jueves, 1 de abril de 2021

La Penúltima Verdad


La Tercera Guerra Mundial ya está aquí. Otra vez. Y esta vez es mucho peor, porque la están librando ejércitos de robots en una superficie terrestre devastada, al más puro estilo Terminator, mientras los humanos restantes sobreviven sin ningún atisbo de esperanza en unos tanques subterráneos, dedicándose casi exclusivamente a la fabricación de esos suicidas robots combatientes.

A pesar de todo estamos en el futuro, uno no muy, muy lejano, pero lo suficientemente avanzado para Philip K. Dick cuando publicó su novela La Penúltima Verdad en 1964. Y en este futuro no todo son malas noticias; de hecho, existen los artiforgs, órganos artificiales que reemplazan de manera extremadamente eficiente los órganos humanos dañados, prologando así la vida del individuo receptor y, si las condiciones externas fueran propicias, mejorando la calidad de la misma. Como toda buena noticia difícilmente se ve privada de la compañía de una mala, estos artiforgs son casi un mito y la posibilidad de que alguien tenga acceso a uno es una quimera absoluta. Y para los habitantes de un tanque subterráneo, una quimera absoluta al cuadrado.

Sin embargo, Nicholas Saint-James, el valeroso director del refugio Tom Mix, no está dispuesto a dejar que su anciano pero valioso ingeniero-jefe fallezca, así que decide salir a la superficie con la temeraria misión de encontrar un páncreas postizo.

En esa superficie, el contexto socio-político no es el que creían, o el que les hacían creer a, los habitantes de los tanques subterráneos. La guerra fría ha terminado hace años y para lo único que ha servido -si las guerras sirven para algo- es para procurar una vida llena de lujos y ostentaciones a los residentes del mundo exterior. Los robots fruto de la esclavización de los moradores de los tanques-hormiguero sirven de albañiles o de escoltas a los magnates que dominan la corteza terrestre. Todo es una farsa.

Pero no todo es felicidad para estos crápulas super-terrestres(1), también tienen sus problemillas. Existen intereses comerciales y, sobre todo, egocéntrico-políticos, que generan ciertas rencillas que desembocan en conspiraciones y tramas de calaña dudosa. Si en los mundos subterráneos viven, sobreviven y se desviven para proveer de robots a la superficie, en este mundo geológicamente superior, saludable por fuera pero podrido por dentro, la actividad principal consiste en crear un aparato propagandístico a través de líderes virtuales difundiendo noticias falaces que mantengan a raya a los pobres y confundidos espectadores de esa especie de caverna de Platón que son los terribles tanques subterráneos.

Estas zancadillas entre defensores del establishment, como el desagradable Stanton Brose, y empresarios filántropos como Louis Runcible, especialmente del primero hacia el segundo, son las que desencadenan la revelación del auténtico líder espiritual, y también virtual, de esos refugios subterráneos. Un líder, pero también funcionario e indio cheyenne, con una accidental capacidad para viajar en el tiempo.

De nuevo Philip K. Dick nos presenta una novela coral, con varios personajes que aparentan ser el protagonista, cada uno en determinado pasaje. Algo que resulta muy enriquecedor, pues provee al lector de diferentes puntos de vista, algunos de los cuales, aunque alejados contextual e ideológicamente, conservan mucha relación. Las escasas pinceladas que se puede permitir en una historia de esta extensión, no muy longeva, son absolutamente suficientes para definir a estos personajes, que tienen nombre y apellidos, nacionalidad, estado civil y casi ideología política, y para generar una empatía, no muy cercana, pero eficaz.

Aunque durante la lectura vamos viajando de un lado para otro -no sólo de costa a costa de los Estados Unidos, sino que llegamos a Suiza, a Sudáfrica o incluso a una apócrifa Unión Soviética-, y vamos rozando muchos planteamientos que no llegan a consolidarse, la idea principal de la novela es la manipulación propagandística. Y hace alarde de ello, al mostrarnos en episodios relativamente intrascendentes cómo se tergiversan vídeos, testimonios de momentos históricos, con actores que luego, casualmente o no, en giros argumentales que sinceramente agradecemos, resultan trascendentes para la trama.

No deja de ser un 1984 pero al Philip K. Dick style. Más pequeñito, menos cruel, menos trascendental, más frívolo.



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(1) El prefijo "super" en este caso significa "encima de", en referencia a la localización geográfica de estos personajes en el globo terrestre. Nada que ver con superpoderes, ni superhombres, ni supermujeres.

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