sábado, 10 de febrero de 2018

La gracia del chiste


Hace muchos años, cerca del 2077 d.C., existía la profesión de payaso, el vestigio de un antiguo oficio que consistía en hacer reír a un público inconsciente pero abiertamente predispuesto a ello. Desde los albores de la civilización, en toda sociedad siempre había habido alguien, profesional, amateur o esclavo, dedicado a esa tarea, que la convertía en una necesidad imperiosa para la evolución cultural.

En 2077 aún quedaban reductos de esa profesión. Los primeros videolibros recogen algunos aspectos de la vida de Pocho, uno de los últimos payasos que se recuerdan y cuya biografía supone el mejor ejemplo de las causas de la extinción de estos humoristas y del sentido de humor como se conocía entonces.

Pocho era un payaso de la llamada Escuela Clásica, de los que escribían sus notas con bolígrafo verde y bebían a morro del botijo. Su vida personal era una auténtica tragedia, pero eso no impedía que siempre intentara optimizar su ingenio en su labor de hacer un poco más felices a los demás. Pero en esta empresa tenía un serio problema; su ingenio era tan elevado que el sentido de humor derivado de él era inaccesible para la mayoría de receptores de sus gracias. Analizados con los filtros adecuados, sus chistes tenían objetivamente mucha gracia, pero el abuso del doble sentido, unido a su neutra reputación y su escasa conexión con el público le privaban de aportar los matices necesarios para que su obra pudiera ser disfrutada en su plenitud.

La consecuencia más cruel de la desesperante improductividad de su desempeño fue verse obligado a explicar sus chistes, aportando a regañadientes el susodicho filtro, la interpretación relativamente retorcida que incluso suponía un valor añadido al ingenio de sus chanzas. Naturalmente, el hecho de desvelar a posteriori el doble sentido o el juego de palabras constituyentes de la broma desvirtuaba por completo su trabajo. Cumplía con su contrato, pero no al nivel de excelencia que su talento prometía.

Para evitar ese tipo de humillaciones comenzó a rebajar el nivel intelectual de sus chistes. Éstos se volvieron más simples, más directos, con referencias indisimuladas a la escatología o a la burla de personajes famosos. Y así mejoró su reputación, en cierto sentido. Pero Pocho, en su labor de procurar la felicidad a los demás, con este cambio de rumbo era menos feliz. Le daba la sensación de que lo que estaba haciendo podía hacerlo cualquiera. Y efectivamente luego resultó que así era.

En una sociedad con una comunicación prácticamente neuronal, bromas de otros autores parecidas a las que Pocho inventaba a desgana circulaban entre los cibercerebros de todo el mundo. Chistes fáciles y chabacanos, en el subsótano del nivel de los de Pocho, eran cada día, cada minuto, la sensación del momento. Y triunfaban, la gente los adoptaba con júbilo, lo que generaba pingües beneficios a sus poco talentosos autores.

Probablemente la sociedad era más feliz con este nuevo sentido de humor pero los payasos de la Escuela Clásica, como Pocho, habían perdido su función en esa estructura social; sin la motivación de proveer risas ajenas, su vida carecía de sentido. Tras muchos años de descorazonador camuflaje entre advenedizos del chiste fácil, Pocho optó por retirarse. En su nota de suicidio dejó un mensaje envuelto en un sarcasmo tal que, a día de hoy, 717 años más tarde, nadie ha conseguido descifrar.

Un chiste que ¿afortunadamente? nadie jamás podrá explicar.