sábado, 14 de junio de 2014

El funcionario Judas


Trabajar como funcionario tenía muchas ventajas, pero también muchos inconvenientes; una vida laboralmente tranquila y con completa estabilidad suponía un precio a pagar demasiado elevado. Las duras pruebas de oposición al puesto, que Judas Treulosziege había tenido que superar, eran prácticamente una propina miserable en la cuenta que le tenían preparada sus mefistotélicos empleadores.

La función principal del funcionario Judas, papeleos varios y obvios aparte, era la de conducir a las demás bestias de su comarca a la finalidad de su existencia, a su puesto exacto en la cadena (generalmente alimenticia) de aquella estructurada sociedad. Atraídos por el buen hacer y la dialéctica de Judas, los miembros de la Comunidad Ovina seguían sus pasos sin pensárselo dos veces, consolidando sin darse cuenta el cliché del borreguismo. En el proceso acudían a un edificio muy siniestro del cual, paradójicamente, Judas salía con una espléndida sonrisa en el rostro que animaba a sus congéneres a imitarlo. Cuando estos atravesaban el lugar no corrían la misma suerte, pues jamás lograban completar el itinerario de aquel guía tan simpático que les habían asignado. El recinto en cuestión era -como habrán deducido- un matadero, del cual salían unos alaridos de muerte y desesperación que atormentaban las entrañas del aparentemente apacible trabajador del Estado.

A pesar del sufrimiento infinito de Judas, aquel vil negocio seguía creciendo. Ya no eran sólo cabras y ovejas las víctimas de su forzosa traición; cerdos, patos, avestruces, e incluso algún caballo, eran convencidos para cruzar aquel auténtico corredor de la muerte. Judas no podía soportarlo más, el implacable mazo de la conciencia le aporreaba las sienes con más fuerza cada día que pasaba.

Ya había tenido suficiente. Disfrutaba de un sueldo respetable y de una vida cómoda y segura, pero el hecho de ser testigo día tras día de aquel sufrimiento ajeno superaba el umbral de su resistencia. Estaba completamente hundido, así que tomó una determinación, una decisión, con pocas probabilidades de éxito, que arriesgaría esa vida tan confortable pero que sin duda lo liberaría de aquella pasiva condena. Decidió que en su siguiente turno advertiría, disimuladamente o como pudiera, a sus próximas víctimas de hacia qué fatídico destino les estaba guiando.

Le tocó trabajar el jueves por la mañana; desde hacía dos semanas, el jueves era el día de recolección de matería prima para la fabricación de calzado, un sector en alza. El matadero se llenó de serpientes, caimanes y cocodrilos, todos distribuídos religiosamente en filas gracias a la promesa de una suculenta (pero falaz) recompensa. Judas fue asignado a la fila de los cocodrilos jurásicos, unos reptiles mastodónticos cuyos dientes afilados resultaban legendarios.

No podía, ni deseaba, echarse para atrás en su revolucionario plan, así que aprovechó un momento en que su supervisor alertaba a una boa constrictor de la fila de al lado sobre los efectos perjudiciales del tabaco para acercarse al líder de aquellos gigantescos cocodrilos y comunicarle lo que les iba a pasar si seguían sus instrucciones. Aquel macho alfa de tres metros, en aquel momento plantígrado además, lo comprendió inmediatamente y, para proteger su huida y la de su grupo, atacó al primer componente de su insospechado y recién creado grupo de enemigos que se interpuso en su camino.

Judas Treulosziege falleció dos horas más tarde, por graves heridas de garra de reptil en cuello, tórax y rabadilla. Los que lo vieron exhalar su último aliento comentaron que su rostro esbozaba una enigmática sonrisa. Pero lo que más importaba era que, por culpa de su torpeza, aquel día se fabricaron cuatro pares de zapatos menos.

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