los ingredientes, pero fui incapaz de reprimir un salto casi olímpico cuando croé, con la voz más grave que había salido nunca de mis cuerdas vocales, al leer el nombre del polémico y enigmático Dr. Von Mustard.

jueves, 17 de abril de 2014

La Mandolina Mágica


En la lejana región de Telesforia, en un misterioso lugar conocido como el Bosque Simpático, vivía el mago Pasamontañas. Era un hechicero austero y huraño, persona de pocos conocidos y menos amigos, quien sin embargo se había labrado una insólita fama de repartir felicidad, en cómodas y flexibles dosis, a quienes le rodeaban. Muchos consideraban el enorme valor de semejante don como el motivo de su irremediable ascetismo. Vivía solo en una cabaña escondida y de la cual absolutamente nadie conocía su ubicación con exactitud, cosa que le mantenía perfectamente a salvo de curiosos, pedigüeños y domingueros.

Un soleado y casual día tuvo una inesperada visita. Un joven armadillo, rosado y con una ligera cojera en la extremidad inferior izquierda, tropezó pseudoaccidentalmente con su puerta de puro granito. Al escuchar el estruendo, la misantropía radical del mago le impulsó inicialmente a ignorarlo; pero tras dos segundos de reflexión, tuvo una idea.

Se puso el batín estampado de estrellas que usaba cuando pretendía aumentar su solemnidad como hechicero y abrió la puerta. Saludó al pequeño animal y, tras aparentar una lástima algo exagerada, le invitó a acceder al interior de su modesta vivienda. Le agasajó con croquetas de helechos rojos y con una Gurkensuppe, receta familiar, para que entrara en calor -a pesar de que aquellos estivales días la canícula estaba en su mejor momento de forma-. Al principio el armadillo estaba muy desorientado, pero la charla de Pasamontañas, y quizás algún sospechoso ingrediente de la sopa, le condujeron a un estado de relajación idóneo para los planes del mago.

Después de un par de horas de cháchara, en el momento de la despedida el mago quiso hacerle a su nuevo amigo un último obsequio. Venciendo la férrea oposición de éste, le regaló una mandolina vieja y desvencijada. El dasipódido se excusó diciendo que él no sabía tocar un instrumento como aquél, siendo algo totalmente verídico y un argumento muy sólido para acompañar al desdén por un regalo tan poco atractivo. Pero el mago insistió y le convenció, aduciendo que aquella mandolina era mágica y tenía el poder de sonar por sí misma y ofrecer las más hermosas melodías independientemente de la destreza del intérprete. Con las metafóricas alforjas de su conciencia cargadas de escepticismo el armadillo aceptó y abandonó la casa de aquel estrambótico mago.

De regreso a su madriguera, y aprovechando la oportuna aparición de un solitario tocón en la frondosidad del bosque, el acorazado mamífero hizo un alto en el camino. Con un gesto retorcido, se sentó sobre las raíces del árbol como buenamente le permitió su caparazón y procedió a examinar su reciente adquisición. Aquel objeto suponía toda una incógnita; en lo referente a cultura musical, su bagaje se reducía a seis notas de flauta durante su estancia en la escuela primaria. Al manipularlo, tocó involuntariamente una cuerda, de la cual brotó una nota muy agradable. Sorprendido y animado, probó con una segunda cuerda que le recompensó con una nota igual o más placentera. La impunidad que le concedía la sensación de encontrarse solo en aquel momento le impulsó a inventarse una atroz combinación que, mágicamente, expulsaba una bellísima canción.

De repente, interrumpiendo aquel éxtasis musical, notó cómo algo se movía sobre el tocón, justo por debajo de sus nalgas. Al levantar sus posaderas comprobó cómo una hormiga caníbal acababa prácticamente de resucitar y jaleaba las canciones que exhibía la falsa maestría del armadillo. A pesar de faltarle una antena y tener tres patas espachurradas, aquella hormiga parecía muy feliz gracias a la música procedente de la mandolina.

