sábado, 18 de marzo de 2017

Soy Leyenda


No resulta muy osado afirmar que Richard Matheson plasmó en Soy Leyenda el génesis de vampiro moderno, de la misma manera que Bram Stoker creó el vampiro clásico a través de su Drácula. Desde su publicación en 1954, se ha utilizado este híbrido entre vampiro y zombi en numerosas ocasiones, especialmente en el cine. Son muertos que han vuelto a la vida a los que también les repele el ajo y las cruces (a algunos), pero que atacan en manada y están desprovistos de la elegancia victoriana del alter ego de Vlad el Empalador. Por si no fuera suficiente, esta novela -no demasiado extensa, lo que incrementa el mérito- también nos muestra otro tipo de criatura, no estrictamente vampírica pues sigue viva, infectada por una bacteria que le ha robado la humanidad (en minúscula) y le ha dotado de fuerzas y debilidades similares a las de los vampiros. Por esta razón resulta difícil distinguir unos de otros.

Y hay un tercer humanoide en esta historia. Humano y único. Robert Neville, nuestro héroe. Un hombre anclado en una rutina estricta y forzada por la necesidad de supervivencia, al que la única compañía es la soledad y los trágicos recuerdos de un pasado junto a su familia. Ah, y los vampiros que por la noche asedian con golpes, gritos y provocaciones el búnker en el que ha convertido su antiguo hogar. A pesar de los terribles peligros del exterior, la sensación de protección de Neville en el interior de su casa es suficiente para que ningún monstruo le resulte una amenaza, y necesaria, junto a la música provista por un viejo tocadiscos y unos cuadros mostrando paisajes anhelados, para mantener la cordura.

Porque durante la mayor parte de la novela, los vampiros suponen sólo el contexto de una historia que transcurre principalmente en la mente de Neville. La soledad extrema en la que vive durante el día le invita a pensar mucho y a recordar tanto que el alcohol que ingiere no es suficiente para aplacar pensamientos tan dolorosos como la pérdida de su hija y su esposa. La novela se estructura a partir de las diferentes fases por las que atraviesa el protagonista: soledad y apatía, desesperación y alcohol, añoranza, esperanza, lucha... y rendición.

Durante demasiados años, Neville divide su rutina diaria en dos tareas principales: por un lado, la más importante, reforzar el búnker de su casa, sustituyendo los espejos que las criaturas han roto durante el asedio nocturno y reemplazando ristras de ajos, entre otros trabajos de mantenimiento; y por otro lado, intentar la reconquista de su territorio liquidando vampiros mientras éstos están durmiendo. Ninguna de las dos tareas cambiará a corto plazo su situación, pero al menos aumentará la probabilidad de "disfrutar" de un día más de existencia.

Lógicamente, en este contexto el estado de ánimo de Neville se convierte en una auténtica montaña rusa. Y tras unos días de desesperación y de estar a punto de arrojar la toalla, su voluntad resucita y empieza a plantearse ciertas cuestiones con una inusitada racionalidad. El hecho de que los vampiros huyan del ajo, de los espejos, de los crucifijos... debe tener una explicación científica. Y, con su escaso bagaje académico, comienza a leer, a aprender, a investigar. Y se da cuenta de que algunos mitos, como el del ajo, se explican gracias a un análisis de la bacteria que ha provocado semejante cataclismo. y otros, como la aversión a los crucifijos, simplemente derivan de un componente subjetivo y de fanatismo religioso. Las conclusiones a las que llega tras su encomiable esfuerzo indagador resultan ciertamente estériles.

La soledad perenne que lo envuelve, aderezada por estos infructuosos resultados en la búsqueda de una solución pragmática a su problema y al de la Humanidad (en mayúscula), le conduce de nuevo a una depresión que parece definitiva. Sin embargo, de repente, surge un pequeño estímulo que lo mantiene a flote; un perro temeroso, esquivo, enigmático, se convierte en su nuevo centro de atención y, en definitiva, en una razón para seguir luchando. Tras observar su conducta y tratar de ganar su confianza durante muchos días, Neville consigue acceder al animal. Pero éste resulta estar contagiado, como no podía ser de otra manera dada su larga exposición al corrupto mundo exterior, y finalmente muere en uno de los episodios más desgarradores de la novela.

Días más tarde, en esta racha de encontrar otros seres vivos diurnos, Neville encuentra lo que cree ser una mujer. La persigue, con la mezcla de esperanza y desesperación que le ha acompañado durante los últimos años, y cuando consigue alcanzarla y convencerla, la sospecha preside su relación hacia ella. Efectivamente, ella está infectada, es una de esos neovampiros que lo acosan por las noches pero evolucionada, más cuerda y civilizada que aquellos seres. Pertenece a una nueva especie pseudohumana, no necesariamente ni genéticamente superior a la humana a la que aún pertenece Neville, pero sí demográficamente más numerosa. Gracias a eso se han adueñado del planeta y son conscientes de que nuestro protagonista es probablemente el último vestigio de una raza que dominó la Tierra durante siglos.

Por eso deben eliminarlo de manera inevitable. Algo que Neville asume con frialdad y resignación. Porque podrá descansar y poner fin a la tortura en la que se convirtió su vida desde que enterró con sus propias manos a su mujer. Y porque pasará a la historia como el último de su especie, de una especie biológicamente débil pero insólitamente prodigiosa. Porque será leyenda.