sábado, 13 de julio de 2013

viernes, 5 de julio de 2013

La Extinción de los Dragones


Hace miles de años, en la lejana región de Parafernalia, los dragones existían.

Criaturas enormes, majestuosas, muy poderosas pero de una inconmensurable bondad, convivían con los humanos, seres diminutos e inofensivos, a los que respetaban y protegían con lealtad de amenazas externas. La generosidad de los dragones era prácticamente infinita y los humanos que vivían bajo su custodia no alcanzaban el pleno bienestar únicamente por absurdas e (in)evitables disputas internas. Pero todo tiene un precio, y este equilibrio se mantenía gracias a unas insignificantes exigencias de los dragones, una especie de impuesto o tributo: el sacrificio de una doncella virgen una vez al año.

La felicidad que los dragones proporcionaban a la comunidad compensaba con creces este pequeño esfuerzo anual. Mediante un escrupuloso (y realmente fatídico) sorteo ante notario, una joven era seleccionada para servir de condimento en los más suculentos manjares de aquellos gigantes reptiles alados. La agraciada era, por este orden, descuartizada, rallada y picada en diminutas porciones, con el fin de sazonar alegremente los mamuts, krakens y catoblepas que los nada vegetarianos dragones almorzaban. Un trato, algo gore, pero indudablemente justo.

Sin embargo, este feliz equilibrio se vio truncado inesperadamente cuando del bombo salió la bola de la princesa Rübensinda, hija del rey Rettich. Los dragones, con su magnificencia y espíritu equitativo, no discriminaban entre las distintas castas sociales a la hora de proponer candidatas para aquel gastronómico sacrificio. Aunque no hicieran alarde de su ventajosa posición, ellos eran los que dirigían el cotarro; el rey Rettich no era más que un mero funcionario. No obstante, a éste no le hizo demasiada gracia imaginar a su hija aderezando las ingestas de aquellos monstruos.

Sirviéndose de su concedida autoridad (y con la inestimable ayuda de una considerable suma de doblones de oro), convenció al bravo caballero Blumenkohl para dirigir un ejército que diera caza y liquidara a aquellos godzillas abyectos. Por haber vivido bajo el amparo de éstos, dicho ejército nunca tuvo oportunidad de mostrar sus beligerantes habilidades, por lo que el éxito de su misión, exterminar a los dragones, estaba sumido en el más profundo de los océanos de dudas.

Pero los dragones no tenían ganas de pelear. Disfrutaban tanto de la felicidad de los humanos como del sabor que las partículas de las muchachas proporcionaban a sus platos. Como advertencia, fulminaron con un ligero toque de soplete a los soldados de Blumenkohl, dejando a éste terriblemente maltrecho para que pudiera convertirse en heraldo de su poder, y marcharon lejos. Lejos, pero no demasiado...

Porque los dragones no podían vivir sin humanos. La necesidad de custodiarlos era mayor incluso que el placer de degustar aquellos catoblepas pertinentemente condimentados. Pero, dada la actitud hostil mostrada por sus inconscientes esbirros, un regreso pacífico y triunfador se antojaba inconcebible. Así que, apelando a su magia y renunciando a la capacidad de protegerlos mediante la fuerza, adoptaron una solución que les permitiría vigilarlos, controlarlos y advertirlos. Todos los dragones redujeron considerablemente su tamaño, su piel se recubrió de pelo, las orejas se volvieron puntiagudas y en el hocico brotaron unos bigotes. Sus ojos, además, se adaptaron para la visión nocturna.

Desde entonces, los dragones coexisten con nosotros con esa apariencia. Han dejado de exhalar fuego por la boca para dedicar su tiempo a cazar ratones; roedor, dicho sea de paso, avatar de otro sempiterno enemigo del ser humano. Aunque eso mejor lo dejamos para otro cuento.