En ese mismo instante, una ardilla deprimida porque la última bellota que había comido estaba rancia y le había dejado mal sabor de boca se acercó a aquel rincón del bosque y, al escuchar las notas que salían de la mandolina del armadillo, expulsó una risa sincera y contagiosa. Ya no le importaba el repugnante sabor de aquella maldita bellota, estaba segura de que pronto encontraría otra, o incluso una avellana, que subsanara su pequeña desgracia.

Poco tardó la fama de los efectos de aquella mandolina mágica en propagarse por todo el Bosque Simpático. Poco a poco, sus habitantes notaban claramente cómo algo tan etéreo y subjetivo como su felicidad aumentaba cuando escuchaban las notas surgidas de aquel instrumento celestial. Viendo el bienestar común que producía, el armadillo ofrecía conciertos cada noche en aquel emblemático tocón. Sin duda los habitantes del bosque eran cada vez más felices, pero el armadillo no experimentaba la misma sensación. Su bondad intrínseca, esa inusitada solidaridad que le empujaba a conceder, cada noche, conciertos a troche y moche, comenzaba a escasear.

Apenas un mes tardó el armadillo en suspender dichos conciertos. No estaba motivado, ya no obtenía satisfacción al contemplar la dicha ajena. Incluso en su último recital benéfico sintió hastío, vértigo, náuseas. En un momento dado, los adinerados tejones le llegaron a ofrecer una cuantiosa suma de bellotas y pistachos a cambio de que no cesara su benefactora actividad, pero lo rechazó con contundencia. Ni todos los frutos secos del mundo podían aplacar el odio que sentía hacia sus vecinos cada vez que sus pezuñas rozaban una cuerda de la maldita mandolina.

Al dejar de sonar repentinamente aquel instrumento, los habitantes del Bosque Simpático volvieron a su nivel estándar de felicidad, gracias a una vida apacible y feliz aunque atormentada por bellotas rancias y extremidades espachurradas. En cambio, nuestro querido armadillo ya nunca volvió a ser el mismo de antes. Aquella experiencia le convirtió en un ser austero y huraño, que vivía solo en su madriguera, un hogar oculto que deseaba con todas sus fuerzas que nadie descubriera jamás y anhelando el mal ajeno cada segundo de su existencia. Pero lo que más anhelaba, lo que más deseaba, era deshacerse de una vez por todas de aquella mandolina tan diabólicamente altruista, de aquella maligna fuente de felicidad.


sábado, 22 de marzo de 2014

viernes, 14 de marzo de 2014

Chuck & Edward


Chuck era una rata común de vertedero. Sin saber muy bien cómo, había sobrevivido a una guerra nuclear que había exterminado, entre otras bestias, al 98% de la población de aquella raza tan repugnante conocida como "humanos". En semejante entorno post-apocalíptico vivía feliz, rebuscando entre basura y excrementos y obteniendo suculentas recompensas. Sin embargo su felicidad no era plena; se sentía solo. Las diversas y caprichosas mutaciones, consecuencia de la radiación, que había sufrido le habían sustraído el apetito sexual, pero aún así necesitaba compañía. Alguien con quien chillar, con quien roer, con quien compartir el botín de media croqueta reseca de bacalao.

Un buen día, fisgoneando en la buhardilla del señor Jackson -el granjero de Arizona que, mientras éste seguía con vida, permitía a Chuck retozar en el corral de los cerdos los martes y los viernes-, vio algo que se movía. No se podía tratar de sus archienemigas las cucarachas, ya que éstas habían abandonado por aburrimiento el lugar. Un lugar que aburría hasta a las cucarachas. Como es habitual en estas situaciones, la estupefacción de Chuck le hizo volver a pasar por delante de donde había observado el movimiento. Y allí lo vió. Otra rata macho, de su misma especie, pero a sus ojos mucho más sucio y desaliñado.

Se llamaba Edward y tenía casualmente su misma edad. Era muy introvertido, sólo hablaba cuando Chuck lo hacía. Y curiosamente siempre estaban de acuerdo, por lo que congeniaron en seguida. Esta inusitada empatía, unida a la soledad y a ese ambiente tan lúgubre que los rodeaba, forjó una instantánea y sólida amistad.

