sábado, 7 de septiembre de 2013

Amigas de lo ajeno

A Calais Rupérez le llamó la atención el porte tan distinguido del indigente que pedía limosna en la puerta de aquel supermercado de la cadena Strofiades. Los típicos harapos que le ataviaban no impedían a cualquier transeúnte distraído fijarse en la incongruente regularidad de su barba y la firmeza de su mirada.

La curiosidad aporreó la puerta del cerebro de Calais Rupérez y le obligó a interactuar con aquel enigmático individuo. Cuando se acercó, pudo observar la extrema delgadez de su anatomía, en un estado como si hubiera permanecido varias semanas sin probar bocado. A decir verdad, la determinación en los ojos de aquel mendigo compartía habitación con un deseo alimenticio insatisfecho.

En ese momento, el resorte de la compasión se activó en los nada enrevesados engranajes de la moral de Calais Rupérez y, sin prometer formalmente nada al mendigo, accedió al interior del establecimiento con la intención de comprar algo que aquel buen personaje pudiera llevarse a la boca. Una lata de anchoas, una bolsa de anacardos y un brik de zumo de pera, todo de la marca más barata, fue su definición de manjar ideal para aquella situación de emergencia. Tras derrotar a un par de trolls y a una hidra multicéfala en la cola de la caja, salió risueño y orgulloso del supermercado dispuesto a completar su pequeña misión humanitaria.

La cara de espanto con la que lo recibió el mendigo dejó a Calais Rupérez estupefacto. Antes de aceptar aquella dádiva, miró nerviosamente alrededor, como si presagiara la llegada de algún infortunio. Finalmente, en parte como recompensa al generoso gesto de Calais Rupérez, el pobre hombre habló y despejó algunas incógnitas de aquella misteriosa ecuación.

Su nombre era Fineo y, de una manera poco sorprendente, procedía de los Balcanes (aunque él lo seguía llamando, con cierto acento nostálgico, Tracia). Afirmaba ser rey, con un orgullo que no resultaba incompatible con un diagnóstico de esquizofrenia, y aseguraba que su situación actual se debía a un castigo impuesto por los Dioses. El malvado castigo consistía en tres seres monstruosos que acudían velozmente cuando detectaban que se disponía a comer para robarle el alimento o, en su defecto, defecar sobre el plato para hacerlo incomible.

Dadas las circunstancias, de ser ciertas, era lógico que Fineo pasara hambre. El exiliado rey, viendo el escepticismo de Calais Rupérez, optó, tras un suspiro de resignación, por poner de nuevo a prueba el mecanismo de aquel castigo divino y procedió a abrir la lata de anchoas baratas. Unos graznidos terroríficos acompañaron casi al unísono al leve chirriar del abrefácil de la lata...

La primera en llegar fue Ocípete, haciendo alarde de su velocidad sin parangón. Una ráfaga de viento precedió a la llegada de Aelo y, por último, tras fundirse casualmente las farolas de aquella parte de la calle y oscurecerse repentinamente el cielo, Celeno hizo solemne acto de presencia.

Eran realmente espantosas. Aves con cabeza y pechos de mujer que sembraban el pánico y, sobre todo, la suciedad allá por donde pasaban. Aterrorizado, Fineo abortó la misión de apertura de la lata de anchoas. Se agazapó en un patético ademán de sumisión mientras aquellas horribles harpías inspeccionaban el terreno. Calais Rupérez no comprendía nada. Vio cómo las harpías mecánicamente recogían los manjares que él mismo había seleccionado para el monarca venido a menos. Le robaban literalmente la comida. En el caso de la lata de anchoas, no obstante, y quizá por la complejidad del envase, decidieron adornarlo con un bonito y viscoso excremento.

Esto fue la gota que colmó el vaso de la paciencia de Calais Rupérez. Desconocía el motivo por el cual los Dioses habían castigado a Fineo, pero le resultaba indiferente. Así que, en un acto de extrema heroicidad con unas gotitas de indignación, el cual probablemente, dada su reacción, aquel reyezuelo de pacotilla ya preveía, Calais Rupérez utilizó la gesticulación más ridícula que se le ocurrió para espantar a aquellas apestosas y repelentes palomas.

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