viernes, 19 de junio de 2015

Los Gigantes


Por un agujero de la pared, Corey observaba aquellos dos Gigantes. No podía asomar demasiado la cabeza por seguridad, así que debía limitarse a contemplar cuatro tobillos muy gruesos y con pinta de ser el soporte de sendos cuerpos enormes, horribles y torpes. A su lado, temeroso e incapaz de introducir su cabeza por el agujero, se encontraba El Capitán. Éste era muy joven y aún no había logrado méritos suficientes durante su carrera en la milicia para alcanzar semejante rango, pero a él y a sus compañeros, especialmente a su inseparable Corey, les gustaba el apodo.

Aquella tarde ambos montaban guardia en el interior de la colosal estructura que habían construido los Gigantes, sus enemigos en la sanguinaria guerra que estaban librando. Una guerra cruel, sin cuartel, aparentemente desigual pero en el fondo muy equilibrada. Los Gigantes eran unos seres que verdaderamente hacían honor al apelativo. Eran unas mil veces mayores que ellos y, además, disponían de armas y herramientas letales. Los soldados del modesto ejército de Corey y El Capitán, en cambio, individualmente no disponían más que de su cuerpo y su astucia para intentar alzarse con la victoria. Pero tenían a su favor un factor muy importante; eran infinitamente más numerosos, en una proporción muy superior al mil a uno del tamaño individual de sus soldados. Y tenían una capacidad de reclutamiento prácticamente ilimitada.

Durante aquella semana, la misión de los dos reclutas consistía en el abastecimiento de las tropas. El edificio que tímidamente asediaban contenía una cantidad de suministros suficiente como para que su batallón no pasara hambre durante muchos meses. El único obstáculo entre la hambruna que padecían y su mitigación eran dos Gigantes que parecían no moverse de su sitio. Y allí estaban Corey y El Capitán, resguardados detrás de una pared, esperando que aquellos lentísimos mastodontes les dejaran vía libre hacia su botín de guerra.

La situación resultaba tan abrumadoramente monótona que el valeroso Corey se quedó dormido. Así que solamente El Capitán fue testigo de la súbita marcha de uno de los dos Gigantes, el más fuerte y robusto de ellos. El segundo centinela permanecía allí y el momento en el que seguiría los pasos de su compañero era todo un misterio, podía pasar otra eternidad...

Permitiéndose despilfarrar unos segundos de vacilación, El Capitán decidió, armado de valor y con la firme voluntad de aproximarse al mérito de su pseudónimo, atravesar él solo el agujero y correr hacia los depósitos de comida de aquellos monstruos. Estaba convencido de que su innato sigilo le ayudaría a que el Gigante no advirtiera su diminuta presencia. Pero estaba muy equivocado.

La titánica criatura bajaba lenta y armoniosamente la cabeza en el momento en que El Capitán pasaba entre sus pies. Éste, horrorizado, se detuvo, a merced de un pisotón que pusiera fin de manera rotunda a su descerebrada y efímera aventura. Sin saber qué hacer, cerró los ojos, esperando oir el crujido de su cuerpo como última experiencia vital. Pero, en su lugar, escuchó el alarido más agudo y horripilante que sus oídos hubieran sufrido jamás, seguido del ruido de los pasos de una esperpéntica carrera. Sin entender muy bien lo que había sucedido, abrió el ojo izquierdo, luego el derecho, y el segundo Gigante también había desaparecido.

Al cabo de unas horas, Corey y El Capitán regresaron al campamento cargados de alimentos. Fueron recibidos como auténticos héroes, especialmente el segundo, tras relatar su extraña pero portentosa hazaña. Las tropas habían recuperado la moral en una guerra que se presumía larga, eterna...

Pero sus enemigos, a pesar de la parsimonia con la que acompañaban todos sus actos, no eran tan pacientes como parecían. Pasaron unos días y Corey y El Capitán, henchidos de optimismo, regresaron al lugar de su reciente epopeya. Al asomarse por el boquete que tan bien conocían únicamente divisaron a Gigante Uno, el que primero se ausentó la última vez que estuvieron allí. No había ni rastro de Gigante Dos

De repente, Gigante Uno abandonó su metafórica garita y dirigió sus pasos hacia otra gigantesca estancia. Los dos pequeños soldados aprovecharon tal generosidad para colarse en territorio de su enemigo y seguir con su exitosa misión de saqueo. Esta vez fue Corey quien, despreciando las facilidades que sus terribles adversarios le habían concedido, fue víctima de una osada curiosidad y siguió las huellas de Gigante Uno. Encontró a éste en la habitación de al lado, delante de un panel metálico lleno de pantallas, lucecitas y botones dispuestos de manera incomprensible. Entre toda esa parafernalia informática destacaba un enorme botón rojo, que Corey descubrió justo en el momento en el que Gigante Uno lo pulsaba con ímpetu...

Una luz muy intensa se interpuso entre la mirada de Corey y aquel fatídico botón rojo antes de desmayarse.

Cuando despertó, Gigante Uno se había convertido en un montoncito de ceniza. Por todas partes no quedaba rastro de aquellos terribles Gigantes. Aquel mundo que pretendían conquistar, con esfuerzo y tesón, se lo acababan de servir en bandeja. Habían ganado la guerra de manera merecida por la estupidez de un adversario que se había autoliquidado.

Comenzaba la Era de Corey, de El Capitán. La Era de las Cucarachas.

sábado, 6 de junio de 2015