viernes, 8 de abril de 2011

La última parada está en el nuevo barrio

Preparando ¿? el relato para el concurso de mis queridos TMB's de este año, me he dado cuenta de que el año pasado no lo publiqué en este humilde blog. Para paliar la escasez de entradas y como encomiable intento de captar inspiración, lo publico ahora.

Era demasiado tarde y llegaba tarde a la cita. Por fortuna, divisé cómo un autobús de la línea 77 se acercaba a la parada poco después de que yo me plantara allí. Mi cita era cerca del Port Vell y, a pesar de que nunca había utilizado esa línea, tenía entendido que atravesaba la zona. Así que, sin tener constancia de dónde debía apearme exactamente pero apremiado por el tiempo, procedí a no desaprovechar mi buena ventura y subir al vehículo sin dudar un instante.

Casi resbalo nada más poner el pie sobre el primer escalón de acceso; éste se encontraba forrado por una extraña tela antideslizante a la que no di más importancia que la que merecía la paradoja experimentada de un casi-resbalón sobre una superficie cuyo único propósito era evitarlos. Y como los cambios y conatos de mejoras en la funcionalidad y el diseño de los vehículos eran frecuentes, en seguida olvidé el levemente inestable inicio del viaje. Cancelé religiosamente mi T-10 de 9 viajes restantes y escruté el interior en busca de la ubicación óptima.
Nada más sentarme, me percaté de la elevada humedad en el ambiente. Mi percepción fue acentuada por el sofoco que acarreaba a causa de las prisas. El resto del pasaje, una media docena de personas, estaba rigurosamente quieto, casi hierático. Me sentía inquieto, tenía como un extraño presentimiento.

Instantáneamente decidí sacudirme esos demonios y contemplar el paisaje nocturno barcelonés, con el fin de relajarme y disfrutar unos minutos del trayecto. La vida transcurría sin sobresaltos por el Paralelo: una limusina amarillo limón y un usuario del Bicing con su chihuahua de paquete fueron las únicas estridencias del escenario.

Llegó el momento crucial, en el cual los niveles de estrés volvieron a dispararse. Nos acercábamos al puerto y no tenía ni la más remota idea de dónde estaba mi parada. Tenía dos alternativas: el defecto o el exceso. Opté por la segunda opción, es decir, decidí esperar un tiempo prudencial dentro del autobús y examinar el lugar donde se bajaran los pasajeros que lo hicieran. Este tiempo prudencial se prolongó de manera preocupante, y mi preocupación se iba agravando mientras veía que ningún pasajero hacía ademán de solicitar parada.

De repente, miré por la ventana y me di cuenta de que no conocía la calle por dónde circulábamos. Cansado de especular, llegué a la conclusión de que era mejor apearse en ese momento y moverme por las calles libre de rutas preestablecidas. Pero no me dio tiempo a pulsar el botón de solicitar parada, alguien se me adelantó. Un anciano de tez pálida se levantó de su asiento reservado y se situó junto a la puerta. Yo también me incorporé y me puse a su lado. Había algo en él que me resultaba incómodo; era la misma sensación anterior, difícil de explicar, y que también sentía hacia el resto de pasajeros que todavía se encontraban en el interior. Ese leve desasosiego se convirtió en estremecimiento cuando dirigí la mirada hacia aquel hombre. Pude contemplar perfectamente cómo unas branquias destacaban en los flancos de su arrugado cuello. Miré hacia todas direcciones horrorizado: una señora emperifollada tenía escamas en su cara y brazos y un adolescente con rebelde acné era un perfecto palmípedo. Con un espanto extremo, miré por la ventana para buscar un entorno reconocible como tabla de salvación, justo en el momento en el que las calles se cubrían de agua, peces y algún que otro batiscafo….

Así que éste era el nuevo barrio de Barcelona. Cerquita del puerto. Ni que decir tiene que llegué tarde a la cita. Y todo por no sospechar nada cuando me subí a aquel diabólico autobús de la línea 77 y vi al chófer con escafandra.