martes, 14 de abril de 2009

El viejo que sólo comía garbanzos

Hace poco me vino a la memoria una historia que me contaron cuando era un crío, un recuerdo producto de uno de esos chispazos de pensamientos aparentemente aleatorios que resucitan del sepulcro más profundo de nuestro subconsciente.

El protagonista de esa historia era un viejo, se podría decir, paradigmático. De esos con arrugas en las arrugas, ojos vidriosos, manos esqueléticas y aversión a la dentadura postiza. De los de boina con rabillo, bufanda con pelotillas, contundente cayado y perennes zapatillas de cuadros. Un viejo tan viejo que haría florecer la pubertad en el mismísimo Matusalén y que vapulearía sin miramientos y culturalmente hablando al propio Diablo en cualquier concurso televisivo.

Más allá de las proezas, magníficas sin duda, que hubiera alcanzado el hombrecillo durante su longeva existencia, el rasgo que más destacaba en él y que, sinceramente, fue el que grabó con láser en el DVD (ahora convertido en mísero CD con el paso de los años) de mi memoria fue su estrafalaria dieta. Todo un universo de sabores por descubrir y que su salud, frágil en apariencia pero robusta en esencia, no le impedía disfrutar, era absolutamente despreciado por el viejo. Los hedonistas argumentos con los que defendía su actitud eran irrefutables. Estaba convencido de que ni los más selectos manjares de los seis continentes le proporcionarían un placer tan sublime como el que le daba la degustación de garbanzos cocidos. Y su testarudez, exoesqueletizada en un cráneo forjado y fosilizado con el paso de las décadas, constituía un escudo insalvable para los promotores de nuevos y flamantes sabores.

Poco importaba que don Senén, el dueño del colmado, intentara disuadirlo al subir el precio de dichas legumbres. El viejo era feliz comiendo garbanzos y, mientras su pensión se lo permitiera, seguiría consumiéndolos. En ocasiones debía pasar serias dificultades para poder comprarlos, ya fuera debido a una deficiente producción en el sector o simplemente a la crueldad de don Senén. Sin embargo, la devoción del anciano por sus legumbres favoritas era de tal magnitud que le empujaba a desarrollar métodos alternativos para obtenerlos, como la cosecha propia, o para lograr ingresos adicionales a su modesta pensión, los cuales obviaremos.

El caso, y la moraleja tal vez, es que el encomiable esfuerzo del viejo que sólo comía garbanzos es un ejemplo de lucha por conseguir nuestros deseos y que éstos pueden satisfacerse a pesar de que otros intenten convencernos de lo contrario, de que las condiciones del entorno sean adversas o de que directamente nos obstaculicen en el camino hacia ellos.

En su momento, no comprendí la extraña y casual evocación de semejante historia. Tras breves instantes de trivial reflexión, la asociación de ideas se tornó evidente.

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