viernes, 26 de abril de 2013

La Teta Furtiva


De nuevo en el ascensor.

Harvey detestaba aquella nefasta posibilidad de socialización, especialmente tras la última remodelación del aparato, que incorporaba la provechosa y ecológica opción de ir recogiendo pasajeros si el sentido del trayecto lo permitía. En el caso de Harvey, cuya intención era bajar desde la planta quince hasta la cero, era altamente probable que alguien, más tarde o más temprano, fulminara sus expectativas de un viaje tranquilo y, sobre todo, en solitario.

Sus temores pronto se vieron funestamente satisfechos. Nada más comenzar el periplo, cuando el misántropo deseo de no tropezar con ningún humano apenas germinaba, el ascensor se detuvo en la planta catorce. Harvey confió en que el chasquido de desaprobación que instintivamente exhaló no hubiera llegado a los oídos de la persona que accedía parsimoniosa al interior de aquella caja infernal. Por cortesía y, principalmente, porque esa persona era una joven muy atractiva.

Debía de ser nueva en aquel inmueble puesto que Harvey no recordaba haberla visto. Cierto es que no socializaba mucho con el vecindario, pero semejante presencia sin duda hubiera hecho un confortable hueco en la buhardilla de su memoria. Su protocolario saludo de acceso (también conocido como "hola"), una mezcla de jovialidad y timidez, unido a la exhibición de una dentadura que rozaba la perfección, rebajó la tensión y el hastío de Harvey.

De repente, esa tensión ya domesticada acudió rauda de vuelta al sistema nervioso de Harvey. El contacto visual hacia aquella chica, en primera instancia dirigido a los ojos y a aquella deliciosa sonrisa, se trasladó rápidamente, apenas alcanzada la planta trece, hacia otro elemento muy destacable de su anatomía: sus pechos. La frágil blusa que la cubría dejaba al descubierto ciertos ángulos insólitos, de gratísima visión para el susceptible Harvey pero de dudosa voluntad exhibicionista de la muchacha.

Recorrían la planta once cuando la primera gota de sudor se precipitaba por la sien de Harvey. Normalmente, en un trayecto tan (relativamente) largo, la incomodidad dictaba sus normas en aquella reducida estancia y apelar a la trivialidad de la meteorología era síntoma evidente de la inquietud del silencio. Estadísticamente, la alternativa más elegida por Harvey en estas situaciones era ese venerado silencio. Pero no podía dejar de centrar su atención en lo que asomaba entre los pliegues de aquella maldita blusa; un regocijo para su retina con una ética implícita de dudosa calaña. Planta nueve.

Entre la planta nueve y la ocho, su intensa concentración le permitió advertir el perímetro de un perfecto pezón. Las escasas décimas de segundo entre planta y planta se le hacían a Harvey a la vez grata y condenadamente largas. No era asunto suyo, pero tras su (relativamente) fatal descubrimiento no podía permitir que aquella chica sufriera vergüenzas y vejaciones una vez aterrizado en la planta baja. Cruzaban la planta siete cuando el dilema moral azotó al pobre Harvey. Debía prevenirla? O bien, blandiendo la lanza del malpensamiento, su intención de mostrar más allá de la cuenta era lo que provocaba aquel alegre alarde anatómico?

La vergüenza que solía atormentar a Harvey, incluso en situaciones donde él se erigía como el líder del ascensor, jugaba contundentemente en su contra. En el hipotético caso de que la chica mostrara buena parte de sus pechos simplemente por descuido, hacerle cualquier mínima observación era un tema extremadamente delicado. Estaba dispuesto hasta a renunciar durante el resto del viaje a un bello (y probablemente irrepetible) espectáculo con tal de comportarse como un caballero.

Mientras se debatía con el ángel y el diablo que le susurraban al unísono, en la quinta planta el pezón asomó un milímetro más. El automático respingo ahogado de Harvey hizo que la chica dirigiera la mirada hacia él, lo que le obligó a rápidamente a corresponderle. La sonrisa de inocencia que ella le dedicó le indujo a pensar en dos posibilidades: que él, fatalmente, no era el objetivo de sus provocaciones, o bien que realmente aquella generosa manifestación corporal era puro accidente. Cuando ya no podía transpirar más, cuando las piernas le temblaban y los balbuceos hacían cola para salir por su garganta, en la segunda planta la muchacha se dio cuenta por fin de hacia dónde se dirigía la pavorosa mirada de Harvey. Con un gesto de extrema vergüenza y un destacable sonrojo se tapó el pronunciado escote. Y con una mezcla de bochorno e indignación procedió a abrocharse el díscolo botón que había desencadenado aquel involuntario espectáculo.

El angustioso dilema de Harvey había concluido sin necesidad de una intervención por su parte. Y con un final relativamente satisfactorio. Pero al llegar a la planta baja, la rudeza de la despedida de aquella exuberancia hecha mujer le hizo sentir como un depravado. Y le incitó a seguir deseando no compartir trayectos de ascensor con nadie. Ni con la mejor de las compañías.

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