Conforme pasaban los días, Chuck sentía una afinidad mayor por su nuevo amigo; eructaban con la misma frecuencia (expresada en megahercios), les gustaban las heces del mismo color, roían los calcetines de tenis casi a la misma velocidad... Por timidez jamás le preguntó su lugar de procedencia, pero comenzaba a sospechar cierto vínculo genético entre ambos. Hasta que Edward, bien por descuido, por excesiva confianza, o por algún oculto motivo, un día lo llamó hermano.

La comodidad con la que Chuck había convivido aquellas semanas con Edward se vio sensiblemente mermada. Hasta el punto en que puede estar segura una rata, sabía a ciencia cierta que él era hijo único, pero tales coincidencias superaban incluso las de un presunto hermano gemelo. No era normal. Empezaba a tener el tétrico presentimiento de algún fenómeno paranormal provocado por las radiaciones. Cada gesto que hacía, Edward lo imitaba. Cada palabra -que las cuerdas vocales de un roedor permitían pronunciar- que pronunciaba, su flamante némesis la reproducía. Estaba seguro, lo había leído (antes de roerlo) en algún libro del viejo Jackson; estaba delante de su doppelgänger.

Estaba muy asustado. Sin darse cuenta, le había invadido un ente de un mundo que los roídos libros de Física del señor Jackson no explicaban. Debía librarse de él como fuera. Así que esperó a la hora de la siesta, un momento en el que el diabólico Edward se encontraba tan bajo de defensas como él mismo, para asestarle un golpe asesino, demoledor. Acudió al rincón donde solían reunirse y allí estaba, puntual. Ese día incluso se parecía a Chuck más que nunca; bajo la luz de aquel lejano mediodía eran prácticamente idénticos. Hasta compartían la misma mirada de odio y temor. Sin mediar palabra, Chuck se lanzó hacia él con sus garras, con sus dientes, con su rabia. Edward lo imitó con un gesto absolutamente simétrico, como si se hubiera adelantado a sus intenciones, como si el sentimiento fuera compartido.

Si las impacientes cucarachas hubieran permanecido en la sucia buhardilla del señor Jackson, habrían sido testigos del ruido de un cristal romperse con vehemencia. Y de los últimos instantes de vida de una rata orgullosa y solitaria.

sábado, 15 de febrero de 2014

El Hombre Pollo


Sólo unos pocos lúcidos madrugadores, que salen de sus domicilios para cumplir con sus obligaciones aún iluminados gracias a la luna, han podido contemplar no sin dificultades su presencia. Han observado cómo una corpulenta silueta, de un perturbador color anaranjado, penetra fugazmente en las casas de aquellos osados que dejan abiertas sus ventanas. Su permanencia en la estancia apenas supera el segundo de duración, tiempo suficiente para provocar un respingo de ahogo en la desprevenida víctima y su consiguiente despertar.

Casi todas las versiones de los testigos coinciden en que el misterioso ser supera los dos metros de altura, se desplaza con una agilidad envidiable y ostenta una frondosa cresta de gallo. Por otro lado, los infelices que, debido a la (in)oportuna intervención de este personaje, han visto truncado su periplo por los brazos de Morfeo aseguran que el causante material de la interrupción de tan onírico viaje ha sido un grito agudo y gutural, inaudible no obstante para el resto de testimonios.

Este ser madrugador, este hombre pollo, es el arquitecto de nuestro primer pensamiento del día. Es el que condiciona nuestro estado de ánimo, el que nos insufla energía o desánimo, el que nos reseca el paladar tras una armoniosa y prolongada retahíla de ronquidos, el que determina la temperatura de las babas de nuestra almohada. Nos rescata de pesadillas abyectas y nos priva abruptamente del triunfal colofón de placeres a los que sólo gracias a nuestros sueños podemos acceder. Con una sutil mezcla de crueldad y generosidad, nos propina un par de bofetadas en la consciencia y nos devuelve, sin pasar por la casilla de salida, a esta cosa indefinible que llamamos realidad.

lunes, 20 de enero de 2014