martes, 29 de agosto de 2017

A la séptima va la vencida


Considero éste un buen momento -un día después de visionar el último capítulo de la penúltima temporada- para actualizar mis impresiones sobre la serie de la HBO Juego de Tronos. Son ya siete años, que se nos hubieran pasado sin apenas darnos cuenta si no fuera por la evidente e inevitable transición de la infancia a la edad adulta de alguno de sus actores/actrices. Y eso, supongo, no es mala señal.

Porque, sin ser la mejor serie de la Historia, las elipsis entre temporadas se hacen demasiado largas. Por diversas circunstancias que no vienen al caso, es la única serie de la actualidad que no veo del tirón. Mi cultura seriéfila se ha consolidado gracias a la posibilidad de poder ver un capítulo y, si me apetece, el siguiente a continuación, a través de inicialmente copias de seguridad y, en la actualidad, mediante plataformas de televisión de pago como Netflix o la misma HBO. Incluso en aquellos casos de emisión y/o publicación semanal, rara es la vez que veo una serie cuya última temporada pendiente a la que tengo acceso no está completa. Esa rara vez sucede con Juego de Tronos.

Como he dicho, no es la serie perfecta. A lo largo de las seis primeras temporadas se suceden capítulos con momentos épicos, de los que te dejan boquiabierto, con otros de mayor tedio. Y en parte tiene su lógica, ya que abarcar todo lo que se pretende abarcar tiene su coste en términos de necesidad de aclarar conceptos, explicar tramas, dar respiro a personajes y espectadores, etc. El principal defecto es que la historia se desarrolla en un escenario demasiado grandilocuente y, o bien estás extremadamente atento, o tienes el apoyo de los libros en los que, al menos en los comienzos, se basa el guión, o tienes el tiempo disponible para repetir el visionado de capítulos y captar detalles rebeldes pero cruciales, o bien sacrificas la asunción de esos detalles, de esas piezas del rompecabezas, en pos de avanzar en la trama principal. Mi caso es éste último.

Todo esto se ha revertido hasta cierto punto en esta última temporada. Ha habido muy buenas en general, pero no recuerdo ninguna que me dejara un nivel de satisfacción tan alto a nivel global como esta séptima. Posiblemente el motivo sea tan simple como, valga la redundancia, la simplificación. Se ha reducido notablemente el número de personajes, unos por haber recibido la visita de la Parca y otros abandonados en el ostracismo del desinterés. El hecho de concentrar la atención precisamente en los que nos resultan más conocidos -de los cuales incluso somos capaces de recordar el nombre- ayuda a seguir la trama, también mucho más desenredada. He podido leer críticas negativas a esta sutil metamorfosis, que puedo entender pero no compartir. Porque prefiero la diversión que me ofrece un producto directo, de magnífica factura, con escenas brillantes y momentos de impacto, al agobio de naufragar entre topónimos que me cuesta distinguir, unido a la sensación de estar infraconsumiendo un relato interesantísimo por el hecho de no haber leído los libros.

Tampoco hay que olvidar que esta diligencia en la sucesión de acontecimientos se debe a que la serie prácticamente termina ya. Han sido muchos años -fuera y dentro de la pantalla- de preparación para un conflicto entre partes diversas, humanas la mayoría, pero también no humanas y pseudohumanas, y, sinceramente, ya tenía ganas de su resolución. No porque no esté disfrutando de la serie y quiera que termine, sino porque, como se ha demostrado en otros casos, alargar el número de temporadas en exceso, dando vueltas sobre dragones, resulta tremendamente perjudicial para cualquier historia y más para una de este calibre.