sábado, 3 de noviembre de 2012

Un mundo feliz


Brave new world de Aldous Huxley figura entre los clásicos más reconocidos de la literatura de ciencia-ficción. Como la mayoría de estos clásicos, es tan grande su influencia y calidad que a pesar de los años transcurridos desde su publicación (década de los 30) sigue manteniendo una destacable frescura y actualidad.

El género de ciencia-ficción es, según mi humilde opinión, el más apto para explicar historias, pues no está limitado por contextos geográficos, históricos ni -especialmente- científicos y el autor tiene prácticamente tabula rasa para narrar lo que quiera, el límite es su imaginación. Esta libertad incluso le permite tomar como referencia esos contextos antes mencionados para recrear su nueva realidad.

Siempre he sido muy partidario de autores que utilizan el entorno que les brinda la ciencia-ficción para contarnos historias divertidas, como Asimov o Dick. También me encantan las denominadas space operas de Bujold o Card. En el caso de Un mundo feliz, la historia quizás es lo de menos. Hay una trama interesante, los personajes interactúan y evolucionan, hay momentos de cierta intensidad, es cierto, pero por lo que esta obra ha pasado -muy merecidamente- a la historia es por la minuciosa y detallada descripción de uno de los posibles mundos del futuro que nos aguardan.

Se describe un mundo sin preocupaciones, sin guerras, sin dolor. Un mundo eficiente, donde cada individuo sabe cuál es su trabajo sin plantearse alternativas. Donde las relaciones sexuales están vistas como algo natural, sin matrimonios ni pasión. Las personas son creadas en un laboratorio y el concepto de "padres" es considerado, no ya tabú, sino pura escatología. Las clases sociales están muy definidas, pero sin conflicto, puesto que el condicionamiento al que son sometidos tanto los embriones como los niños se encarga de evitarlo. Es un mundo donde la estabilidad es uno de los pilares.

Como este mundo tan perfecto, sinceramente, sería muy aburrido, debe haber alguien con inquietudes que ponga en duda la homogeneidad del sistema. De esta manera, gracias a la curiosidad del desconcertante Bernard Marx (pariente de Karl?), conocemos al personaje de John, el salvaje. Nacido por el método "tradicional", su llegada como objeto científico al Londres megaindustrializado genera más expectación que controversia. Marx, un perdedor cuya integridad genética, pese a ser un Alfa, es puesta contínuamente en duda, consigue gracias a John las dosis de popularidad que socialmente necesitaba y cuya carencia hizo que el lector empatizara con él en la primera parte de la novela. Posteriormente nos muestran que esta sociedad presumiblemente tan infalible comparte taras con la nuestra, pues el interés de la gente por Bernard Marx se debe exclusivamente a su insólito hallazgo.

Con la introducción del elemento discrepante del salvaje, las estructuras de esta perfecta sociedad no se ven amenazadas pero sí puestas en duda, al menos para el lector. Se genera un debate muy interesante, ilustrado en las figuras de Shakespeare y Ford. Éste último es equiparado a algo semejante a la divinidad -Dios como tal no es coherente con una civilización tan planificada y tan carente de necesidades-, aunque el juego de palabras lo perdemos en la traducción (Oh, my Ford!). Huxley no descuida ni la simbología, llegando a utilizar la "T" de uno de los modelos de la compañía automovilística en lugar de la cruz cristiana. Ford representa la producción en masa, planificada, organizada y sin fisuras. En cambio, Shakespeare, haciendo aparición en la novela gracias a un libro que logra conservar John, nos ofrece una visión de la vida basada en los sentimientos.

La figura del salvaje llega a presentarse como la más humana de toda la historia. Incluso contagia su humanidad a otros personajes, como Lenina (algo que ver con Lenin?), quien experimenta algo parecido al enamoramiento. John la rechaza, probablemente por los tabúes impuestos por la tribu que lo crió (crítica a la religión?). Éste también expresa un deseo de soledad, motivado por la costumbre; en la tribu de indios era constantemente rechazado en las actividades colectivas por la palidez de su piel. La soledad, cómo no, constituía algo incompatible con la estabilidad del mundo civilizado: si alguien estaba solo, podía llegar a pensar y plantearse cosas...

Interesante también es el debate que mantienen casi al final el interventor Mustafá Mond, una de las máximas autoridades, con John. El primero, consciente de lo artificial de la situación, incluso buen conocedor de Shakespeare y la propia Biblia, despliega unos argumentos casi irrefutables en contra de Dios y en defensa de una sociedad en la que prácticamente está obligado a creer.

Un mundo feliz es una de las obras imprescindibles, no ya de la ciencia-ficción, sino de todo el siglo XX. Una invitación a una reflexión muy necesaria y muy infrecuente en los tiempos que corren.

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